Mundo Agrario , vol. 14, nº 27, diciembre 2013. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

DOSSIER

Cencerradas, cultura moral campesina y disciplinamiento social en la España del Antiguo Régimen (1)

Rough music, moral peasant culture and social discipline in Old Regime Spain

Tomás A. Mantecón Movellán (*)

Universidad de Cantabria (España)
Dpto. de Historia Moderna y Contemporánea
Facultad de Filosofía y Letras
mantecot@unican.es

Resumen
Este artículo analiza cencerradas y rituales populares análogos, así como sus significaciones y vitalidad en sociedades rurales del Antiguo Régimen, con el objeto de participar en el debate historiográfico sobre las formas y concreciones del disciplinamiento social en los siglos de la Edad Moderna. Una perspectiva comparativa permite reconstruir prácticas populares de control moral en sociedades tradicionales, analizar su variedad y dinamismo en el tiempo y espacio, mostrando opciones de disciplinamiento ejercidas desde abajo–que articulaban culturas morales plebeyas-, así como la tensión entre los proyectos civilizatorios gubernativos y la cultura campesina en el Antiguo Régimen.

Palabras clave: cencerrada; cultura moral; disciplinamiento social; cultura campesina; sociedad rural.

Abstract
This article analyses varieties of popular rituals such as rough music, skimmingtons or charivari as well as their meanings and strength in Old Regime rural societies to take part in scientific discussions on social disciplining process (sozialdisziplinierung) in preindustrial societies. The comparative perspective offers information on varieties and changes of these quoted practices in different historical contexts and theyshow popular social discipline options that emerged from below and were expressions of plebeian moral cultures. These had effects –and eventually produce dissension- on acculturation projects from above for thecivilization of Old Regime peasant customs.

Key words: skimmington; moral culture; social discipline; peasant culture; rural society.

A lo largo de los siglos de la Edad Moderna las sociedades rurales experimentaron cambios que afectaron tanto a la definición de la paz pública en las relaciones sociales como a las formas consuetudinarias de definición de la moralidad y de control social de los comportamientos considerados desviados o intolerables. Este proceso también fue afectado por la penetración de valores que se gestaban en entornos urbanos externos a estas sociedades rurales. Éstos eran armónicos con las tendencias de la administración central para desarrollar instrumentos de imposición sobre los poderes que competían con el de los Estados en su proceso de construcción. Con frecuencia esta tensión entre la cultura campesina y las metas hegemonistas de la cultura oficial que fraguaban las instituciones y gobiernos ha sido interpretada como un proceso de imposición o aculturación que desde arriba se proyectaba sobre la cultura popular, entendida ésta de una forma global.

Desde este punto de vista se han analizado historiográficamente prácticas arraigadas en las sociedades tradicionales que fueron modificándose o incluso extinguiéndose a lo largo del tiempo. Heinz Schilling (1999:30-32), por ejemplo, constató que enlas comunidades de los pastores de Hemsbach, al norte de Heildelberg, se fueron desgastando lentamente a lo largo del siglo XVI prácticas tradicionales destinadas a propiciar arbitrajes de los conflictos cotidianos suscitados entre ellos. Para realizar las mediaciones se reconocían explícitamente ámbitos de autoridad específica a personas que eran señaladas para ello en las festividades de Pentecostés. El gremio de pastores agrupaba a varias docenas de miembros que designaban tradicionalmente, con ocasión de esta fiesta, un rey del pastoreo, encargado de custodiar el orden y mediar en los conflictos dentro de los pastores, así como de asumir la representación corporativa del gremio ante otras instancias e instituciones.

La penetración de lo que Schilling denominó una macro-estructura desde los ámbitos del Estado territorial en su proceso de construcción y de las instancias eclesiásticas, beligerantes especialmente desde la época de la ruptura de la unidad cristiana, supuso la convergencia de proyectos aculturantes que implicaron someter a crítica prácticas y costumbres como las descritas. La razón fundamental era que la vitalidad de éstasimplicaba, en el nivel local y regional, la vigencia de ámbitos de autoridad alternativos a los desplegados por las Iglesias y los poderes civiles. El disciplinamiento social o sozialdisziplinierung, como fue caracterizado por la historiografía alemana,describiría, así, un proceso de construcción de autoridad política estatal que habría sido convergente en alguna medida, particularmente en la temprana Edad Moderna, con la progresiva imposición confesional. Ambos procesos, convergentes en buena medida,habrían ido modelando al hombre moderno, sentando las bases de la sociedad articulada en la forma que conocemos en nuestro tiempo.

Desde esta perspectiva historiográfica, las tendencias hegemonistas proyectadas desde arriba se habrían ido imponiendo históricamente sobre las discrepancias, disidencias, resistencias, costumbres y tradiciones retardatarias o asentadas en modelos alternativos alimentados por las culturas populares, ya urbanas o campesinas. El fatum del rey de los pastores de Hemsbach era la erosión y posterior extinción. A medida que el Estado se perfilaba más nítidamente y se hacía más presente en la vida cotidiana lograba mayores niveles de eficacia para sustituir institucionalmente las funciones que, previamente, habían sido desarrolladas desde este tipo de instancias plebeyas legitimadas por la costumbre y, de forma más genérica, por la cultura campesina.

De acuerdo con este paradigma explicativo, expresiones de la cultura moral campesina, como las que amparaban la determinación del rey de los pastores de Hemsbach se mantuvieron, desgastándose durante décadas, al tiempo que se convertían progresivamente en “testimonios reliquia”, anacronismos o vestigios culturales. Perdían vigencia al mismo ritmo con que la sociedad tradicional que los legitimaba se iba transformando, entre otras cosas, por efecto de la presión ejercida por los Estados para concentrar el control del ejercicio de las funciones de definición del orden público, el arbitraje y el ejercicio de la violencia considerada legítima para propiciar la convivencia.

Se dispone de excepcionales testimonios iconográficos que transmiten información sobre esta problemática. Con frecuencia, las representaciones visuales de los espacios urbanos producidas ya en el siglo XVI expresaban y enfatizaban evidentes contrastes entre, por un lado, espacios ciudadanos organizados, protegidos, gobernados y epicentros para la proyección de modelos de convivencia y, por otro lado, espacios abiertos, rurales presentados como ámbitos desorganizados y precisados de regulación y orden, es decir, de disciplina.

La Vista de Sevilla desde el Aljarafe del Civitates Orbis Terrarum (1598) ofrece un magnífico ejemplo de este referido contraste. La traza de la ciudad, amurallada, dominada por su minarete y organizada como una colmena de edificaciones alineadas ordenadamente, cede el protagonismo de los primeros planos a toda una suerte de escenas que, en contraste con la estampa urbana de los últimos planos, casi colocada en el horizonte, se ofrecen como un reto para el gobierno proyectado desde la ciudad, una frontera más allá de las murallas urbanas, para irradiar civilidad. Análogamente, en la misma colección, las estampas correspondientes a Granada, Barcelona o Bilbao muestran acusados contrastes entre espacios urbanos y rurales periurbanos que, colocados en los primeros planos, ofrecen un diálogo entre un espacio civilizado y el rústico, más difusamente ordenado y controlado. El mismo patrón puede también encontrarse en los paisajes urbanos galos de Blâmont y Orleans o en los de las neerlandesas Kampen o Maastricht, la lituana Vilna, la noruega Bergen o las polacas ciudades de Gdansk y Cracovia para el Civitates, que incorporaron escenas de género pastoril o describiendo faenas agrícolas o artesanales campesinas, así como fragmentarios episodios de sociabilidad rústica en las imágenes destacadas en los primeros planos, como antesala de la representación de las morfologías urbanas.

En el primer plano de la Vistade Sevilla desde el Aljarafe, la estampa introduce la escena a través de dos espectadoras que, colocando al observador casi en su misma perspectiva ante la escena y, así, sirviendo de puente entre la estampa y el espectador, contemplan todo un drama social que representa sintéticamente una galería de situaciones que podían ser cotidianas en entornos rurales: la actividad agropecuaria, el laboreo fluvial, el trasiego, los juegos, expresiones de creencias y supersticiones... y, en los primeros planos, el escarnio público de una mujer y un hombre que circulan sobre monturas en una procesión precaria custodiada por un prohombre asentado sobre un caballo blanco, imagen quizá del gobierno arreglado de la ciudad frente al plebeyo que se ofrece ante sus ojos. El paisaje urbano de Sevilla, convergencia de los caminos que articulan todas estas escenas rurales se ofrece como elemento dinamizador, de transformación y civilización o disciplinamiento de toda una suerte de comportamientos y creencias tradicionales, rústicas. En los primeros planos, sin embargo, la procesión que desarrolla un ceremonial punitivo sobre el hombre y la mujer escarnecidos públicamente muestra una práctica disciplinaria diferente a la de la buena policía que debía desplegarse desde la ciudad y, sin embargo, esta práctica estaba asentada en la costumbre y legitimada por ella.

Vista de Sevilla desde el Aljarafe. Civitates Orbis Terrarum. Braun y Hogenbert. 1598.

