Mundo Agrario , vol. 14, nº 27, diciembre 2013. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

DOSSIER

Ciudad y campo americanos vistos desde el Consejo de Indias en Madrid (1570-1650)

Americans city and countryside seen from the Council of the Indies in Madrid (1570-1650)

Guillaume Gaudin (*)

Universidad de Toulouse (Francia)
guillaume.gaudin@univ-tlse2.fr

Resumen
¿Cómo consideraba la administración madrileña, es decir el Consejo de Indias, los espacios urbanos y rurales en América? A partir de fuentes clásicas (las Ordenanzas de 1573 y las Relaciones geográficas de 1577) e inéditas (la obra y los papeles del oficial del Consejo de Indias, Juan Díez de la Calle), entendemos la importancia de la ciudad como lugar de dominación sobre el campo y de implantación del poder real gracias a la presencia de los representantes de la Corona designados en Madrid. La ciudad, con sus oficiales y sus eclesiásticos, es fuente de obsesión, mientras que el campo, en un segundo plano, es visto simplemente como fuente de recursos.

Palabras clave: campo, ciudad, representaciones, Consejo de Indias, América española.

Abstract
How Madrid administration, i.e. the Council of the Indies, considered urban and rural areas in America? From classical sources (the Ordenanzas of 1573 and Relaciones geográficas of 1577) and unpublished (the work and papers of the clerk of the Council of the Indies, Juan Díez de la Calle), we understand the importance of the city as a place of dominance over the countryside and implementation of royal power thanks to the presence of the representatives of the Crown nominated in Madrid. The city, with its officers and priests, obsesses while the field in the background is only seen as a resource.

Keywords: countryside, city, representations, Council of the Indies, Spanish America.

El día de hoy vemos muchos hombres que han hecho viaje de Lisboa a Goa, y de Sevilla a México y Panamá, y en este otro mar del Sur, hasta la China y hasta el Estrecho de Magallanes; y esto con tanta facilidad como se va el labrador de su aldea a la villa.”

José de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias, Madrid, Dastin 2002 [1590], p. 101.

Las definiciones de los términos clave del presente dossier figuran en el Tesoro de la lengua castellana (1611) de Covarrubias y no extrañan al hombre del siglo XXI: “Campo: un espacio grande de tierra llana, por ser capaz para recibir en sí animales, gente, labranza y cualquier otra cosa”; “Ciudad: multitud de hombres ciudadanos, que se ha congregado a vivir en un mismo lugar, debajo de unas leyes y un gobierno. Ciudad se toma algunas veces por los edificios; y respóndele en latín urbs”. Las referencias a la civitas romana y a la organización espacial de las sociedades mediterráneas sobresalen en esas definiciones: el campo es el espacio de producción y de trabajo mientras que la ciudad es el lugar de las concentraciones, tanto de población como de poder político y de edificios. En las definiciones, los dos espacios no parecen articulados aunque la “ciudad” conlleva más prestigio e importancia. Desde la Hispania romana hasta el presente, la ciudad es fundamental en la civilización hispánica: ya en el siglo VII, para Isidoro de Sevilla “Civitas es una multitud de hombres unidos por vínculos de sociedad, y se llama ciudad civitas a civibus, esto es, de los moradores de la urbe”; por consecuencia, los que no viven en la ciudad, los campesinos, no son seres civilizados (Rucquoi, 2002, p. 55; Cervera Vera, 1994). La Reconquista acentuó aquella concepción del espacio porque el avance se hizo mediante las fundaciones de ciudades por parte de los reyes cristianos a través de actos políticos y jurídicos, los fueros. Además, como menciona Isidoro de Sevilla, la presencia de representantes del poder es fundamental en la definición de la ciudad: “hay municipio cuando, permaneciendo el estado de ciudad, se impetra del príncipe algún derecho de oficio o cargo mayor o menor”. La conquista de América persiguió este movimiento y esta representación (Díaz Ceballos, 2010). Debemos añadir que los conquistadores llegaron a territorios donde el poder se organizaba también alrededor de ciudades, especialmente en los altiplanos mexicanos y peruanos. El resultado fue que, por un lado, “la ciudad en las Indias fue la compañera del imperio” y por otro, “la pedagogía urbana contribuyó a hispanizar el campo y el tejido de las ciudades jerarquizó y colonizó el espacio” (Mazín, 2006). En efecto, diez siglos después de Isidoro de Sevilla, Juan Solórzano Pereira recordaba, en su Política Indiana (1647) (1), el papel civilizador de la conquista insistiendo en las virtudes de la polis; hay que destacar también que no olvida la vertiente más rural de la civilización: “la verdadera agricultura”, es decir la del trigo:

