Dosier: "Estado, políticas públicas y extensión rural en clave de género"
Género y políticas públicas en los orígenes del programa ProHuerta (1986-1992)
Resumen: El objetivo de este artículo es analizar, desde una perspectiva de género, la fundamentación detrás del diseño y los contenidos originales de ProHuerta como un programa de extensión del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Creado en un período de importantes cambios en el Estado argentino en general y en el INTA en particular, se busca identificar las posibles continuidades entre ésta y otras iniciativas de extensión rural de este organismo dirigidas específicamente a las mujeres. La hipótesis de este trabajo sostiene que ProHuerta estaba pensado originalmente para que lo lleven adelante mujeres, aunque esto no se manifieste explícitamente. La relación de sus contenidos con la reproducción y la sostenibilidad de la vida y sus conexiones con iniciativas anteriores podrían haber influenciado el futuro de este programa, sin que sus ideólogos lo perciban o lo expresen abiertamente.
Palabras clave: Extensión rural, Género, INTA, Políticas públicas.
Gender and public policy in the origins of ProHuerta (1986-1992)
Abstract: The objective of this article is to analyze, from a gender perspective, the rationale behind the design and original contents of ProHuerta as a rural extension program of the Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Created during a period of significant changes in both the Argentine State in general and INTA in particular, this study aims to identify possible continuities between ProHuerta and other rural extension initiatives by this organization, specifically those aimed at women. It’s believed that ProHuerta was originally intended to be carried out by women, even though this is not explicitly stated. The links between its contents and the reproduction and sustainability of life and its connections to previous initiatives may have influenced the future of this program, without its creators fully perceiving or openly expressing this influence.
Keywords: Rural extension, Gender, INTA, Public policy.
Introducción
En 2024, bajo el gobierno de Javier Milei, se discontinuó el programa ProHuerta, una política pública “que promueve la Seguridad y Soberanía Alimentaria, a través del apoyo a la producción agroecológica y el acceso a productos saludables para una alimentación adecuada” (Ministerio de Capital Humano, 2024). Este programa, con más de 30 años de trayectoria, era llevado adelante de manera conjunta por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y el Ministerio de Desarrollo Social. Luego de la disolución de esta cartera el 10 de diciembre de 2023 tras la asunción de Milei, ProHuerta debería haber pasado a manos de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, dependiente del Ministerio de Capital Humano. Sin embargo, el gobierno entrante no designó a una autoridad a cargo del programa, por lo que no se firmó el convenio de continuidad de esta política con el INTA. Tras el despido de 43 técnicos cuyos contratos no fueron renovados (Lag, 2024) y la entrega de las semillas de la temporada otoño-invierno en marzo de 2024 (adquiridas por la gestión anterior), ProHuerta quedó supeditado al esfuerzo de los técnicos, técnicas y promotores restantes, al carecer de financiamiento y recursos materiales.
El cierre de este programa alimentario, que consistía en la promoción de huertas agroecológicas y contaba con una presencia en todo el territorio nacional, se dio en el marco de un proceso de ajuste y disminución de las capacidades estatales, no sólo en el INTA y el extinto Ministerio de Desarrollo, sino también en otras áreas del Estado orientadas a la generación y aplicación de conocimiento como las Universidades Nacionales y el sistema científico-tecnológico. Lo llamativo es que ProHuerta surgió, hace ya 34 años, en un contexto político similar, caracterizado por la reforma del Estado plasmada en las leyes 23.696 y 23.697.
A partir de su interrupción, surge el interrogante acerca de los orígenes de una política que superó las tres décadas de vida y fue sostenida y ampliada por sucesivos gobiernos de distinta orientación ideológica, hasta su abandono en 2024. Si bien en su formulación no se hacía una diferenciación de género al momento de definir a sus destinatarios, los (pocos y dispersos) datos disponibles dan la pauta de que la mayoría de sus beneficiarias fueron mujeres (Lange et al., 2023; Lombardo y Ramírez, 2024; Marochi, 2002; Suque, 2015; Walter et al., 2012; Yacovino et al., 2023, entre otros). El objetivo de este artículo es analizar, desde una perspectiva de género, la fundamentación detrás del diseño y los contenidos originales de ProHuerta como un programa de extensión del INTA. Creado en un período de importantes cambios en el Estado argentino en general y en el INTA en particular, se busca identificar las posibles continuidades entre ésta y otras iniciativas de extensión rural de este organismo dirigidas específicamente a las mujeres.
El género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales, basadas en las diferencias percibidas entre los sexos, que involucra la producción de normas culturales sobre el comportamiento de varones y mujeres y está mediado por la compleja interacción de un amplio espectro de instituciones económicas, sociales, políticas y religiosas (Lamas, 1996a; Scott, 2008). Enfocar una investigación desde esta perspectiva permite indagar acerca de los procesos de construcción (situados histórica y espacialmente) de ciertos roles y comportamientos adecuados para varones y mujeres. Los contenidos de las políticas dirigidas a las mujeres del campo argentino a lo largo del siglo XX buscaron legitimar y reproducir una estricta división sexual del trabajo. En esta estructuración de género, los varones eran posicionados como los jefes y únicos responsables de las unidades de producción, mientras que se relegaba a las mujeres a las labores reproductivas, ubicándolas en un lugar de subordinación. De esta manera, veían su campo de acción acotado a los quehaceres domésticos y a las tareas ligadas al cuidado y la sostenibilidad de la vida, que eran consideradas su responsabilidad.