Rituales como las llamadas cencerradas, que constituyeron prácticas disciplinarias poco formalizadas y con raíces consuetudinariamente desarrolladas, son los que quedaron representados en la instructiva imagen procesional de la vista urbana de Sevilla para el Civitates Orbis Terrarum. A pesar de su heterogeneidad y polisemia, incluso de las múltiples formas con que fueron conocidos este tipo de rituales en la Europa del Antiguo Régimen, ofrecen una magnífica ocasión para evaluar el avance del proceso de sozialdisziplinierung. Este análisis permite caracterizar la compleja conversación que mantuvieron,en torno a una materia tan sensible como era el control de la moralidad pública en España, las sociedades rurales con los proyectos de aculturación y disciplinamientoque hacia ellas se irradiaban desde los entornos urbanos por mor de las invectivas e impulsos de la Iglesia de Roma y la Monarquía Hispánica.

Cencerradas, disciplina y control de la moralidad

Con distintos nombres fue conocida en la Europa Moderna una suerte poco homogénea de alborotos y algarabías que sometían los matrimonios grotescos al juicio de la risa, el escarnio público, estruendo y ruido. Casi siempre fueron estos estrépitos los que dotaron de una terminología específica a los episodios de control moral que implicaban por medio del sarcasmo y la bulla. La palabra española cencerrada o la italiana scampanatti tenían evidentes connotaciones de este género. Eran sonoras en sí mismas. Las uniones matrimoniales grotescas se convertían así en un fácil blanco de la denuncia y el sarcasmo proferido, sobre todo, por jóvenes de la vecindad contra infractores de una moral asistemática y definida socialmente.

Estamodalidadespañolade cencerrada se ajusta perfectamente al modelo del charivari francésdescrito por Natalie Davis en sus geminales investigaciones sobre la materia (1993 y 1993a). No obstante, la cencerrada española, con sus variantes, se parece más a lo que Edward Thompson (1992) llamó rough music para, así, aglutinar un elenco mucho más amplio de alborotos disciplinarios que los que abarcaba el charivario el británico skimmington. Martim Ingram (1984), Laura Gowing (1993) y Bernard Capp (1999 y 2004), de forma más general, han explicado episodios en que la cultura moral británica de las clases populares se expresaba con nitidez en los siglos de la Edad Moderna, incluso desbordando y ampliando el marco ofrecido por los estudios de Thompson.

A pesar de todo, esta manifestación festiva de la cultura campesina no ofreció en la España de esta época una tipología tan amplia como su homóloga británica con la que la cencerrada compartía muchos rasgos, pues, ante todo, ambas eran “alborotos” festivos en los que el ruido tenía un protagonismo esencial para expresar denuncia, crítica y, al tiempo, rabia y prejuicios contra quienes protagonizaban conductas que rebasaban ciertos límites de una no sistemática,pero efectiva y dinámica,moral plebeya. Un tono similar adoptaban rituales conocidos prácticamente en toda Europa y aludidos, igualmente, con estruendosos nombres. Con términos como caceroladaera utilizado, además de cencerrada, en España, lo que erakatzenmusik en Alemanía, ketelmusick en Holanda o scampannati en Italia. Eran ritos que asumían de la fiesta muchos de sus atributos, medios de expresión y simbolismos, para tratar de volver al redil a los sujetos que con sus comportamientos rebasaban los límites de la tolerancia de sus vecinos en materia moral, entendida ésta de una forma muy amplia. En este sentido, estos rituales tenían mucho de carnavalescos.

En las cencerradas no era una moral cristiana la que se preservaba por medio de estos rituales disciplinarios. Al menos, no estaba en el fondo de su lógica una moral fundamentalmente cristiana sino una consuetudinaria, impregnada, obviamente de cultura cristiana pero, también de prejuicios y valores populares que la otorgaban una mudable naturaleza, ductibilidad e, incluso, volubilidad. Esos mismos patrones explicaban formas diversas de control de lo que se consideraba tolerable en términos de convivencia cotidiana en las comunidades campesinas del mundo Moderno. Estos rituales estrepitosos, aunque extendidos por toda Europa, desde Portugal hasta Hungría y desde Italia hasta Inglaterra, y durante todo el Antiguo Régimen, no eran entre sí coincidentes exactamente, ni en sus formas de ejecución, ni en las víctimas a que afectaban, y, a veces, tampoco en sus significaciones más precisas.

Frecuentemente la cencerrada o charivari se dirigíacontra ancianos varones que se casaban con muchachas jóvenes o matrimonios de viudas, según ha mostrado la historiografía desde Julio Caro Baroja (1980: 192-194 y 1980a) hasta Isabel Testón (1985) o Paloma Fernández Pérez (1997: 100), incluso en contextos finiseculares decimonónicos (Mantecón, 1997: 342-352. Muñoz López, 2001: 62-65. Gómez Bravo, 2005: 279-281 y Lucea Ayala, 2009: 87) y del siglo XX (Duque Alemañ, 2004: 184y Cassar, 2004: 41-44).Esta es la expresión de la cencerrada más enfatizada y reconocida por la investigación histórica y antropológica, conformando un arquetipo básico del fenómeno relativamente encorsetado, si bien es cierto que en parte algunas de las investigaciones recientes han subrayado otros factores y connotaciones en estas prácticas.

También podían sufrir el ruido y sarcasmo implícito en estas algarabías nocturnas toda otra suerte de contrayentes, fueran quienes fueran, en la noche de bodas, los esposados en segundas nupcias o en el caso de matrimonios en que uno de los casados fuera forastero. Igualmente, podían ser objeto de cencerrada aquellos matrimonios jóvenes que pasados unos años no hubieran tenido descendencia o aquellas uniones en que se sospechara y se subrayara que la mujer dominaba al varón y, más raramente, a la inversa, cuando el varón se excedía en el ejercicio de la autoridad dentro de la casa (Muchembled, 1994: 46. Mantecón, 1997: 342-345. Usunáriz, 2006: 243. Lorenzo Pinar, 2008: 168-169 y Ruiz Astiz, 2011: 128-133). Todas estas situaciones rebasaban umbrales de la tolerancia que definía la convivencia cotidiana y que era enormemente flexible y cambiante, pues se recomponía sobre valores matizadamente redefinidos cada vez que se ejercían estas acciones disciplinarias. Estos matices hacían de cada circunstancia concreta de ruptura de las tolerancias sociales un caso con connotaciones propias, pero que, del mismo modo, actuaba como precedente de cuantos se producirían posteriormente.

El supuesto de cencerradas para corregir o recriminar al varón que se excedía en el gobierno doméstico no era, sin embargo, muy frecuente. Natalie Davis (1993:105 y 1993ª:121) y Edward Thompson (1992: 567 y ss.), no obstante,analizaron algunos casos de este tipo para Dijon, Suiza e Inglaterra referidos a cronologías de fines del siglo XVI en el ejemplo suizo y ya en el siglo XVII e incluso en el XIX respectivamente los siguientes. Las reconvenciones de los vecinos para refrenar la violencia marital y otras extralimitaciones del varón dentro de la casa no fueron, sin embargo, infrecuentes en el mapa europeo durante los siglos de la Edad Moderna, tanto en entornos católicos como protestantes (Hufton, 1995: 284-298. Mantecón, 1998. ). Es cierto, no obstante, que hasta se producían alborotos y cencerradas en toda suerte de situaciones descritas e incluso en ocasiones en que los amantes no estuvieran casados, pero sus relaciones sexuales, tanto si eran estables como ocasionales, eran conocidas por todos y tenidas como escandalosas, por las razones que fueran.

En todo caso, a pesar de poderse determinar este tipo de motivaciones principales, cuando estallaba la cencerrada, ésta no necesariamente hacía emerger un solo motivo para desplegar la ruidosa disciplina que implicaba el golpeo de puertas y ventanas, el sonido de cencerros o el que provocaban objetos arrojados contra los vanos de la casa. Tampoco, necesariamente, el alboroto se contenía dentro de los límites que afectaban a aquellas personas que eran primer blanco de la crítica, sino que el bullicio desplegado por los atumultuados, por el contrario, podía extenderse contra todo vecino quisquilloso del entorno, incluso contra predicadores o clérigos locales de mala fama, terratenientes, recaudadores de tributos y forasteros. La situación objeto de denuncia podía incluso inspirar a los jóvenes para preparar sus burlas carnavalescas.

En entornos urbanos como Rouen o Turín, por ejemplo, parece ser que estas denuncias, durante los siglos de la temprana Edad Moderna, tuvieron una mejor expresión dentro del Carnaval y que, en este contexto, algunas asociaciones juveniles –como, respectivamente, la Abbaye des Conards y la Badia degli Solti- canalizaban este tipo de denuncias. Natalie Davis (1993 y 1993a) analizó información sobre las abadías o cofradías de mal gobierno galas y los llamados tribunales de malos consejos. Al igual que Peter Burke (1978, 283-284), la historiadora norteamericana subraya las conexiones entre prácticas como las descritas, ocasionalmente vertebradas por asociaciones informales de jóvenes, con los rasgos de la cultura cómica carnavalesca. La reforma de la cultura popular emprendida por las elites de la Europa Moderna, descrita en su momento por Peter Burke (1978) e iniciada en algún momento –diverso según el entorno- en la bisagra entre los siglos XVII y XVIII, erosionó decisivamente estas prácticas, como se ha comprobado en el caso británico (Ingram, 1984: 79-113).