Pues demás de la luz de la Fe, que dimos a sus habitadores, de que luego diré, y les habemos puesto en vida sociable, y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas, sus costumbres ferinas, y comunicándoles tantas cosas, tan provechosas, y necesarias como se les han llevado de nuestro Orbe, y enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer, y escribir, y otras muchas artes, de que antes totalmente estaban ajenos (Solórzano Pereira, 1776).

La expansión hispánica en América se hizo fundando núcleos urbanos. Este proceso fue extenso y rápido, hasta tal punto que alrededor de 1600 la mayor parte del proceso de fundaciones urbanas estaba acabado. El cronista de Indias, Juan López de Velasco, contaba 191 localidades en los años 1570, mientras que en 1630, el carmelita Antonio Vázquez de Espinosa anotaba 331 centros urbanos (Hardoy, Aranovich, 1970). Al “mundo rural” corresponden los territorios que rodeaban los núcleos urbanos, las poblaciones de indios (resultado de la política de repartimientos) por un lado, y las haciendas que reemplazaron poco a poco las encomiendas, por otro. Ahora bien, a esa imagen de un mundo rápidamente urbanizado y dominado debemos oponer dos realidades importantes: en primer lugar, sólo el 5-10% de la población americana vivía en ciudades; en segundo lugar, la mayor parte del espacio hispano-americano se quedó vacío o incontrolado durante siglos: las inmensas regiones de frontera (norte novohispano, Amazonia, sur de Chile), los centros de resistencia indígena, los espacios desérticos o poco accesibles... Además, ¿cuántos ejemplos tenemos de ciudades fantasma o desplazadas? (Hardoy, 1989; Musset, 2002). Por todo ello, en los viajeros y hombres de la época sobresale el sentimiento compartido de moverse en un “océano poblado de archipiélagos”. El choque demográfico, el sistema de repartimiento, el éxodo rural... forman parte de las complejas realidades americanas.

Si todavía geógrafos y estadísticos siguen discutiendo y adaptando las nociones de urbano y rural, ¿cómo pueden definir historiadores la distinción entre ciudad y campo para la época moderna? Para Paul Singer, “el criterio formal debe ser substituido por una noción más amplia y multiforme, simultáneamente política y económica, partiendo de una división de poderes y actividades entre núcleo urbano y zona rural” (Singer, 1975). Sin embargo, para Francisco de Solano “lo que diferencia la urbe de la no urbe es lo económico, que es el consumo por un lado, la producción y el intercambio y las actividades de transformaciones, con la incidencia del sector secundario por otro” (De Solano, 1975). Las realidades del terreno y la acción de los criollos no fueron totalmente opuestas a la Corona, puesto que las ciudades constituían el punto de encuentro de todas las ambiciones coloniales: “[las ciudades] constituyen la articulación entre los flujos regionales a menudo imperceptibles y la gran circulación supra-regional, que sea pre-nacional, nacional o imperial” (Calvo, 1994). Las ciudades organizaban el territorio política y económicamente en varias escalas.