La producción de alimentos para consumo propio, central en la propuesta de la política pública analizada en este trabajo, fue un estandarte de la enseñanza a mujeres rurales desde principios del siglo XX (de Arce, 2021; Gutiérrez, 2007b, 2014). En este sentido, la hipótesis de este trabajo sostiene que ProHuerta estaba pensado originalmente para que lo lleven adelante mujeres, aunque esto no se manifieste explícitamente. La relación de sus contenidos con la reproducción y la sostenibilidad de la vida y sus conexiones con iniciativas anteriores podrían haber influenciado el futuro de este programa, sin que sus ideólogos lo perciban o lo expresen abiertamente.
Para el análisis de este programa de extensión rural de gestión pública, en primer lugar, se presentan algunas consideraciones teóricas respecto del concepto de género, el Estado y la cuestión del desarrollo, central en este tipo de políticas. A continuación, se revisa el estado de la extensión rural en INTA durante el período anterior al surgimiento del ProHuerta, haciendo foco en aquellas iniciativas dirigidas a las mujeres. Por último, se aborda el proceso de planificación y diseño del Programa ProHuerta y se presentan las conclusiones del análisis.
Las políticas públicas y la cuestión de género
En un texto clásico acerca de la utilidad del concepto de género como categoría para el análisis histórico, Joan Scott lo definió como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales, las cuales se basan en las diferencias percibidas entre los sexos” y como “una forma primaria de las relaciones simbólicas de poder” (2008, p. 65). Se trata de un sistema de prácticas, símbolos, representaciones, normas, valores e identidades construidas social e históricamente en torno a las diferencias percibidas entre los sexos (Lamas, 1996b; Scott, 2008). Estas diferencias se traducen en un orden jerárquico y desigual (De Barbieri, 1993), que presenta a la subordinación de las mujeres como un hecho natural y necesario para la reproducción social.
El conjunto objetivo de referencias al que remiten los conceptos de género estructura la percepción y la organización concreta y simbólica de la vida social. Debido a que estas referencias establecen un control diferencial sobre los recursos materiales y simbólicos, el género se implica en la concepción y la construcción del poder, tal como se desprende de la definición conceptual de Scott (2008). Ese poder se localiza, se ejerce y también se disputa en múltiples espacios sociales, desde la familia hasta el mercado de trabajo y el sistema educativo. Dentro de esos espacios, el Estado y las políticas públicas ocupan un lugar destacado, por lo que merecen una atención especial.
En este artículo se abordan las intervenciones del Estado desde una perspectiva histórica, comprendiendo a su construcción como producto de un proceso y no como una esencia universal e inalterable. En este sentido, un transcurso histórico determinado puede imprimir matices específicos a las políticas adoptadas. Al mismo tiempo, es importante tener en cuenta que el Estado no es un actor unívoco y monolítico, sino que sus instituciones conforman un conjunto de organizaciones complejas e interdependientes que poseen entre sí diferencias en términos de autonomía, funciones, objetivos, jurisdicción y recursos. Una herramienta insoslayable para acercarse a su análisis, teniendo en cuenta estas consideraciones, son las propuestas operativas de Bohoslavsky y Soprano (2010).
En cuanto al INTA y la extensión rural, particularmente en el caso del programa ProHuerta, para su abordaje resultan útiles aquellos estudios que se enfocaron en el Estado argentino y las políticas sociales. En este sentido, en consonancia con Biernat y Ramacciotti, se comprende a la política social como
el conjunto de concepciones ideológicas que se plasman en diseños normativos e institucionales que buscan limitar las consecuencias sociales producidas por el libre juego de las fuerzas del mercado. Concepciones que, al mismo tiempo, son útiles para construir legitimidad política. Asimismo, están destinadas a obtener el histórico y cambiante significado atribuido al llamado “bienestar” de la población. (2012, p. 10)
Otro elemento a tener en cuenta es la relación entre las políticas públicas y las desigualdades de género. Históricamente, estas últimas no siempre han sido tenidas en cuenta en el diseño y la implementación de las políticas, incluso en el caso de aquellas destinadas a las mujeres. Por el contrario, en muchos casos la estructuración de género subyacente a este tipo de iniciativas tendió a mantener o a profundizar las brechas entre varones y mujeres. En este sentido, se intentará analizar estos aspectos en la planificación de la política que nos ocupa (el programa ProHuerta), así como su adscripción a modelos de desarrollo globales que buscaron integrar a las mujeres a estos procesos en nuestro período de estudio.
A mediados de la década del ‘70, tras la declaración del Decenio de la Mujer (1975-1985) por parte de la ONU, surgió una corriente que planteó la necesidad de incorporar a las mujeres a los proyectos de desarrollo considerando sus capacidades productivas, que hasta ese momento habían sido mayormente ignoradas. Bajo la influencia conceptual de los trabajos de Ester Boserup (2007) y en sintonía con el paradigma de la modernización que dominaba el pensamiento acerca del desarrollo desde los ‘50, el enfoque conocido como “Mujer en el Desarrollo” (MED) promovía la creación de proyectos de generación de ingresos como el medio más eficiente para aprovechar los aportes femeninos a los programas de crecimiento económico (León, 1996; Rathgeber, 1990).