En la Cataluña española existieron asociaciones gemelas a las abadías del mal gobiernofrancesas e italianas, conocidas ya desde la Baja Edad Media. Continuaron desarrollando sus burlescas actividades disciplinarias en la Edad Moderna, aún en los siglos XVII y XVIII. A veces lo hicieron de forma que transpiraban prejuicios latentes en la sociedad, aunque sin dejar muy profunda huella documental (Puigvert i Solà, 2001: 182-183). Sin embargo, no era imprescindible la existencia de este tipo de sociedades juveniles para que la cencerrada estallara y,cuando esto ocurría, para que se extendiera como una espontánea fiesta ruidosa por los vecindarios urbanos y rurales, prácticas que llegaron a perdurar más allá del fin del Antiguo Régimen. Algunos ejemplos conocidos en la España septentrional vienen a demostrarlo aún en los siglos XIX y XX.

Una vez que afloraba un alboroto de este tipo, los desenlaces de la algarabía eran imprevisibles. A veces, en medio del bullicio podían llegar a representarse simbólicas ejecuciones en efigie de los sujetos escarnecidos, o bien de los difuntos esposos de aquellas viudas que se habían casado de nuevo después del fallecimiento de su marido. El ruido, la música tosca, el sarcasmo y, en general, la cultura cómica que se expresaba en la cencerrada, trataba de volver del revés, es decir, a lo considerado moralmente normal, o al menos tolerable, aquellas situaciones que eran entendidas como antinaturales u opuestas a la moral popular, incluso contraculturales respecto de los valores acuñados por la cultura campesina para articular la convivencia cotidiana.

Gustav Henningsen (1983: 24-35), en los testimonios de la acusación de brujería de las persecuciones en la alta Navarra a principios del siglo XVII, ha observado algunos de estos comportamientos en que el ruido era protagonista de la disciplina contra sujetos señalados o quisquillosos ejercida por segmentos de la comunidad campesina, grupos de jóvenes, y amparada por la costumbre. Saltar en el tejado, golpear el techo y paredes de las casa eran episodios que podrían corresponder a prácticas de cencerradas. En el contexto de la histeria colectiva de la caza de brujas, sin embargo, llegaron a ser interpretados como como acciones atribuidas a supuestos brujos para mortificar a los destinatarios de su ira.

Del mismo modo, iniciada la represión de los brujos y brujas en la región de Zugarramurdi, el trato dispensado a los supuestos brujos por sus propios vecinos también tenía mucho del sarcasmo y, a veces, incluso de la crueldad represiva de la cencerrada. Henningsen (1983:188-203) ofrece testimonios que permiten esta lectura en el contexto de la Navarra que asistió al proceso contra los acusados de brujería en las sociedades rurales de Zugarramurdi y Urdax. La conexión entre la cencerrada y acusaciones de brujería fue conocida también en otros contextos y entornos de la Europa del siglo XVII. Ya Natalie Davis (1981: 123) recogió y analizó algunos testimonios en la Suiza de ese periodo. Era el carácter asistemático y hasta cierto punto subversivo de la modalidad de orden que definían las instituciones los factores que favorecían esta asociación entre los dos planos.

Atendiendo a las características que han podido serle atribuidas, la cencerrada asumía muchos de los genéricos rasgos atribuidos por Bajtín (1974) a la risapopular, como la asociación entre denuncia y sarcasmo, pero para regenerar el orden tal como la comunidad y la costumbre lo contemplaban y corregir al sujeto que lo alteraba. Según esto, tanto la risa popular en general, como la cencerrada, en particular, que expresaba rasgos carnavalescos, tenían una finalidad instructiva omejor aún se podría decirdisciplinaria, en tanto que se combinaba la corrección o castigo para lograr la enmienda o acomodación de la conducta a patrones asentados en el entorno social de referencia.

Estas connotaciones de la noción de disciplina eran ya dispensadas por el etimológico Diccionario de Autoridades. Mucho después de la edición de este rico documento, Max Weber, igualmente,insistió sobre esas connotaciones inherentes a la idea de disciplina.Entre los primeros significados dispensados por el diccionario etimológico español en 1732 se encontraba el de “gobierno e instrucción de alguna persona, especialmente en lo moral, artes liberales y ciencias” y “vida reglada según las leyes de cada profesión e instituto y observancia” (Diccionario de Autoridades, 1732: 295). En las ediciones de 1791, 1817 y posteriores añadía “regla, orden y método en el modo de vivir”, hasta la edición de 1925. En esta última y en las que siguieron hasta la de 1992, se sustituyeron esas expresiones por las de “observancia de las leyes y ordenamientos de una profesión o instituto”. Lo cierto es, pues, que la significación etimológica del término aludía al gobierno e instrucción moral.

El sociólogo germánico (Weber, 1979: 43) justo enfatizaba ya a principios del siglo XX, en su influyente obraeditada de forma póstuma Economía y sociedad, publicada entre 1921 y 1922, una concepción de la disciplina (disziplin), por lo tanto,armónica con la que se ofrecía etimológicamente en lengua castellana, la aceptada en la España del siglo XVIII, es decir, como una actitud para acomodar la conducta propia a los valores de referencia del entorno. En los contextos de las culturas morales campesinas del Siglo de las Luces, las cencerradas asumían una lógica disciplinaria muy coherente con la semántica enunciada. Suponían la aplicación de formas asistemáticas de disciplina para señalar un exceso moral que se percibía como corregible por medio de estrépito y sarcasmo público.

El disciplinamiento social con cencerros y cacerolas

En la región septentrional española de Cantabria durante el Antiguo Régimen, las cencerradas, también llamadas “algaradas”, “caceroladas” o “purrabanas” eran sobre todo “ruido”, “alboroto, hablando con voces mudadas y palabras malsonantes”, golpeando puertas, ventanas y tejados. Tenían lugar, como se ha indicado ya, cuando se producían matrimonios de viudas, o entre una muchacha del lugar y un mozo forastero, entre personas con acusada diferencia de edad. Frecuentemente, también fueron una tumultuosa y ruidosa respuesta a uniones extramatrimoniales que se prolongaban durante años cuando, aunque los dos amantes fueran solteros –que no siempre era el caso-, si, además, la relación añadía algún componente especial como, aparte del origen foráneo de alguno de ellos, la desigual condición social o el hecho de que alguno de los amantes fuera considerado mal vecino, “poco fiel” o “usurpador” (Mantecón, 1997: 342-352).

Natalie Davies (1993a: 115) observó, igualmente, un componente económico –la desigualdad de recursos- y otro psicológico –la envidia- como factores de alguna de las cencerradas que estudió referidas a la Suiza del siglo XVII. En Cantabria, donde también intervinieron esos factores, si la unión extramatrimonial era de un hombre con una mujer casada, la cencerrada trataba de corregir la situación y denunciar tanto a los amantes como a los consentidores. La crítica en este caso, se prolongaba,a través de los chismorreos, en los días siguientes a la cacerolada, reforzándose las pretensiones correctivas de ésta. La cencerradaimplicaba el señalamiento de un exceso moral y ponía el asunto en la “publica voz y fama”, de modo que la murmuración y las reconvenciones de los vecinos, proclamadas directamente, a los amantes, servían para hacer patente que debía prolongarse la relación en los términos en que estaba. Si los amantes perseveraban en su actitud, la cencerrada se intensificaba y la significación del “ruido” se hacía más clara y contundente.

Insultos y canciones, anónima y colectivamente interpretadas por la noche, a la puerta de la casa en que se reunían los amantes, iban preparando el camino a acciones aún más directas,protagonizadas por los asistentes en el alboroto. Entre éstas se contaban acciones como clavar sartas de cuernos en las puertas de las casas de las esposas adúlteras o subastar en la taberna o en las calles más concurridas unas enaguas que se suponían pertenecientes a la mujer que engañaba a su esposo. Edward Thompson (1992: 524) analizó algunos testimonios de este tipo para la Inglaterra preindustrial. Los grabados de William Hogarth ofrecen una insuperable concreción gráfica de algunos de estos rituales según eran practicados en la Inglaterra del temprano siglo XVIII. Particularmente expresiva es una de las estampasde la serie del caballero erranteHubidras que representa a este Quijote descrito en el satírico poema narrativo de Samuel Butler publicado en tres partes entre 1663 y 1678 y cuyas aventuras fueron ilustradas por Hogarth en 1726. El pintor británico se hizo eco de la expresión de este tipo de prácticas disciplinarias populares cargadas de simbolismo. En una de las estampas de la serie, Hogarth representó el encuentro del protagonista de la pieza literaria con un skimmington.

 

Hubidras encounters the skimmington(grabado original de William Hogarth, 1726).

En este grabado, Hudibras, tocado con sombrero negro de ala ancha, observaba el escarnio callejero a dos esposos que cabalgaban juntos, vueltos del revés sobre su montura, con los símbolos del motivo de la reprensión de que eran objeto y que protagonizaba la comunidad: el marido aparece gobernado y golpeado por su esposa, que se representa amenazante, blandiendo una sartén sostenida en sus manos. La autoridad del paterfamilias en el espacio doméstico quedaba truncada alegóricamente así, enunciando las razones que asistían al escarnio público. Toda la escena destila ruido, desde la pareja que aparece en el primer plano soplando un cuerno y haciendo sonar toscos instrumentos musicales, o los muchachos que se disponen a arrojar un gato contra la pareja, hasta los personajes en planos posteriores de la escena. Sartenes y cacerolas cobraban entonces gran protagonismo como objetos con los que provocar ruido y punir a los escarnecidos esposos.