En este trabajo propongo reflexionar en torno a las representaciones del campo y de la ciudad según las entendían las autoridades reales de Madrid, en concreto, los miembros del Consejo de Indias; aquella institución real compuesta de un presidente y doce consejeros estaba encargada del supremo control político, judiciario y eclesiástico sobre las Indias Occidentales. La historia del derecho indiano ha aclarado perfectamente el mecanismo de las instituciones indianas, incluyendo el Consejo de Indias, y la producción de la ley positiva (Schäfer, 2003; Sánchez Bella et al., 1992), pero desde nuestro punto de vista hace falta proseguir el análisis en términos de historia cultural y de las representaciones. En este sentido, para Pedro Antonio Vives, “el desarrollo (...) de un siglo de disposiciones aisladas (...) generó una idea de la ciudad desde la metrópoli, basada primordialmente en la adaptación de la estructura a las necesidades del imperio” (Vives, 1986). En principio, al igual que en Europa, los dos espacios estaban integrados: la ciudad dominando políticamente el campo, el campo abasteciendo la ciudad. Desde Madrid, fue precisamente la presencia de oficiales reales lo que determinó la integración del Imperio. Así, el alcalde o el corregidor, junto al cura, marcaban con su presencia el hecho urbano, sin que en realidad la sede del corregimiento tuviera ninguna correspondencia con los criterios de monumentalidad y de concentración demográfica de la ciudad: “Las ciudades, villas y lugares fundados con la autorización regia, suponían la asignación de un territorio a cada uno de ellos bajo las diferentes autoridades nombradas por la Corona (...). Al frente del territorio o jurisdicción de una ciudad, generalmente, se encontraba un corregidor” (Del Vas Mingo, 1999). Por ejemplo, el alcalde mayor de San Ildefonso de Villa Alta (Nueva España), estudiado por Thomas Calvo, residía en un lugar poblado de algunas decenas de españoles, pero gobernaba a finales del siglo XVII a cerca de 36.000 habitantes sobre una superficie de 11.000 km2 (Calvo, 2010). El ilustre letrado Juan Solórzano Pereira recuerda también la importancia de la gracia real: “otra de las mayores y más conocidas Regalías de los Reyes consiste en la creación, y provisión de los Oficiales, y Magistrados, y demás Ministros, que juzgan ser necesarios para el buen gobierno de sus Estados, y expedición de los muchos, y varios negocios, que en ellos se suelen ofrecer (...)” (Solórzano Pereira, 1739, p. 485). Por otro lado, las listas de oficios formadas en el Consejo de Indias en la primera mitad del siglo XVII muestran una gran diversidad de alcaldías y corregimientos, tanto por el tamaño de los núcleos urbanos como por la extensión de su territorio. ¿Cómo se articulan esos espacios urbanos y rurales desde el punto de vista del Consejo de Indias, sabiendo que los dos elementos están en el corazón de la política regia? Dos elementos fundamentales en este análisis son el nombramiento y el control de los oficiales reales que residían en las ciudades, y la explotación y tasación de los “frutos de la tierra” americana (en primer lugar, metales preciosos).

Para proponer respuestas a estas cuestiones, me sustentaré en tres tipos de fuentes: por una parte, las disposiciones legales y principalmente las Ordenanzas hechas para los nuevos descubrimientos, conquistas y pacificaciones de 1573, cuyos autores fueron el presidente del Consejo de Indias, Juan de Ovando (ca. 1515-1575), y su cronista-cosmógrafo, Juan López de Velasco (ca. 1530-1598). Este ultimo tuvo un papel muy importante en la formación de una representación clara y actualizada de la geografía y la implantación española en las Indias: con su Geografía y descripción universal de las Indias (1574) proporcionó un instrumento de gobierno de gran calidad, que era todavía utilizado por los oficiales del Consejo en el siglo XVII. Fue un personaje ineludible en el gobierno de las Indias por su conocimiento sobre las Indias y sobre legislación. Por otra parte, el segundo tipo de fuentes son las Relaciones geográficas, esto es, los cuestionarios enviados a las autoridades americanas para recoger datos precisos sobre los territorios, durante los reinos de Felipe II (1577) y de Felipe IV (1635 y 1648); por medio de la comparación de dichos documentos, que cuentan con 50 años de distancia entre sí, intentaré comprender las evoluciones o las continuidades en las representaciones que ofrecen. Por fin, en último lugar, estudiaré las descripciones y los memoriales escritos por miembros del Consejo de Indias o por personas cercanas sobre el gobierno de las Indias; en particular, las Noticias Sacras y Reales escritas y parcialmente publicadas por Juan Díez de la Calle (1598-1662), oficial de la Secretaría de la Nueva España del Consejo de Indias. Díez de la Calle permaneció 38 años en el Consejo manejando los papeles, conocía perfectamente los cedularios, los diferentes documentos y formularios utilizados por el Consejo y todo lo relacionado con el correo. En la medida en que recibía las relaciones de méritos y preparaba las consultas de nominación para el Consejo o la Cámara de Indias, jugaba un papel importante (aunque no decisivo) en los procedimientos de nombramientos de oficiales y eclesiásticos en América (García-Gallo, 1973).

En resumen, en este estudio quiero considerar la manera en la que el Consejo de Indias (es decir, el poder metropolitano) consideraba las ciudades americanas y su entorno rural en el siglo XVII, cuando el proceso de urbanización y de colonización estaba ya muy avanzado. ¿Cómo aparece la ciudad en la documentación de la institución madrileña, definida como el lugar del poder real hispánico? ¿Cómo el espacio rural, y en particular su producción, contribuye a la imagen de un mundo prolífico y providencial?