En la década siguiente, de la mano de los conceptos de género y empoderamiento en el marco de la teoría feminista surgió el enfoque del “Género y Desarrollo” (GyD). Ante las limitaciones conceptuales y políticas del enfoque MED, que miraba aisladamente a las mujeres y no cuestionaba las estructuras dominantes, esta nueva corriente se propuso como objetivo cambiar las relaciones asimétricas e injustas entre los géneros para alcanzar el mejoramiento de la sociedad en su conjunto. No alcanzaba con centrarse en los “problemas de la mujer” sino que era necesario enfatizar en las relaciones sociales entre varones y mujeres, en las que éstas habían estado sistemáticamente subordinadas. Además, se planteaba como una necesidad analizar las relaciones de género establecidas en todos los ámbitos: el hogar, la familia, las esferas económica y política. En este sentido, “la ruptura entre los ámbitos privado y público y entre la reproducción y la producción, como opuestos binarios, se ve como un reduccionismo limitante para entender las relaciones sociales entre los géneros” (León, 1996, p. 9).
Al afirmar que las relaciones de producción eran indisociables de las relaciones de reproducción, el enfoque GyD mostraba sus raíces feministas (Rathgeber, 1990). Esta tendencia encontró dificultades para integrarse a los procesos globales de desarrollo a nivel internacional, en parte por los desencuentros entre la teoría feminista y los marcos operacionales para implementar estos cambios dentro de la planificación para el desarrollo, pero también por los componentes políticos y éticos que involucraban los conceptos de género y empoderamiento. Como se verá más adelante, su influencia en los programas analizados en este artículo fue nula. De todas formas, los enfoques presentados se superpusieron en el tiempo y la división entre ambos es puramente analítica, ya que los proyectos reales pueden mostrar combinaciones de los dos.
A partir de estas consideraciones teóricas y del análisis de fuentes documentales (en su mayoría producidas por el INTA), en los próximos apartados se analiza el estado de la extensión rural del INTA durante las décadas del 80 y el 90, poniendo el foco en la planificación del programa ProHuerta y en las justificaciones detrás de su creación, así como en los cambios y las continuidades respecto de otras iniciativas de la institución.
El INTA y las mujeres rurales
El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria fue creado el 4 de diciembre de 1956 por el gobierno de facto de Pedro Eugenio Aramburu con el objetivo principal de “impulsar, vigorizar y coordinar el desarrollo de la investigación y extensión agropecuaria y acelerar con el beneficio de estas funciones fundamentales la tecnificación y el mejoramiento de la empresa agraria y de la vida rural” (Decreto-Ley 21.680, 1956, art. 1). Sus motivaciones estaban en consonancia con las ideas de tecnificación, mecanización y aumento de la productividad en el agro promovidas desde la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), organismos que desempeñaron un papel central en el impulso a la institucionalización de los Servicios de Extensión Agropecuaria en toda América Latina en las décadas del 40 y el 50 (Albornoz, 2015; Alemany, 2012).
El incremento de la productividad agropecuaria no era el único objetivo del nuevo organismo, sino que al mismo tiempo perseguía un aumento en el bienestar de las familias rurales y sus comunidades. El desarrollo no era pensado solamente desde una perspectiva económica-tecnológica, sino que se consideraba también su impacto social. En este sentido, no alcanzaba con propiciar mejoras técnicas en las labores y una mayor eficiencia en la comercialización para lograr una mejor calidad de vida, sino que era necesario que la comunidad rural sea el centro de acción. Por este motivo, el Servicio Nacional de Extensión Agropecuaria organizado en el seno del INTA se proponía trabajar con todos los integrantes de la familia rural, para conseguir mejoras en la producción pero también en el nivel de bienestar de los habitantes del campo (de Arce y Salomón, 2018).
Bajo la influencia de organismos internacionales como IICA, FAO y el Servicio de Extensión Cooperativo de Estados Unidos (Rosenberg, 2016; Sánchez de Puerta, 1996), las acciones de extensión destinadas al conjunto de las familias rurales se dividieron en tres propuestas bien definidas: asistencia técnica en producción agropecuaria (orientada a los varones adultos), programas para el mejoramiento del hogar rural (orientados a las mujeres) y clubes para jóvenes de hasta 17 años.
La capacitación de mujeres en cuestiones de granja, economía doméstica y cuidado del hogar que caracterizaron a la propuesta del INTA no era una novedad. En la primera mitad del siglo XX el Ministerio de Agricultura había impulsado la enseñanza del “hogar agrícola”, que incluía la capacitación técnica en áreas como horticultura, lechería, avicultura y zootecnia, además de nociones de economía doméstica (de Arce, 2021; Gutiérrez, 2007b; Mecozzi, 2021). También se registraron iniciativas de gestión privada con objetivos similares, como la Asociación Femenina de Acción Rural (Gutiérrez, 2007a) o los cursos dictados por la Federación Agraria Argentina (de Arce y Poggi, 2016; INTA, 1960). Además, en 1948 se había creado el Instituto de Formación de Profesoras del “Hogar Agrícola”, ubicado en la ciudad de Bolívar, con el objetivo de especializar a las maestras rurales en este tipo de enseñanza (Gutiérrez, 2014). Estos antecedentes constituyeron la base sobre la cual el INTA planificó su programa de extensión orientado hacia las mujeres.
El programa “Hogar Rural” buscaba capacitar a las mujeres rurales y generar un espacio de encuentro entre ellas, con el propósito de contribuir al desarrollo económico, social y cultural del agro, elevando el nivel de vida de los grupos familiares y de las comunidades en las que se establecían (Piangiarelli de Vicién, 1972b). Para ello se formaban “clubes” o grupos integrados por mujeres mayores de 18 años que se reunían una o dos veces por mes y eran asistidas por las técnicas extensionistas del INTA, quienes realizaban demostraciones de diversas temáticas y las impulsaban a realizar proyectos individuales o grupales. La particularidad de este programa es que las extensionistas, también llamadas “asesoras de Hogar Rural”, eran todas mujeres. La intención del INTA era contar con al menos una asesora en cada Agencia de Extensión Rural (las unidades operativas en el territorio), aunque las restricciones presupuestarias dificultaron este objetivo, sobre todo en las regiones extrapampeanas (Mecozzi, 2022; Novello, 2022).