Aunque para consumarse escenas de esta naturaleza o con similares connotaciones y significaciones no se llegase a alcanzar un grado de formalización del “juicio del cornudo” tan elaborado como en Staffordshire o Surrey, cuyas tabernas conocían en los siglos XVII y XVIII la constitución de una especie de tribunales que juzgaban lo ocurrido y disponían sobre la conveniencia del escarnio público (Thompson, 1992: 544), lo cierto es que sucesos como los descritos, que muchas veces denunciaban el adulterio de la esposa u otras traiciones al orden doméstico, no fueron infrecuentes en las comunidades rurales de la España septentrional, una amplia regióndonde la emigración temporal masculina hacia el interior de Castilla o a tierras andaluzas tuvo un importante peso durante toda la Edad Moderna, otorgando amplias franjas de libertad a las esposas “solas” (Mantecón, 2007: 105-140). En estos entornos, cuando se conocían las infidelidades de la esposa en ausencia de su marido, las murmuraciones, consejos y represivos comentarios de los vecinos preludiaban acciones más contundentes del tipo de las señaladas.

Todas estas prácticas tenían mucho de festivo en su desarrollo, aunque podían llegar a desencadenar una fortísima presión e incluso violencia físicamente sufrida por los amantes. Abierta la espita de la disciplina y la violencia simbólica, los alcances y repercusiones últimos eran impredecibles, como también las reacciones de los sujetos escarnecidos. La tensión se podía prolongar cotidianamente durante años, aflorando eventualmente bajo la forma de nuevos “alborotos” y cencerradas, incluso de insultos, amenazas y violencia física. De ello sabían los amantes en situaciones que podían provocar la intervención de la cencerrada, sobre todo, cuando se trataba de relaciones extramatrimoniales prolongadas yéstas tendían a hacerse permanentes. En estos casos, lo que se dirimía era la forma en que esa pareja podría ser tolerada, caso de aceptarse la situación y de poder normalizarse ésta así como su convivencia dentro del vecindario.

A veces, para evitar las algaradas o cencerradas, así como el descrédito y mala aceptación por la comunidad vecinal, las propias mancebas reconocían sus faltas públicamente, incluso en la iglesia e interrumpiendo la celebración de los oficios para reconocer públicamente sus faltas y mostrar del mismo modo su enmienda. Utilizando los términos de la época, estas mujeres se “espontaneaban”. En estos casos, quienes recurrían a estos procedimientospretextaban su comportamiento por razón de haber sido “aconsejadas del demonio” y achacaban todo a las flaquezas y fragilidades humanas, a las que se añadían las que se consideraban propias de su femenina condición. A veces, en estas circunstancias, llegaban a señalar e identificar también a sus supuestos o reales amantes, confiando en lograr así indulgencia de sus vecinos hacia su relación. En la región española de Cantabria así lo hicieron una joven del valle de Cayón en 1746 y otra del de Alfoz de Lloredo en 1765. Estas dos mujeres se levantaron de sus escaños en la iglesia durante los oficios religiosos y argumentaron de este modo en público, pretendiendo que sus convecinos comprendieran y aceptaran la situación (2).

No era infrecuente que, en los casos de adulterio de la esposa, se llegara a desplazar la violencia y el escarnio popular sobre el marido cornudo, bien porque éste se empeñara en defender la honra de su esposa o bien por ser tenido por consentidor de la supuesta o real relación ilícita y adúltera de su consorte. Para el marido consentidor o cornudo cuando la presión ambiental creada por la murmuración no bastaba, generalmente, el escarnio público podía llegar a ser suficiente. A veces, no obstante, el final pasaba por agresiones verbales y físicas que podían desencadenar rencillas y venganzas personales que afloraban tiempo después y perturbaban las relaciones dentro de la comunidad campesina. Para la mujer todo podía tener un desenlace aún peor pues, cuando la relación se convertía en tan pública como intolerable el riesgo, además de los mencionados era la marginación y destierro, ya que podía llegar a disponerse judicialmente el rapado de su cabeza y el abandono forzoso de la vecindad (Mantecón, 1997: 250).

Obviamente, por todas estas razones, conociéndose los riesgos implícitos a una relación cuestionada o etiquetada como desviada dentro del entorno social en que uno vivía, cuando el rumor anunciaba toda una cascada de reconvenciones que podía acabar en cencerrada o en alguna suerte de “juicio del cornudo”, los amantes, y cuando se trataba de adulterio de la esposa, particularmente, el marido engañado o consentidor de los amoríos de su mujer, trataban de evitar a toda costa que llegaran a producirse las algaradas ruidosas, preludio, quizá, del rapado de cabeza y cejas, además del destierro de la manceba, así como de condenas penales para el amante y, probablemente, también para el esposo.

Mofas de todo tipo, silbidos, subastas de enaguas en las tabernas, estruendo de caceroladas o por arrojar piedras a los vanos y techos de las casas, o hacer sonar ollas y cencerros y entonar canciones y coplas espetadas ante la casa de los amantes por la noche o canturreadas al paso de alguno de estos protagonistas del escándalo, o ante la presencia de sus parientes, servían para poner alguna “tacha” al sujeto dentro de sus vecindades y entornos de sociabilidad. No sólo él o ella, sino también sus parentelas acusaban el golpe recibido por el sarcasmo disciplinario que implicaba la cencerrada, que era entendido como un daño tanto contra la honra personal como contra el honor familiar. Eso hacía que los maridos ofendidos y, siendo ellos remisos, los parientes de sus esposas tomaran cartas en el asunto y asumieran la defensa de ese patrimonio inmaterial de la familia que era el honor, cuya participación individual era la honra (Mantecón, 1999: 203-223 y 2011-2012: 435-458). De este modo, el honor no era patrimonio de un estamento o una categoría social, sino que empapaba todo el tejido social permitiendo articular las relaciones de los sujetos en sociedad, así como evaluar los grados de estima con que cada uno, su casa, familia y parentela contaba dentro del conjunto social englobante.

Algo similar se ha constatado en las sociedades de la América española durante los siglos de la Edad Moderna. Al igual que en la España peninsular, la cultura del honor, en Indias, recorría diferentes estratos sociales, adaptándose a las formas de vida y sociabilidad que desarrollaban y dinamizaban las gentes. Era, por lo tanto, un elemento vertebrador de la sociedad. Incluso recorría categorías asociadas a construcciones culturales de la etnicidad y las castas, ya fueran supuestas o reales (Undurraga, 2013). La cencerrada se alimentaba de las culturas del honor, adaptándose a sus principios y ajustándose a la moral participada en el entorno social en que se producía. Suponía “malfamar” a los escarnecidos y eso implicaba una deshonra que damnificaba al honor familiar, pero, al mismo tiempo, en cada ocasión en que intervenía, se fijaban los límites de la tolerancia ante situaciones que se consideraban socialmente como excesos o conductas entre la frontera de la tolerancia moral comunitaria, el señalamiento de la desviación social y el etiquetamiento de los protagonistas del “exceso” como perturbadores del orden, armonía y paz pública.

Las situaciones que combinaban los elementos ya descritos podían complicarse mucho, tanto en sus concreciones como en los efectos, inclusoasumir connotaciones que iban más allá de la propia materia de crítica social hacia la concreta conducta sexual. Algunos ejemplos concretos permiten comprobarlo. A principios del siglo XVIII una taberna en el cántabro valle de Cayón y lugar de La Abadilla, en la España septentrional, fue el escenario seleccionado por un grupo de bebedores para subastar públicamente las enaguas de la esposa del procurador concejil cesante. Fue el sucesor en este oficio de administrador de las finanzas locales el que se encargó de llevar y subastar las enaguas de la esposa de su predecesor en el oficio. Con los dineros obtenidos, invitó luego a beber a cuantos se encontraban en el establecimiento, celebrando el episodio y reforzando el contenido social, ácido y sarcástico, de la reprensión burlesca (3).

En este caso, a través del escarnio de la honra de la propietaria de las enaguas, también se denigraba al marido, supuestamente cornudo, contra quien también se acumulaba, según el juicio de sus vecinos, el mal servicio que había prestado al oficio que detentara cuando fue procurador o administrador del concejo. En este caso, el ofendido marido llevó el asunto al juez de primera instancia del partido, que resolvió el asunto como un caso de injurias verbales, y recompuso la paz vecinal arbitrando las oportunas indemnizaciones para el escarnecido y su esposa.A pesar de ello, el señalamiento de la supuesta desviación social, de los protagonistas y, al tiempo, de los “excesivos” procedimientos del antiguo procurador concejil habían sido puestos de relieve en público por medio de símbolos rituales propios de la cencerrada. En otros ejemplos de esta naturaleza, no era suficiente la defensa de honra y honor protagonizada por el cabeza de familia. Celos, antiguos amoríos y despechos podían, a veces, dar lugar a burlas que afloraban en cualquier circunstancia y podían llegar a contundentes e imprevisibles respuestas por parte de las víctimas del escarnio. Lo ocurrido a un muchacho montañés en 1659, no muy lejos del lugar en que se vivió el episodio anteriormente descrito, da buena idea sobre hasta dónde podían llegar las consecuencias de la burla y la cencerrada.