Lo rural y lo urbano en el Consejo de Indias de los años 1570

Leyes y decretos reales forman una documentación fría, muchas veces criticada por su alejamiento de la realidad. No obstante, forman un programa ambicioso y, dado su carácter general, reflejan la capacidad de flexibilidad y adaptabilidad de la Corona. Algunas disposiciones específicas, sobre todo los cedularios, muestran que el Consejo de Indias tenía perfecto conocimiento de los problemas, incluso locales, del Nuevo Mundo. Con las Relaciones geográficas nos damos cuenta de los esforzados intentos de control de la Corona y de su sed de conocimiento de cada rincón del Imperio. Desde nuestro punto de vista, las Relaciones geográficas permiten entender mejor las concepciones y las preocupaciones sobre la ciudad y el campo que se planteaban desde Madrid.

Las Ordenanzas de 1573, incluidas en la Recopilación de las Leyes de Indias (1680), constituyen un impresionante documento político-jurídico que propone un balance de 80 años de colonización y nuevas perspectivas para acabar con la fase de la conquista y abrir una nueva era de “pacificación”, es decir, de establecimiento de un nuevo orden real. La medida más conocida de imponer una forma de cuadrícula a las ciudades hispanoamericanas es la adaptación al Nuevo Mundo del plano del campo militar de Santa Fe durante el asedio de Granada; en concreto, Santo Domingo fue la primera ciudad que siguió el plano hipodámico en 1494. Para los legisladores de 1573, este plano expresaba el ideal renacentista e imperialista romano de orden y medida de la España de la época filipina (tan visible en El Escorial).

La parte central de las Ordenanzas, compuesta de 105 capítulos, trata de los asentamientos y aparece bajo varios títulos de la Recopilación: el título 4 del libro 4 “De las poblaciones”, el título 7 del mismo libro “De la población de las ciudades, villas y pueblos” y el título 12 “De la venta, composición y repartimiento de tierras, solares y aguas”. No hace falta extendernos sobre este documento bien conocido (Del Vas Mingo, 1985); sólo recordaremos sus puntos fundamentales para entender las relaciones ciudad-campo en América según la legislación elaborada en Madrid. En concreto, la ciudad era la sede de las instituciones hispánicas de poder; y el acto de fundación era inmediatamente seguido del nombramiento del gobierno local: “de forma que si hubiere de ser Ciudad Metropolitana, tenga un Juez con titulo de Adelantado, o Alcalde mayor o corregidor, o Alcalde ordinario, (...) dos o tres Oficiales de la Hacienda Real, doce regidores, dos fieles ejecutores, un procurador general (...)” (Recopilación de las Leyes de Indias, 4, 7, 2).

La ciudad estaba poblada por españoles, soldados convertidos en vecinos que trabajaban en el campo. La tierra y la capacidad agrícola son uno de los primeros requisitos de las Ordenanzas para fundar una población con un número mínimo de 30 vecinos: “Que dentro del término, que le fuere señalado, por lo menos tenga treinta vecinos, y cada uno de ellos una casa, diez vacas de vientre, cuatro bueyes, o dos bueyes, y dos novillos, una yegua, una parca de vientre, veinte ovejas de vientre de Castilla, y seis gallinas, y un gallo...” (Rec. 4, 5, 6). Para criar esta verdadera Arca de Noé castellana en América, estaban previstas “cuatro leguas de término y territorio en cuadro” y que “se elija en todo lo posible el más fértil, abundante de pastos, leña, madera, metales, aguas dulces, gente natural...” (Rec. 4, 7, 3). Hay otra ordenanza todavía más precisa para prevenir cualquier equívoco o duda y que da una idea de las ambiciones agrícolas de la Corona para abastecer ciudades y centros mineros:

Declaramos que una peonía es solar de cincuenta pies de ancho, y ciento en largo, cien fanegas de tierra de labor, de trigo, o cebada, diez de maíz, dos huebras de tierra de huerta, y ocho para plantas de otros árboles de secadal, tierra de pasto para diez puercas de vientre, veinte vacas, y cinco yeguas, cien ovejas, y veinte cabras. Una caballería es solar de cien pies de ancho, y doscientos de largo; y de todo lo demás como cinco peonías, que serán quinientas fanegas de labor para pan de trigo, o cebada [...] (Rec., 4, 12, 1)