Los clubes y los grupos de Hogar Rural empezaron a formarse en 1958, tras la puesta en funcionamiento de las actividades del INTA, y se multiplicaron a lo largo de los quince años siguientes: en 1972 había 622 clubes y 310 grupos que nucleaban a más de 18.000 mujeres de todo el país (Piangiarelli de Vicién, 1972a, pp. 7–8). Sin embargo, a mediados de la década del 70 el INTA (que había atravesado dictaduras y gobiernos democráticos) sufrió el fuerte impacto del contexto sociopolítico. Las sucesivas intervenciones1 del organismo (la primera en democracia, dispuesta por María Estela Martínez de Perón en mayo de 1975, y la segunda tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976), las persecuciones, los cesanteos y las desapariciones tuvieron un fuerte impacto en la institución, del cual el área de extensión no quedó exenta (Gárgano, 2015).
La cantidad de técnicos extensionistas empleados por el organismo disminuyó. La extensión dejó de estar ligada a las problemáticas de las comunidades y a la producción familiar, para enfocarse en la transferencia de tecnología a técnicos del sector privado, especialmente de grandes empresas agropecuarias (Albornoz, 2015; Alemany, 2003; Carballo González, 2007; Gárgano, 2017). El trabajo de orientación más social, con jóvenes y mujeres, dejó de ser prioritario para el INTA, como lo evidencian los reclamos de las beneficiarias de esta política por mayor presencia de asesoras en el terreno (INTA, 1980, p. 19, 1989, p. 29).
Sin embargo, los clubes de Hogar Rural siguieron funcionando durante la década del 80 gracias al esfuerzo de las asesoras que aún permanecían en INTA y al accionar de la Asociación Argentina de Hogar Rural (AAHR). Ésta era una asociación civil que el Instituto había creado en 1970 con el objetivo de “agrupar a los Clubes y Grupos Hogar Rural que bajo el auspicio del INTA funcionan en todo el ámbito de la República” pero que había tenido escasa actividad en su primera década de vida, más allá de obtener su personería jurídica (INTA, 1981). La particularidad de la AAHR era que, si bien la vicepresidencia y la secretaría técnica estaban reservadas para trabajadoras del INTA, los otros cargos de la Comisión Directiva (presidencia, prosecretaría, tesorería y vocales) eran ocupados por integrantes de clubes o grupos de Hogar Rural, quienes eran elegidas por sus compañeras en un evento anual denominado “Jornada Nacional de Hogar Rural”2.
A pesar de las dificultades enfrentadas y de la falta de apoyo por parte de la institución, el Servicio de Extensión en Hogar Rural siguió existiendo durante la década del 80 dentro de la Dirección Nacional Asistente de Extensión y Fomento del INTA. En esta nueva etapa, quien lideró esa área fue la asistente social Martha Anuch, quien además se hizo cargo de la vicepresidencia de la AAHR, con un perfil profesional distinto al de su predecesora3. Desde estos roles manifestó la importancia de reflexionar acerca del lugar que correspondía a la mujer rural en el proceso de desarrollo. Siguiendo la propuesta de “personalizar” al Estado sugerida por Bohoslavsky y Soprano, se considera valioso indagar en los argumentos expresados por Anuch, ya que “para la definición de agendas, modos de intervención y producción de resultados son tan importantes las normas como las personas que participan del Estado desde (o encarnando) ciertas funciones y estatutos sociales más o menos definidos de la llamada ‘función pública’” (2010, p. 24). Al mismo tiempo, sus intervenciones dan un panorama del estado de la extensión rural del INTA dirigida a las mujeres durante la década del 80, y presenta indicios de lo que será, años después, la base de la programación del ProHuerta.
Las mujeres rurales y el desarrollo, según Martha Anuch
En 1986, en el marco de la 19° Conferencia Regional de la FAO para América Latina y el Cariba, Anuch dio una charla centrada en “el papel de la mujer en el desarrollo rural”. En primer lugar hizo referencia al trabajo femenino en el campo, citando la cantidad de mujeres dentro de la Población Económicamente Activa del sector agropecuario según el Censo de 1980: 6,4% (Anuch, 1986, p. 1). Sin embargo, realizó una advertencia respecto de las limitaciones de los censos (tanto los de población como los específicamente agropecuarios) para captar adecuadamente la participación femenina en la producción agrícola. En este sentido, hizo hincapié en la gran cantidad de tareas realizadas por mujeres que no son consideradas trabajo, así como en la dificultad de las propias mujeres del agro (y de sus familias) de percibirse a sí mismas como trabajadoras. Además, resaltó la importancia que adquieren las mujeres en las explotaciones familiares en la toma de decisiones económico-financieras, un rol que, a su criterio, no siempre fue tenido en cuenta o considerado como trabajo.
A continuación, Anuch realizó una breve reseña del trabajo realizado desde el Servicio de Extensión en Hogar Rural del INTA, con el objetivo de “trabajar en el mejoramiento de la calidad de vida rural a través de la mujer promoviendo su organización y participación activa y responsable en el proceso de desarrollo” (Anuch, 1986, p. 3). En una muestra del relativo abandono sufrido por el programa Hogar Rural, Anuch afirmaba que el personal técnico estaba integrado por 81 asesoras, un número muy inferior al total alcanzado en los primeros años del programa4, mientras que más del 60% de las Agencias de Extensión del INTA no contaban con una extensionista en Hogar Rural.