Ese año de 1659 el regidor decano del valle de Carriedo, Don Juan Montero, acompañado de “dependientes” y aparceros de su casa armados, hundió su espada en un costado de un muchacho que murió al poco tiempo. El joven,previamente, había identificado a Don Juan como uno de los que una noche de febrero de ese año “hicieron mofa, silbando” a una muchacha del lugar cuando ella regresaba con el cortejo de su boda. La delación de los nombres de los protagonistas de la cencerrada tuvo como consecuencia que el muchacho fuera tenido por “soplón”. El resultado para él fue funesto. A Don Juan Montero, que era pariente de la novia escarnecida y que había participado en la cencerrada, no le quedaba más opción que limpiar el daño causado a la muchacha por el alboroto y, de paso, dar una lección al delator.

La disciplina que ejerció Montero fue más allá de esos límites que toleraba no sólo la sociedad campesina, sino también la justicia. Su estocada acabó con la vida del joven considerado “soplón”(4). Este episodio, aparte de todas las cuestiones indicadas, también permite comprobar otro rasgo de la cencerrada. Participar en unalboroto de este tipo implicaba, igualmente, admitir el código no escrito de fidelidadde los participantes a la lógica propia de la algarabía, aquella que era atribuida por la sociedad rural y formaba parte de la cultura campesina. El ejemplo de este muchacho de mediados del siglo XVII era, no obstante, extremo, puesto que la “infidelidad” con los demás participantes en la cencerrada sólo muy excepcionalmente tuvo tan trágico desenlace como el que se conoció en este caso.

Toda ocasión era buena para que se desencadenara una cencerrada, puesto que, además de todas las connotaciones anteriormente señaladas, también tenía un componente de simple diversión festiva para los participantes. En realidad, cualquier boda ofrecía una oportunidad para que se expresaran burlas y bullicios de esta suerte, aunque, por lo general, no tan “ruidosas” ni tan perseverantes como en los casos de “tratos ilícitos” y circunstancias como las descritas. Las “algaradas” que se hacían la noche de bodas a los recién casados venían a simbolizar una reparación, una compensación simbólica, para todos los mozos del lugar. El novio, aceptando la cencerrada, indemnizaba a los demás mozos por haberles hurtado una muchacha con la que cualquiera de ellos podía haberse casado. A pesar del componente de género, ordinariamente relacionado con la masculinidad, en algunos casos, la participación de jóvenes de ambos sexos en las cencerradas permite interpretar que la supuesta indemnización simbólica que suponían no sólo era hacia los varones sino, en conjunto, hacia los jóvenes solteros de ambos sexos que, desde ese nuevo enlace, contarían con más limitadas opciones para escoger cónyuge.

De este modo, no era extraño, sino bastante común, que la noche de bodas grupos de jóvenes hicieransonar campanas y cencerros cerca de la casa donde se alojaban a los novios. Cacerolas, piedras y otros variados objetos se estrellaban entonces contra las puertas, ventanas, muros y tejado de la casa, tal como “siempre lo ha[bía] visto hacer en su pueblo” un muchacho montañés del concejo cántabro de Novales todavía en 1806(5). Todavía a mediados del siglo XX, en algunos lugares próximos a las montañas de los Picos de Europa, en la Cornisa Cantábrica española, el mozo forastero que se casara con una muchacha del lugar, alguno de los días antes de que se celebrara la boda, para evitar complicaciones con los jóvenes del lugar pagabauna ronda de vino a todos los mozos locales, eludiendo así, entre otras cosas, la cencerrada y otros posibles ulteriores males mayores o, simplemente, una entrada con mal pie en la comunidad.

Estos convites, que tenían una función remunerativa, eran, por esa razón, llamados “los derechos”, y se mantuvieron en la estas regiones ruralesde España hasta bien entrado el siglo XX (López Linage, 1978, 255-266). Ritos retributivos equivalentes se conocieron también en la Francia del siglo XVI (Davis, 1993, 95) y la Inglaterra del XVIII (Thompson, 1992, 551). Curiosamente, en el Pirineo francés, en el siglo XIII, como explicó Le Roy Ladurie (1981, 284), la cencerrada podía ocurrir por lo contrario y, así, el matrimonio de una mujer viuda con un muchacho soltero podía interpretarse, metafóricamente, casi como el rapto de un varón por una viuda. Cualesquiera que fueran los factores que explicaban que se hiciera cencerrada implicaban que ésta asumiera una cierta significación remunerativa. El escarnio que significaban estos alborotos suponía la indemnización por una afección a la juventud, la moral consuetudinariamente construida o el orden que regía la vida de cada día. De este modo, la “matraca” o “algarada” se convertía en un instrumento disciplinario activado dentro del seno de las comunidades campesinas, variado en sus formas, heterogéneo en sus concreciones y dinámico en su naturaleza y proyección a lo largo de los siglos de la Edad Moderna.

Alborotos contra clérigos “aseglarados”

Especialmente estrepitosas eran las “algaradas” causadas por circunstancias notoriamente escandalosas y, sobre todo, en situaciones que no tuvieran visos de modificarse a corto plazo. Esto ocurría, a veces, en casos en que se veían mezclados clérigos que vivían “aseglarados”. No era la pauta general pero tampoco era extraño que se dieran uniones más o menos estables entre clérigos y mujeres de la vecindad, puesto que, según reflejaba la Visita Pastoral realizada por el arzobispo de Burgos en su diócesis en 1708, algo menos de un tercio de los clérigos que servían en las parroquias de Cantabria vivían amancebados con muchachas de su propia feligresía,manteniendo, en muchos casos,uniones más o menos estables(6). A veces estos sujetos llegaron a contar con una progenie considerable, sin que esto, obviamente, pasara inadvertido a sus vecinos y parroquianos, si bien eso no siempre constituía motivo de escándalo. Para que éste se expresara debían concurrir, generalmente, además, otras circunstancias, puesto que estas proporciones de clérigos parroquiales amancebados no eran fuera de lo ordinario en la España del Siglo de las Luces, tanto si se pone la atenciónen las sociedades rurales como si se detiene en los entornos urbanos.

María Luisa Candau Chacón (1994: 383-391 y 441) ha encontrado alrededor del 40% de clérigos que tuvieron opiniones negativas emitidas por los visitadores del distrito sevillano en el siglo XVIII, aunque los “lascivos” y “viciosos” fueron pocos en esos mismos registros andaluces; claro es que para ser tenido por “vicioso” en la diócesis sevillana debían darse muchas condiciones: abandono de sus obligaciones clericales, “perdido” por el vino, “enviciado en el vino y las mujeres”, “de estragada vida”, “sin enmienda”... es decir, ser mucho más que lo que significaba ser un simple clérigo amancebado. Los “incontinentes”, categoría más próxima a la del amancebado debieron rondar el 20 % del total en la diócesis hispalense durante el siglo XVIII, una proporción ligeramente menor a la que ofrecían los clérigos de las parroquias rurales en Cantabria entre fines del siglo XVII y las primeras décadas del XVIII (Mantecón, 1997: 111-119), pero, en todo caso, no demasiado discordante y, por lo tanto, otorga cierta, aunque matizada, homogeneidad al fenómeno, tanto en escenarios urbanos como rurales y en los territorios septentrionales y meridionales de la Península Ibérica.

En Cantabria, la mencionada región rural del norte de España, aunque ejemplos como el de aquel párroco de Ruiloba que en 1789 “havía estado jugando a los naipes a desora en la venta que llaman de La Vega”, que, también, “havía desamparado el pueblo por averse ydo a acompañar o cortejar a madamas” y, además, “en lugar de meter paz, ponía en mal a los vecinos”, no fueran los más frecuentes(7), lo que no cabe duda alguna es que tampoco dejaban buena impresión en sus feligreses. Eran situaciones y comportamientos que ponían a los protagonistas de estos excesos en el centro del ojo del huracán de las críticas dentro del entorno social en que desarrollaban sus vidas. La situación era aún peor y, por lo tanto, la crítica de sus vecinos más aguda, cuando a esas prácticas se añadían otras que asociaban la imagen del párroco a la de un “poderoso” local que “usurpaba” usos y derechos comunitarios o damnificaba de muy diverso modo a sus vecinos y a la comunidad que todos componían.

Este señalado arquetipo quedaba perfectamente ejemplificado a partir de comportamientos como los protagonizados por el licenciado Juan de Güemes. En los años 1655 y 1656este arrojado cura se apropió de tierras que eran de uso comunitario y se aprovechó por esta vía la tala de más de 1.500 árboles en su parroquia del valle de Cayón, en el interior de la Cantabria rural. Respondía este párroco, conocido bebedor y “pendenciero”, a la imagen de un mal vecino. Era un “usurpador”, tal como lo etiquetaban sus vecinos, responsable de daños en las haciendas de éstos y en los derechos de todos ellos, así como protagonista de “excesos” e “incontinencias” sexuales con muchachas de su entorno. Una de ellas, que estaba emparentada con él, incluso llegó a abortar, sin que, siquiera sensibilizado por esta razón tan extrema o por la presión del entorno social, el párroco abandonara luego el concubinato con la joven(8).