Al momento de realizar la charla se estaban ejecutando cuatro planes de trabajo, articulados a través de los clubes y los grupos de Hogar Rural: Saneamiento Básico y Vivienda Rural, Electrificación Rural, Actividades Comunitarias y Nutrición Humana.
Los planes de Saneamiento Básico y Electrificación Rural habían sido implementados desde fines de la década del 60 con el objetivo de impulsar el progreso de las comunidades rurales mediante mejoras en el bienestar y la calidad de vida. Anuch describió los proyectos realizados en el marco de ambos programas y destacó los resultados alcanzados, sobre todo en los primeros años, gracias al trabajo de las mujeres de los clubes. Sin embargo, también remarcó que desde 1976 el plan de Electrificación había sufrido una tendencia regresiva, y reclamó el apoyo de organismos multilaterales como la Organización Mundial de la Salud, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo para hacer frente a la falta de recursos de estos planes.
Con respecto a las Actividades Comunitarias, este plan partía del supuesto de que todo desarrollo era el resultado de la acción de una voluntad individual y colectiva hacia cambios positivos, y de que tanto hombres como mujeres debían ser agentes activos y autores del mejoramiento de su vida familiar y comunitaria. En este sentido, y en consonancia con los objetivos originales del Programa Hogar Rural, el plan buscaba la “promoción, organización y asesoramiento de grupos de mujeres rurales que se constituyen para mejorar sus propias vidas y contribuir a la realización de actividades y proyectos en sus comunidades para alcanzar una mayor Calidad de Vida” (Anuch, 1986, p. 7). Anuch hizo hincapié nuevamente en los escasos recursos destinados a fines comunitarios y en los esfuerzos considerables de las propias mujeres para concretar una serie de proyectos de mejoramiento de sus comunidades (guarderías infantiles para hijos de trabajadores rurales, centros de alfabetización de adultos, salas de primeros auxilios, entre otros).
En cuanto al plan de Nutrición Humana, Anuch señaló la percepción de dos problemas opuestos en distintas regiones del país en el área de la alimentación: por un lado, la escasez de alimentos y, por otro lado, la sobre alimentación. De acuerdo con el diagnóstico realizado, ambas situaciones eran producidas por la distribución inequitativa de los alimentos, cuya disponibilidad sobrepasaba las cantidades necesarias. Sin embargo, también se detectaban otros factores ligados al trabajo, la vivienda y la influencia de cuestiones educacionales, económicas y socio-culturales. Por estos motivos, el plan Nutrición Humana pretendía lograr el mejoramiento de los hábitos alimentarios de las familias rurales enfocándose en la producción, la preparación y el consumo de alimentos frescos. Era llevado adelante desde las 81 agencias de extensión que contaban con una extensionista de Hogar Rural, con énfasis en la promoción y el seguimiento de la huerta familiar y/o escolar, con capacitaciones a docentes sobre producción alimentaria y buscando la coordinación con otros organismos interesados en el tema. En este sentido, el plan de nutrición constituyó un antecedente claro de lo que años más tarde sería el programa ProHuerta.
A pesar de las continuidades con el trabajo promovido desde los primeros años del programa Hogar Rural, Anuch realizó una crítica a “los programas de desarrollo cuyo objetivo explícito es el mejoramiento del nivel de vida”, al señalar que en ellos “ha predominado una rígida concepción que identifica las acciones de tipo productivo con usuarios masculinos y los de tipo social doméstico con usuarias femeninas”. Consideraba que esta estricta división sexual de las labores se convertía en un freno para la contribución de las mujeres al desarrollo agropecuario, y por eso era necesario “garantizar a las mujeres del campo el acceso a los instrumentos de trabajo productivo, como tierra, crédito, asistencia técnica y capacitación” y “asegurar su participación en proyectos productivos que contribuyen a la generación de empleo e ingresos, así como al mejoramiento del nivel nutricional de la familia” (Anuch, 1986, p. 10).
Estas reflexiones, sumamente críticas de los principios que habían orientado las acciones del programa Hogar Rural desde sus inicios, pueden ser vistas como un ejemplo de la adopción del enfoque MED (León, 1996; Rathgeber, 1990), orientado a incluir a las mujeres en los programas de desarrollo mediante la promoción de iniciativas productivas generadoras de ingresos. El plan de Nutrición Humana detallado anteriormente se inscribe en esta tendencia: si bien la comercialización de los productos no era su objetivo principal, estaba contemplada como una opción a futuro. A pesar de no estar dirigido exclusivamente a mujeres, es posible trazar una línea de continuidad entre este plan y el programa ProHuerta.
Por último, la Jefa del Servicio de Extensión en Hogar Rural cerró su charla con un reclamo por mayor presupuesto y recursos humanos para el área social de extensión, al sostener que
(…) la experiencia institucional nos viene demostrando que en las Agencias de Extensión Rural donde el equipo está integrado interdisciplinariamente por Extensionistas, Ingenieros Agrónomos, Técnicas en Ciencias Sociales y otras disciplinas el logro de los objetivos de desarrollo rural es más rápido y eficiente y que la participación de la mujer rural en proyectos comunitarios genera vivencias transformadoras dentro de su ámbito familiar y social. (Anuch, 1986, p. 11)
Además, sostuvo que un equipo más completo de técnicos en el área social estimularía una participación mayor y más estable de jóvenes y mujeres rurales. Estos reclamos no harían mella en los planes del INTA, que se encontraba en medio de un período de reestructuración luego del retorno a la democracia en 1983. En el marco de este proceso, el programa Hogar Rural fue definitivamente abandonado (aunque la AAHR siguió existiendo, con una presencia limitada al sur de la provincia de Santa Fe) y muchas de las asesoras se vieron obligadas a jubilarse o aceptar un retiro voluntario5. En INTA surgieron nuevos programas de extensión con objetivos más específicos, entre los que se encontraba ProHuerta.
Cambios en la extensión: el surgimiento del programa ProHuerta
De acuerdo con Cecilia Gárgano (2011, 2017), tras el golpe de Estado de 1976 se produjo una renovación en los enfoques de la extensión rural del INTA, ligada a las transformaciones registradas en materia de políticas sectoriales, los cambios socioeconómicos del ámbito rural y la introducción de mecanismos represivos hacia adentro de la institución. En este sentido, mientras que la reorientación de las políticas sectoriales fomentaba la expulsión de productores poco capitalizados y trabajadores rurales, las iniciativas de extensión del INTA empezaron a dirigirse a un nuevo público conformado por técnicos del sector privado que funcionaban como intermediarios del destinatario final: las empresas agropecuarias. Al mismo tiempo se priorizó el contacto con productores fuertemente capitalizados mientras se abandonaban las intervenciones comunitarias destinadas a la población rural. Si bien “el discurso continuó dirigiéndose a la familia rural, […] su práctica de inserción en territorio fue adquiriendo un perfil empresarial” (Gárgano, 2017, p. 15).
Tras la vuelta a la democracia en 1983 este giro en los enfoques de la extensión rural no se modificó sino que se profundizó. El 3 de marzo de 1986 se promulgó el decreto 287 que determinó la reestructuración del INTA basada en tres principios centrales: la descentralización de sus actividades, la participación de otros niveles de gobierno en la toma de decisiones y la integración con otros actores de los sectores público y privado. A pesar de tratarse de un decreto anterior a las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia económica promulgadas bajo el gobierno de Carlos Menem en 1989, los argumentos que guiaron esta reestructuración fueron los mismos que marcaron la discusión previa a esas leyes. Como afirma Cosse, estos cambios estuvieron guiados por los principios de “la descentralización, la regionalización y la participación […] de los actores sociales privados y estatales que tienen que ver o están relacionados con el proceso de generación y transferencia tecnológica” (1991, p. 720).
En este nuevo período del Instituto, conocido como “INTA II”, la modalidad histórica de intervención en términos de extensión rural fue abandonada paulatinamente y reemplazada por nuevos programas con enfoques y objetivos más específicos. Estos cambios obedecieron en parte a motivaciones internas del INTA, como las dificultades para responder a las demandas de su servicio por parte de las comunidades rurales, y en parte a condicionantes externos como la aparición de un conjunto de agentes, tanto del ámbito público como el privado, que lo obligaron a compartir la centralidad de la que antes gozaba en materia de extensión (Cirio, 1993; Cosse, 1991).
En un Seminario de Extensión Rural organizado por INTA en 1987, un técnico de la Confederación Intercooperativa Agropecuaria (CONINAGRO) afirmaba que el organismo ya no debía instalar una agencia de extensión en cada rincón del país como se creía un cuarto de siglo atrás, sino que esa tarea correspondía ahora al sector privado (INTA, 1988). Esta realidad se expresaba en la creciente influencia de grupos de productores como los nucleados en la Asociación Argentina de Consorcios Regionales Agropecuarios y el surgimiento de nuevas entidades como la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Gras y Hernández, 2013).
Desde el propio organismo, en un volumen celebratorio por sus cuarenta años de vida, el cambio en materia de extensión era presentado casi como algo natural e inevitable:
Diversas circunstancias políticas, sociales y económicas, fueron disipando las actividades de los Clubes 4-A y de Hogar Rural, por lo cual el INTA, a partir de mediados de los años ’80, enfocó su acción social hacia nuevos programas destinados a productores minifundistas, a pequeños y medianos empresarios rurales y a la atención de las necesidades básicas de alimentación insatisfechas entre la población rural o urbana del interior. (INTA, 1996, p. 120)
Además del trabajo directo con técnicos del sector privado y grandes empresas agropecuarias, se diseñó una nueva estrategia de extensión para trabajar con diferentes grupos específicos. En 1987 el Consejo Directivo del INTA creó la Unidad de Coordinación de Planes y Proyectos de Investigación y Extensión para minifundistas, categoría en la que se incluía a aquellas unidades productivas y/o de consumo, bajo cualquier forma de tenencia de la tierra, basadas en el trabajo familiar. A partir de 1990 se implementó el Proyecto Integrado ProHuerta con la finalidad de contribuir a una mejor alimentación de la población con necesidades básicas insatisfechas, mediante la promoción de huertas familiares, escolares y comunitarias. Por último, en 1993 se creó el Programa Federal de Reconversión Productiva para la Pequeña y Mediana Empresa Agropecuaria (“Cambio Rural”) en conjunto con la Subsecretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca (Barrientos, 2008), con el objetivo de ayudar a los agricultores en el intento de superar la crisis económica y asistirlos en procesos de intensificación y/o reconversión productiva.
Desde sus inicios, el programa ProHuerta estuvo dirigido a la población en condición de pobreza, tanto rural como urbana (una novedad para el INTA), que enfrentaba problemas de acceso a una alimentación saludable. Sus objetivos eran complementar y diversificar las dietas de estos sectores de la sociedad y mejorar la distribución del gasto familiar en alimentos, incentivando la autoproducción en pequeña escala de frutas y hortalizas frescas por parte de sus destinatarios.