Aunque clérigos como Güemes no eran, obviamente, la gran mayoría de los que servían en las parroquias de esta región española, lo cierto es que en el siglo XVIII la mayoría de ellos vivían, de alguna manera, “aseglarados” y algunos, como el licenciado Güemes se excedían en sus comportamientos parapetándose en su fuero eclesiástico, incluso llegaban a intervenir como correa de transmisión de las voluntades e intereses particulares de potentados locales o comarcanos dentro de cuyas facciones y clientelas podían llegar a integrarse. Más extraordinarias que los comportamientos descritos eran acciones reactivas tan expeditivas como las que supuestamente adoptaron, quien sabe por qué razones, en 1704 los vecinos del lugar de Vejorís, en un valle próximo a aquel en que había vivido el licenciado Güemes. De ellos se sospechó que habían despeñado y arrojado al río a su párroco, que falleció por entonces(Mantecón, 1997: 116). Antes de llegarse a tan extremas circunstancias, más de ordinario, el “alboroto”, con tintes de “cencerrada”, fue una opción disciplinaria a la que recurrieron los feligreses con relativa frecuencia en la época Moderna.

Fue en la ya mencionada parroquia de Ruiloba, en la Cantabria rural, unas décadas más tarde de las denuncias contra aquel párroco ya referido que fue notado por sus feligreses por su afición a “desamparar el pueblo” para “cortejar madamas”, donde,en 1842, fue designado como párroco otro clérigo que desató una capacidad disciplinaria muy creativa por parte de sus feligreses. Éstos desplegaron un amplio repertorio de coplas y canciones con contenidos obscenos sobre presuntos amoríos entre el cura Don José y su beata criada doméstica. Algunas, se amparaban en el anonimato, pero eran cantadas cada día por las calles y alimentaban la información de pasquines que se colocaban en lugares públicos durante las jornadas que siguieron a la toma de posesión del clérigo en su encargo parroquial. Mostraban un estilo directo e inequívoco sobre las razones y orientación de la mordaz crítica social hacia sus comportamientos pasados y presentes, a través de testimonios del siguiente cariz:

“La beata y el señor cura
comían juntitos arroz.
La beata se quemaba
Y el cura se lo soplaba.
[¡]Cielos[!] [¡]Qué lance tan atroz[!]

O como esta otra, que se formulaba como una advertencia para el conjunto de la feligresía, aunque, más que el peligro para la estabilidad conyugal de los feligreses por efecto de las supuestas dotes de seducción del clérigo, lo que se cuestionaba,en realidad,era la moralidad del párroco y, al tiempo, se denigraba su autoridad para el encargo y funciones que se suponía debía ejercer después de su nombramiento y oficio religioso al frente de la parroquia de Ruiloba:

“[¡]Qué estómago tan valiente
tiene este macho cabrío,
que con calor y con frío,
todo hace su diente.

Alerta, pues, Ruilobanos,

que el que canta misereres
acecha a vuestras mujeres,
y sus tiros no son vanos.

Alerta, pues, Ruilobanos”(9)

Para explicar estas reacciones de la comunidad campesina hacia el nombramiento de este nuevo párroco para el lugar hay que considerar todo un cuadro de factores. Eso permite explicar estas reacciones de la feligresía para escarnio de su párroco. No sólo se estaba cuestionando la integridad moral del clérigo, ni siquiera de la secuencia de curas amancebados que había servido en la parroquia ininterrumpidamente desde 1817, si es que no era, como parece, según los antecedentes que aquí se han estudiado, desde mucho antes. Don José, el nuevo párroco designado en 1842 para Ruiloba, había además participado en las últimas contiendas bélicas conocidas en la regióncomo sargento de las tropas realistas que resistieron la conflictividad política generada por la oposición carlista al régimen isabelino. Esto también confería un ingrediente político a la animadversión que manifestaron contra su párroco los vecinos de esta localidad rural de Cantabria, afectados por los movimientos de tropas en fechas muy recientes a los hechos narrados. De esta manera, los feligreses expresaron su protesta al nombramiento del nuevo párroco de muy diversas formas por medio de la acción anónima y colectiva, en modos que hundían sus raíces en la cultura moral plebeya que orquestaba, de análogo modo a estas algaradas, las cencerradas.

A la mayor parte de estos clérigos rurales el amancebamiento, que era notorio para todos sus feligreses, no provocaba una conmoción especial o tan particularmente intensa dentro de las comunidades vecinales rurales como las que se mostraron en los casos analizados, pues esos comportamientos no diferían mucho de otros que protagonizaban algunos potentados locales y campesinos del entorno manteniendo uniones extramatrimoniales, más o menos estables o no, sin demasiados problemas. Con los potentados locales los párrocos compartían, además, el vino en las tabernas, los negocios y, en más de una ocasión, también las diversiones (Mantecón, 1997: 111-119).

Es, igualmente, cierto, sin embargo, que otras muchas veces, las más, de forma ordinaria y cotidiana, la posición de los curas rurales colocaba a estos clérigos en un plano de autoridad espiritual y social, incluso moral, que facilitaba su intervención en arbitrajes para resolver conflictos que se producían fruto de la convivencia cotidiana. Esta faceta se ha constatado a ambos lados del Atlántico en las sociedades ibéricas del Antiguo Régimen (Mantecón, 1996: 149-156 y Barral, 2009: 65-88), incluso en ámbitos protestantes. Este tipo de intervenciones contenía ciertos riesgos cuando la mediación, arbitraje o el propio carisma del clérigo y su locuacidad desde el altar activaban formas de conciencia campesina para combatir los excesos o intereses de potentados locales (Sabean, 1996: 144-173).

Aunque en la mayor parte de los casos el “aseglaramiento” de los clérigos rurales no escandalizaba a sus vecinos más allá de cuanto pudieran suponer, y no siempre, burlas o comentarios deslizados en conversaciones intrascendentes, entre los feligreses y los clérigos amancebados, algunos, temiendo la negativa afección hacia su autoridad moral en su comunidad, trataban de ocultar sus amoríos y relaciones. Hubo quienes llegaron a sobornar a sus amantes para evitar que, en el caso de que ellas fueran llevadas ante los estrados de la justicia, manifestaran al juez los nombres y condición de sus amantes.

Los trabajadores forasteros que estacionalmente desarrollaban actividades laborales como temporeros en los pueblos de la región se convertían, en estos casos, en un argumento eficaz para que las muchachas estupradas pretextaran haber sido violadas por ellos: un leñador o carbonero desconocido, arrieros, ferrones, soldados... transeúntes... fueron aludidos como agentes protagonistas de “excesos” sexuales en aquellos entornos en que era habitual, pero también temporal o estacional, su presencia y, por lo tanto, mayor la dificultad para su identificación. No siempre, sin embargo, estas excusas, proferidas frecuentemente por muchachas solteras o mujeres viudas que evidenciaban signos de embarazo extramatrimonial,resultaron eficaces. A veces, llegaba a descubrirse la identidad del verdadero autor del estupro y embarazo, casi siempre más cercano y presente en la vida cotidiana de la comunidad campesina.

La confesión ante la justicia de una joven viuda de la Junta cántabra de Parayas en 1741 llamada Juliana Ortiz ofrece información sobre este particular. Embarazada de seis meses, cuando fue detenida por la justicia local para averiguar las circunstancias y responsabilidades en este embarazo, pretextó haber sido la consecuencia de una violación sufrida por el asalto de un leñador vizcaíno que temporalmente trabajaba en los montes del valle, pero, a pesar de señalar al sujeto, no profirió su nombre, identidad o procedencia concreta. Posteriormente se comprobó que sus amoríos con Don Francisco Maza, el párroco del lugar de Ojébar, eran los que llevaron a esta viuda a esa situación. Ella misma acabó por confesarlo al alcalde mayor ante la falta de ayuda y protección por parte de su amante una vez que había intervenido la justicia(10). Era en este tipo de situaciones en las que la cencerrada, conocidas las uniones extramatrimoniales y continuadas éstas con nota y escándalo en la vecindad, servía para expresar la condena de la comunidad hacia las actitudes de los amantes y la hipocresía de las excusas de que se servían para ocultar sus relaciones y pactos.

Desde luego, otros ingredientes podían aderezar la creación de la imagen del cura lascivo y mal vecino. El ejemplo que ofrece el licenciado Juan de Güemes en el valle de Cayón a mediados del siglo XVII, ya referido anteriormente, es paradigmático del realismo con que se concretaba ese arquetipo en algunos casos. Este arrojado clérigo, además de daños morales que poco podían resultar edificantes a sus feligreses, no respetó los usos y derechos comunitarios vigentes en el seno de su entorno social, puesto que protagonizó cercamientos y apropiaciones de diversas tierras comunales y practicó talas masivas de árbolessin otra licencia que la que le pudiera dispensar su propio interés. Para ello incluso recurrió a espacios comunales que estaban “anejos a lugares santos”.

Era tenido por sus parroquianos como un “usurpador” de servidumbres y derechos comunitarios, provocador de daños en las haciendas de sus vecinos, agresor, bebedor, “quimerista” e intimidador, protagonista de “excesos” e “incontinencias” con sus criadas(11).Las dificultades para la demostración de algunas de las prácticas que se achacaban a este clérigo, además de la capacidad de imposición con que contaba sobre sus vecinos y el estatuto que le otorgaba su condición eclesiástica y la posición social derivada de su capacidad para enquistarse entre los considerados “poderosos” locales, dotaba a este hombre de márgenes muy amplios para conducirse de forma que usurpaba derechos comunitarios y rebasaba las tolerancias morales de sus propios feligreses, lo que no impedía, sin embargo, su etiquetamiento como “mal vecino”, “poco fiel” y “usurpador”, algo que quedó patente en la documentación judicial suscitada para sopesar las acusaciones vertidas contra él por sus vecinos.

Los varios juicios criminales que fueron conocidos por la justicia de primera instancia del valle de la España cantábrica en donde vivió este hombre, y que fueron motivados por sus “excesos”, no contribuyeron a que él relajara su temperamento, variara de actitudes o abandonara sus inclinaciones tan desmesuradas pues no era él, como aforado, sino su amante, quien se colocaba en el punto de mira del juez y de la justicia. Situaciones de este tipo desencadenaban a veces, no obstante, agrias protestas de los vecinos y éstas afloraban ocasionalmente de forma muy abrupta, asumiendo rasgos propios de una gran cencerrada que se podía incluso continuar durante días y semanas, incluso durante años, aprovechándose entonces cualquier fiesta o pretexto para crear “alboroto” y “matraca” en las casas de estos contumaces hombres que rebasaban los límites de la tolerancia moral que la comunidad campesina definía cada vez que los lances de la convivencia cotidiana la ponían a prueba.

Conclusiones

Los límites que separaban los comportamientos tolerados e intolerables en las sociedades rurales del Antiguo Régimen eran difusos y cambiantes, además de sutiles, de manera que no todos los vecinos envueltos en alguna situación del tipo de las descritas, ni mucho menos, sufrieron una cencerrada en sus carnes. En general, lo que era permisible para unos no lo era para otros y lo que se transigía en el siglo XVI pudo tolerarse menos en el XVII y aún menos en el XVIII, llegando a ser intolerable en el XIX. El componente personal, el carácter, la integración o falta de ella en la comunidad, la buena o mala vecindad eran aspectos fundamentales para explicar la irrupción de formas disciplinarias en la vida cotidiana de las comunidades rurales pues estos factores podían propiciar o, por el contrario, evitar que se produjera una cencerrada, ya que todo ello acomodaba cada caso concreto a la cultura moral campesina vigente en cada momento.

Las cencerradas y otros estrépitos y alborotos motivados con ocasión del amancebamiento de algunos clérigos ofrecen también buenos ejemplos sobre esta cambiante y caprichosa moral popular. No se permitían ya esas licencias, por ejemplo, al párroco ruilobano que sufrió durante meses,en 1842, las canciones y coplas satíricas de sus feligreses en cualquier escenario público de los términos del valle denunciando los amoríos del clérigo con su criada, aunque estos supuestos amores clandestinos no llegaron a quedar demostrados judicialmente en ningún momento. Otras formas de protesta contra las actitudes consideradas poco éticas por parte de los clérigos licenciosos, prepotentes, poco “fieles” para con sus vecinos u otros “usurpadores” locales fueron objeto igualmente de acciones disciplinarias impulsadas desde entornos muy distintos, generalmente desde las instituciones. A pesar de que los predecesores de Don José en las parroquias de la región, valle y la propia de Ruiloba parecían disculpar las actitudes de este decimonónico cura rural. Seguía una larga tradición de clérigos amancebados que hundía sus raíces profundamente en el Siglo de las Luces.

Esto pudiera haber servido para que élmantuviera sus amoríos sin trastorno, lo cierto es que si bien sus antecesores no habían encontrado tantos problemas, ni tanta controversia, como él; sin embargo, cuando Don Joséfue nombrado titular de la parroquia en el mencionado año, ante los rumores y alborotos de los vecinos, el corregidor ya dispuso que una guarnición militar acudiera para evitar posibles excesos de los ruilobanos y, así, lograr que el clérigo tomase posesión de sus funciones en la parroquia. Esta prevención no evitó el amotinamiento de la feligresía, que recibió en bloque, en campo abierto, al nuevo pastor de almas, acompañando su entrada en Ruiloba con una sinfonía de relinchos, dicterios y griterío. Tampoco las prevenciones evitaron la proliferación de muchas coplas y pasquines que circularon meses después de que el párroco tomara posesión en el lugar con el tenor, términos y argumentos se han tenido ocasión de disfrutar en las páginas precedentes.

La comunidad vecinal de Ruiloba, al parecer, había llegado a un punto de saturación en la tolerancia hacia los amancebamientos y otros “excesos” protagonizados por clérigos locales. Para que esto ocurriera, sin embargo, habían pasado varios siglos de permisividad y también, más inmediatamente, los momentos de tensión social y política causados por la invasión militar francesa y las convulsiones posteriores a la Guerra de la Independencia en el marco de los problemas de configuración estatal que acompañarían luego a todo el siglo XIX español.

En todo caso, teniendo en cuenta la información que en estas páginas ha sido analizada considerando sus respectivos contextos y encuadres específicos, puede concluirse que el proceso de sozialdisziplinierung y las formas de disciplinamiento social no fueron únicamente proyectadas desde las élites y las instituciones sobre las clases populares y el conjunto de las sociedades tradicionales en los siglos de la Edad Moderna. La cultura campesina no sólo acuñó empíricamente formas de moralidad específicas, sino que también las dotó de valores legitimadores y de flexibilidad y dinamismo, lo que facilitaba adaptaciones en cada contexto, caso y circunstancia. Esto permite explicar la vigencia en el tiempo de las cencerradas y la de otros rituales y prácticas disciplinarias que se amparaban en una cultura moral plebeya, que afectaba de todo punto a la sociabilidad y a la vida cotidiana, así como también al curso y avance de la construcción de los Estados, en diálogo constante con la sociedad, en toda su complejidad.

Contemplados dentro de estos marcos, los rituales disciplinarios más o menos espontáneos o formalizados, como las cencerradas, no sólo demuestran la vigencia de instrumentos de control social endógenos muy vivos en las sociedades rurales del Antiguo Régimen, sino también del papel activo de éstas en los procesos de construcción histórica de cultura moral y de diálogo con los proyectos disciplinarios que se gestaban en entornos elitistas, urbanos y gubernamentales. La historia del disciplinamiento social ofrece muchos y más fértiles campos de indagación que lo que tradicionalmente se ha venido mostrando cuando se enfatizan perspectivas unilaterales del fenómeno; aquellas que focalizan la atención únicamente en los proyectos gestados desde arriba y ocluyen la voz de la gente común.

La aquí mostrada vitalidad en el tiempo de cencerradas y alborotos ofrece una palpable prueba del protagonismo de las clases populares para formular y proyectar formas de disciplina específicas que hacen comprensible la evolución histórica de la cultura moral en las sociedades tradicionales. Los lenguajes gestuales y simbólicos, la murmuración, injuria e infamia ofrecen otros muchos escenarios para explicar de forma compleja el disciplinamiento social en las sociedades del pasado y del presente.

El 13 de mayo de 1985 el diario español El País publicó que 15 jóvenes de la localidad asturiana de Sariego, en Siero, habían sido juzgados por hacer cencerrada a una viuda de su vecindad que contraía segundas nupcias. Fueron acusados de “realizar estruendos, con cencerros, dos noches por semana, ante la casa de la viuda, desde finales del pasado mes de enero”. Eran ya más de cuatro meses de “matraca” y el fiscal ya pidió una multa simbólica para cada uno de los implicados, por “falta continuada al orden público”. Evidentemente, ni sobre la historia que aquí se analiza ni sobre el problema de fondo, el de la definición de la moralidad y orden público, se ha dicho aún la última palabra.

 

(*)Tomás A. Mantecón es autor de Contrarreforma y religiosidad popular en Cantabria (1990), Conflictividad y disciplinamiento social en la Cantabria rural del Antiguo Régimen (1997), La muerte de Antonia Isabel Sánchez (1998) y España en tiempos de Ilustración (2013), además de editor y autor de Furor et rabies. Violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna (2002), Bajtín y la historia de la cultura popular (2008) y ha participado en Pardon in Anthropology and History (1999), Crimes, Punishment and Reform in Europe (2003); History of Social Control (vol. 1. 2004); Conflicto, violencia y criminalidad en Europa y América (2004); L’erreur judiciaire. De Jeanne d’Arc à Roland Agret (2004), Villes atlantiques dans l’Europe occidentale du Moyen Âge au XXe siècle (2006) o Histoire de l’homicide en Europe (2009).

Notas

(1) Esta investigación forma parte del proyecto ‘Policia’ e identidades urbanas en la España Moderna con referencia HAR2009-13508-C02-01, financiado por el Gobierno de España.

(2) Archivo Histórico Provincial de Cantabria (AHPC), Cayón, leg. 81, doc. 31, s.f. y AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 84, doc. 5, s.f.

(3) AHPC, Cayón, leg. 77, doc. 8 s.f. y leg. 79, doc. 12, s.f.

(4) AHPC, Cayón, leg. 75, doc. 8, s.f.

(5) AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 84, doc. 2, s. f.

(6) Archivo Diocesano de Burgos (ADB), Armario 3.2.6. Visitas Pastorales.