De acuerdo con el diagnóstico del INTA, la agudización de la crisis económica y el aumento de la pobreza, sobre todo en los centros urbanos y sus periferias, habían dificultado la satisfacción de necesidades básicas alimentarias de amplios sectores de la población. En el documento de fundamentación del programa se afirmaba que la disminución en el consumo de alimentos en los sectores de población de menores ingresos debido al proceso de empobrecimiento había sido del orden del 20 al 40% entre 1965 y 1985 (Díaz, 1990). Distintas organizaciones habían comenzado a impulsar la producción de alimentos a pequeña escala como un paliativo; el plan Nutrición Humana del INTA, desarrollado en el marco del programa Hogar Rural, es un ejemplo de esto. Sin embargo, estas experiencias se enfrentaban a obstáculos como la escasez de recursos, el bajo nivel de asistencia técnica, la falta de instancias de capacitación y la imposibilidad de evaluar sus impactos, lo que impedía un desarrollo exitoso (INTA, 1992). En este sentido, el Proyecto Integrado ProHuerta fue la respuesta orgánica del INTA a estos problemas.
El plan de acción del proyecto consistía en la promoción de huertas familiares, escolares y/o comunitarias. La acción institucional podía tomar dos formas: por un lado, se desarrollaban proyectos específicos desde las Agencias de Extensión del INTA, cuyos destinatarios eran los pobres rurales y de núcleos urbanos pequeños/medios; por otro lado, se prestaba apoyo a entidades u organizaciones de promoción social que desearan incorporar acciones de autoproducción de alimentos.
Para alcanzar el éxito, el proyecto se apoyó en las experiencias acumuladas por las asesoras de Hogar Rural, tanto en las décadas del 60 y 70 con la formación de las mujeres rurales, como en el plan Nutrición Humana de los 80. En junio de 1990, dos meses antes de su puesta en marcha, el Director del proyecto y principal ideólogo (el ingeniero agrónomo Daniel Díaz) sostuvo una reunión con prominentes extensionistas de la provincia de Buenos Aires que tenían más de veinte años de experiencia en el trabajo de Hogar Rural (INTA CRBAN, 1990). Entre ellas se encontraba Nelly Cancelleri, quien se había desempeñado como supervisora de Hogar Rural de la Estación Experimental Agropecuaria de Pergamino desde los años 60 (Torres, 2004).
Las tareas del organismo se dividían en cuatro áreas de desarrollo simultáneo: la promoción de actividades, la capacitación de agentes (promotores6), la asistencia técnica, y la provisión de insumos. Estas labores eran llevadas a cabo por técnicos y técnicas desde las agencias de extensión del INTA. En este sentido, las experiencias adquiridas por las asesoras de Hogar Rural resultaron invaluables. Un repaso por el listado de responsables del programa ProHuerta publicado en el informe anual de 1992 revela que muchas de las mujeres dedicadas a este proyecto son las mismas que trabajaban como asesoras de Hogar Rural (INTA, 1992, pp. 39-46).
En un principio se implementó una prueba piloto en algunas zonas del país: Mendoza, Córdoba, Santa Fe, el sur de la provincia de Buenos Aires y algunos sectores de la Patagonia. Sin embargo, desde principios de 1992 el ProHuerta recibió un fuerte impulso gracias a la puesta en marcha del Programa Federal de Solidaridad (PROSOL) del Ministerio de Salud y Acción Social de la Nación (MSyAS). Esta iniciativa expresaba una nueva estrategia para la realización de políticas sociales y una de sus líneas de acción era el apoyo al desarrollo de huertas, granjas y minifundios. Al poner en marcha este programa, desde el Ministerio se decidió canalizar estos esfuerzos por intermedio del ProHuerta, que ya estaba en su segundo año de funcionamiento.
Desde febrero de 1992, el MSyAS apoyó financieramente al INTA desde el PROSOL para aumentar los recursos disponibles del ProHuerta y ampliar su alcance a nivel nacional. Llamativamente, por motivos que no se explicitan y no se pudieron dilucidar, ese aporte económico tuvo como intermediaria a la AAHR, a pesar de que los clubes del Hogar Rural ya habían sido discontinuados por el INTA. De acuerdo con el informe anual de 1992 previamente citado, durante ese año la AAHR recibió más de $2.300.000 desde el PROSOL para la realización de huertas familiares y minifundios. Tras la firma de un convenio con INTA el 4 de septiembre de 1992, la AAHR entregó gran parte de ese dinero (surge una diferencia de $40.000 entre ambos montos, aunque no se especifica si la AAHR dio un uso particular a ese dinero) al Instituto para la realización de huertas familiares (en el marco del ProHuerta) y minifundios (INTA, 1992, pp. 32–33).
Como se mencionó anteriormente, esta política estaba dirigida a población de bajos recursos que enfrentaba carencias alimentarias, entre la que se incluía a “desocupados, subempleados, familias pauperizadas que no alcanzan un nivel de alimentación digno, alumnos de escuelas de áreas carentes, instituciones que atiendan a población carenciada” (Díaz, 1990, p. 5). Los materiales de capacitación para técnicos, promotores y usuarios incluyen ilustraciones que muestran a los diferentes miembros de una familia (una pareja heterosexual y un niño) trabajando en su huerta (Díaz et al., 1992). Ninguno de los documentos relevados señala a las mujeres como destinatarias específicas del programa ProHuerta ni menciona las relaciones desiguales entre los géneros. En este sentido, a primera vista se trata de una política que no podría ser encuadrada en el enfoque MED, a diferencia del programa Hogar Rural, ni en el enfoque GyD que había surgido unos años antes.