(7) AHPC, Alfoz de Lloredo, leg. 88, doc. 26, ff. 2 vº-4.

(8) AHPC, Cayón, leg. 75, doc. 6, ff. 6, 31-35 vº, 117 vº, 126 vº, 131-137 vº.

(9) Sobre este caso, recogiendo incluso las coplas y canciones que se espetaban al clérigo y a su amante, ver Mantecón (1997, 351).

(10) AHPC, Laredo, leg. 40, doc. 14, s.f.

(11) Cf. n. 8.

Bibliografía

Arcangeli, A. (2008). El carnaval, la risa y la cultura festiva en el Renacimiento. En Mantecón, T.A. (ed.). Bajtín y la historia de la cultura popular (pp. 131-144). Santander: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria.

Bajtin, M. (1974).La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Barcelona: Barral (1ª ed. 1965).

Barral, M.E. (2009). Los párrocos como mediadores en las fronteras del mundo colonial. Buenos Aires rural en el siglo XVIII. En Barriera, D. (Comp.). Justicias y fronteras. Estudios sobre historia de la justicia en el Río de la Plata. Siglos XVI-XIX (pp. 65-88). Murcia: Editum.

Barriera, D.G. (2011). El alcalde, el cura, el capitán y la Tucumanesa. Culturas y prácticas de la autoridad den el Rosario, 1810-1811. En el libro Autoridades y prácticas judiciales en el Antiguo Régimen. Problemas jurisdiccionales en el Río de la Lplata, Córdoba, Tucumán, Cuyo y Chile (pp. 221-262). Rosario: Prohistoria.

Burke, P. (1978). Popular culture in early modern Europe. New York: New York University Press.

Candau Chacón, M.L. (1994).El clero de Sevilla en el siglo XVIII. Sevilla: Caja Rural de Sevilla.

Capp, B. (1999). The doublé standard revisited: plebeian women and male sexual reputation in early modern England. Past and Present. 162, pp. 70-100.

Capp, B. (2004). When gossips meet. Women, the family and nighbourhood in Early modern England. Oxford: OUP.

Caro Baroja, J. (1980). Temas castizos. Madrid: Ediciones Istmo.

Caro Baroja, J. (1980a). El charivari en España (vida y muerte de la cencerrada). Historia 16. 47 (marzo de 1980), pp. 54-70.

Cassar, C. (2004). Honor y vergüenza en el Mediterráneo. Barcelona: CIDOB edicions.

Davis, N. (1993).Las razones del mal gobierno. En su obra Sociedad y cultura en la Francia Moderna (pp. 83-112).Barcelona: Crítica (1ª ed. 1972).

Davis, N. (1993a). Cencerrada, honor y comunidad en Lyon y Ginebra enel siglo XVII. En su obra Sociedad y cultura en la Francia Moderna (pp. 113-132).Barcelona: Crítica (1ª ed. 1981).

Diccionario de Autoridades (1732). Diccionario de la lengua castellana en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua. Madrid: Real Academia Española (editado entre 1726 y 1739. 1732 se corresponde con el tomo referido a los vocablos consultados).

Duque Alemañ, M. del M. (2004). El ciclo de la vida: ritos y costumbres de los alicantinos de antaño. Alicante: Editorial Club Universitario.

Fernández Pérez, P. (1997). El rostro familiar de la metrópoli: redes de parentesco y lazos mercantiles, Madrid: Siglo XXI.

Gowing, L. (1993). Gender and the language of insult in early modern London.History Workshop Journal. 35, pp. 1-21.

Gómez Bravo, G. (2005). Crimen y castigo: cárceles, justicia y violencia en la España del siglo XIX. Madrid: Catarata.

Henningsen, G. (1983).El abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición española. Madrid: Alianza (1ª ed. 1980).

Hufton, O. (1995). The prospect before her. A history of women in Western Europe, 1500-1800. Londres: Fontana Press.

Ingram, M. (1984). Ridings, rough music and reform of popular culture in early modern England. Past and Present. 105, pp. 79-113.

Ingram, M. (1999). History of sin or history of crime? The regulation of personal morality in England, 1450-1750. En H. Schilling (Ed.). Institutionen, instrumente und akteure sozialer kontrolle und disziplinierung im frühneuzeitlichenEuropa (pp. 87-104). Frankfurt: Vittorio Klostermann.

Le Roy Ladurie, E. (1981). Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1324. Madrid: Taurus (1ª ed. 1975).

López Linage, J. (1978).Antropología de la ferocidad cotidiana: supervivencia y trabajo en una comunidad cántabra. Madrid: Servicio de Publicaciones Agrarias del Ministerio de Agricultura.

Lorenzo Pinar, F.J. (2008). Universos festivos y cultura popular en la Castilla Moderna. En Mantecón, T.A. (ed.). Bajtín y la historia de la cultura popular (pp. 131-144). Santander: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria.

Lucea Ayala, V. (2009). El pueblo en movimiento: protesta social en Aragón (1885-1917). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.

Mantecón, T.A. (1996). La capacidad del clero secular para apaciguar las disputas entre los campesinos montañeses del siglo XVIII. En Martínez, E. & Suárez, V. (Eds.). Iglesia y sociedad(pp. 149-156).Las Palmas: Servicio de Publiaciones de la Universidad de Las Palmas-Asociación Española de Historia Moderna.

Mantecón, T.A. (1997). Conflictividad y disciplinamiento social en la Cantabria rural del Antiguo Régimen. Santander: Servicio de publicaciones de la Universidad de Cantabria-Fundación Botín.

Mantecón, T.A. (1998). La muerte de Antonia Isabel Sánchez. Tiranía y escándalo en una sociedad rural del Norte de España en el Antiguo Régimen. Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos.

Mantecón, T.A. (1999). Honour and everyday life in the Spanish Old Regime. En H. Schilling (Ed.). Institutionen, instrumente und akteure sozialer kontrolle und disziplinierung im frühneuzeitlichenEuropa(pp. 203-223). Frankfurt: Klostermann.

Mantecón, T.A. (2011-2012). El honor mediterráneo desde la España Moderna: ¿un traje nuevo del emperador?.Cuadernos de Historia de España, 85, pp. 435-458.

Mantecón, T.A. (2007). Indianos, infanzones y campesinos en la Cantabria Moderna: mecenazgo y estrategias familiares. En Sazatornil, L. (coord..), Arte y mecenazgo indiano: del Cantábrico al Caribe. Gijón: Trea.

Mantecón, T.A. (2010). Formas de disciplinamiento social, perspectivas históricas. Revista de Historia Social y de las Mentalidades. Vol. 14, nº 2, pp. 265-298.

Muchembled, R. (1994). Société, cultures et mentalités dans la France moderne, XVIe-XVIIe siècle. París: Armand Colin.

Muñoz López, P. (2001). Sangre, amor e interés: la familia en la España de la Restauración. Madrid: Marcial Pons, Ediciones de Historia.

Puigvert i Solà, J. (2001).Esglesia, territorio i sociabilitat (s. XVII-XIX). Vic: Eumo.

Ruiz Astiz, J. (2011). El papel de la juventud en los desórdenes públicos en la Navarra de la Edad Moderna (1512-1808). Manuscrits. 29. pp. 117-136.

Sabean, D.W. (1996). Power in the blood. Popular culture and villaje discourse in Early modern Germany. Cambridge: Cambridge University Press (1ª ed. 1984).

Schilling, H. (1999). Profil und Perspektiven einer interdisziplinären und komparatistischen Disziplinierungsforschung jenseits einer Dichotomie von Gesellschafts- un Kulturgeschichte. En H. Schilling (Ed.). Institutionen, instrumente und akteure sozialer kontrolle und disziplinierung im frühneuzeitlichenEuropa (pp. 3-36). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann. Hay una versión en castellano posterior, revisada por el autor –El disciplinamiento social en la Edad Moderna: propuesta de indagación interdisciplinar y comparativa. En Fortea, J.I., Gelabert, J.E. & Mantecón, T.A. (Eds.). Furor et rabies. Violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna (pp. 17-46). Santander: Servicio de publicaciones de la Universidad de Cantabria-Biblioteca Valenciana-Gobierno de Cantabria. 2002-

Testón, I. (1985). Amor, sexo y matrimonio en Extremadura. Badajoz: Universitas Editorial.

Thompson, E.P. (1992). La cencerrada. En su obra Costumbres en común (pp. 520-594). Madrid: Alianza Editorial (1ª ed. 1972).

Undurraga, V. (2013). Los rostros del honor. Normas culturales y estrategias de promoción social en el Chile colonial, siglo XVIII. Santiago de Chile: Dibam.

Usunáriz, J.M. (2006). El lenguaje de la cencerrada: burla, violencia y control de la comunidad. En García Bourrellier, R./Usunáriz Garayoa, J.M. (eds.), Aportaciones a la historia social del lenguaje: España, siglos XIV-XVIII.Madrid: Iberoamericana-Vervuert, pp. 235-260.

Weber, M. (1979). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica (1ª ed. 1922).

Fecha de recibido: 3 de agosto de 2013
Fecha de aceptado: 24 de noviembre de 2013
Fecha de publicado: 20 de diciembre de 2013

Esta obra está bajo licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 Argentina