Una forma alternativa de abordar a esta política es analizarla como a otras políticas sociales y de atención a la pobreza, que “se presentan como intervenciones sexualmente neutras dirigidas hacia las familias como un todo armonioso, invisibilizando el trabajo de las mujeres como receptoras y administradoras de los planes sociales” (Anzorena, 2010, p. 726). En contraposición a las políticas históricas de extensión del INTA (y sus antecedentes), que reconocían y promovían una estricta división sexual del trabajo, desde el programa ProHuerta se apuntaba a la familia como una unidad, sin discriminar entre sus miembros. Sin embargo, esta aproximación ignoraba las desigualdades existentes, social e históricamente construidas entre los géneros. Al no considerar las desigualdades de género en el diseño de esta política, sus acciones se orientaron a reforzar el rol doméstico y de cuidados de las mujeres.
Como se mencionó en la introducción, los pocos datos disponibles respecto de la división de género entre promotores y beneficiarios sugieren que, en distintas regiones y momentos de la historia del programa, las mujeres representaron alrededor del 70% en ambos rubros (Lange et al., 2023; Lombardo y Ramírez, 2024; Marochi, 2002; Suque, 2015; Walter et al., 2012; Yacovino et al., 2023, entre otros). Los cambios en las condiciones estructurales del Estado, las perspectivas y las agendas nacionales e internacionales, motivaron la inclusión de la cuestión de género en los componentes del ProHuerta (Piñero et al., 2015) en un período posterior al analizado en este artículo.
Conclusiones
La producción de alimentos para consumo propio fue una constante de las políticas orientadas a mujeres rurales desde principios del siglo XX (de Arce, 2021; Gutiérrez, 2007b, 2014). En el marco de iniciativas que apuntaban a asegurar el arraigo de las familias en el campo, se destacaba la enseñanza de un conjunto de nociones de economía doméstica como un área central, legitimando y reproduciendo una estructuración de género caracterizada por una estricta división sexual del trabajo al interior del hogar. Mientras que los varones eran posicionados como los jefes y únicos responsables de las unidades de producción, se subordinaba a las mujeres relegándolas a la realización de tareas ligadas al cuidado y la sostenibilidad de la vida, que eran consideradas su responsabilidad.
En el caso del INTA, desde su creación a mediados de siglo, este tipo de contenidos formó parte de la propuesta de los clubes y grupos de Hogar Rural, un programa de extensión que buscaba capacitar a las mujeres rurales con el propósito de contribuir al desarrollo económico, social y cultural del agro. Hasta sus últimos años, a fines de la década del 80, desde este programa se implementó el plan de Nutrición Humana que consistía en la promoción de huertas familiares y escolares y la capacitación en cuestiones relativas a la alimentación, con el objetivo de aumentar el consumo de alimentos frescos de las familias rurales. La implementación del programa ProHuerta desde agosto de 1990 implicó una continuación de este tipo de políticas con un alcance mayor, debido a que su población objetivo incluía a las familias urbanas y periurbanas, y no sólo a las rurales.
A pesar de ser contemporáneas al surgimiento del concepto de género y de su introducción en las políticas públicas a nivel internacional (León, 1996; Rathgeber, 1990), ninguna de estas iniciativas de extensión rural lo incluyó en sus fundamentaciones durante el período estudiado. Por el contrario, en ambos casos se ignoraban las desigualdades existentes entre los géneros o se las consideraban como inevitables o naturales. De esta manera, las acciones llevadas a cabo se orientaron a reforzar el rol doméstico y de cuidados de las mujeres y tendieron a mantener o a profundizar las brechas entre varones y mujeres.
Si bien la planificación del programa ProHuerta no establecía una diferenciación sexual en cuanto a sus beneficiarios, se sostiene que originalmente estaba orientado a mujeres, aunque esto no se manifieste explícitamente. Esta afirmación se sustenta en las continuidades identificadas con el programa Hogar Rural, tanto en términos de contenidos como de las extensionistas a cargo de llevar adelante ambos proyectos. La no mención de las mujeres como destinatarias de esta política es interpretada como una forma, consciente o no, de ignorar la desigualdad de género al interior de los hogares, ya que no se reconocía la responsabilidad asumida por las mujeres en la realización de las tareas de reproducción y sostenibilidad de la vida familiar, y al mismo tiempo se reforzaban estos roles.
En tiempos recientes, como resultado de años de disputas teóricas y políticas, la perspectiva de género y el reconocimiento de las desigualdades lograron ganarse un lugar en las políticas públicas en general y en el programa ProHuerta en particular. En ese marco se han producido reflexiones desde el propio INTA respecto de la cuestión de género (Piñero et al., 2015) y se han recuperado experiencias de trabajos realizados por mujeres en distintas zonas del país (Lombardo y Ramírez, 2024; Novello, 2022; Trpin, 2023). Si bien estos fenómenos exceden el período de análisis de este artículo, vale la pena mencionarlos para contrastarlos con la coyuntura actual. Lamentablemente, la finalización del programa en particular, y las políticas regresivas en materia de género del gobierno nacional en general, plantean un panorama preocupante para la situación de las mujeres rurales en Argentina.
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Notas
Recepción: 01 Noviembre 2024
Aprobación: 07 Febrero 2025
Publicación: 01 Abril 2025