Varias ordenanzas vuelven a repetir esta fórmula: “se obligará a dar en el Pueblo designado, solares para edificar casas, tierras de pasto, y labor (...)” (Rec., 4, 5, 9). En otra disposición se ordena la división o repartimiento del territorio entre los pobladores, el ejido y las dehesas (Rec., 4, 7, 7 y 14). La organización de la fundación y el doble papel ciudadano y campesino de los pobladores aparece otra vez en la siguiente orden: “Luego que sea hecha la sementera, y acomodado el ganado en tanta cantidad y buena prevención, que con la gracia de Dios nuestro Señor puedan esperar abundancia de bastimentos, comiencen con mucho cuidado y diligencia a fundar y edificar sus casas de buenos cimientos y paredes (...)” (Rec., 4, 7, 15). Frente a estas realidades, las Ordenanzas se repiten tomando un tono más autoritario: “Que dentro de cierto tiempo, y en la pena de esta ley, se edifiquen las casas, y solares, y pueblen las tierras de pasto” (Rec., 4, 12, 3). Otro objetivo buscado por la Corona con los asentamientos es la “civilización y pacificación” de los indígenas, “de forma que cuando los indios las vean, les cause admiración, y entiendan, que los españoles pueblan allí de asiento, y los teman, y respeten, para desear su amistad, y no los ofender” (Rec., 4, 7, 24). La realidad resultante fue diferente cuando, a partir de los años 1550, el repartimiento de tierra estuvo acompañado por el declive de la encomienda y el rechazo del trabajo manual por los españoles, que tuvo como consecuencia el repartimiento de indios como fuente de mano de obra para las haciendas que estaban surgiendo, fenómeno más desarrollado en los Andes con la mita. De acuerdo con el parecer de las órdenes religiosas, y después de 40 años de vacilaciones, la Corona finalmente prohibió el repartimiento en 1632, aunque sin resultados inmediatos (Chevalier, 2006, pp. 78-82). Por ello, en el siglo XVII, varias ordenanzas intentaron proteger a los indios de la expansión de las estancias y haciendas (Rec., 4, 12, 9 y 12) y de otros muchos abusos de los pobladores.

Otro tema de interés para el Consejo de Indias es el de la naturaleza jurídica de la tierra. Ya en 1591, la Corona, siempre a falta de recursos financieros, decidió con un golpe maestro imponer a todos los pobladores que exhibieran sus títulos de propiedad (las Reales cédulas de merced o gracia), afirmando que todas las tierras de las Indias eran regalías (Ots Capdequí, 1993, pp. 34-37) y que era necesario anular las apropiaciones ilegales. En 1647, Juan de Solórzano reafirmaba de manera tajante los derechos de la Corona sobre las tierras americanas:

No es digno de menor consideración otro derecho, que compete y está reservado à los Reyes, y Soberanos Señores por razón de la suprema potestad de sus Reinos, y Señoríos, conviene a saber el de las cierras, campos, montes, pastos, ríos, y aguas publicas de todos ellos. El cual obra, que todas estas cosas en duda, se entienda, y presuma ser suyas, e incorporadas en su Real Corona, por lo cual se llaman de Realengo. Y que por consiguiente, siempre que se ofrecieren pleitos sobre ellas, o parte de ellas, así en posesión, como en propiedad, entren fundando su intención contra cualesquiera personas particulares, que no mostraren in continente títulos, y privilegios legítimos, por donde puedan pertenecerles.(Solórzano Pereira, 1739, p. 480)

De esta manera, la Corona pudo emprender una política de composiciones que consistía en legalizar las ocupaciones de tierras sin título, a cambio del pago de una cantidad de dinero (la composición, Rec. 4, 12, 15). La campaña de composición de tierras ocasionó a los oficiales de la Corona un enorme trabajo de medida, división y amojonamiento, que es una prueba de la capacidad de la Corona de controlar y ordenar el espacio rural americano (Béligand, 2005). Al mismo tiempo, un real decreto organizaba la venta de las tierras vacantes en subastas públicas (Chevalier, 2006, pp. 348-363).

De cualquier forma, las Ordenanzas de 1573 llegaban demasiado tarde para hacer de las Indias Occidentales una colonia ideal (en el sentido del mundo romano) de labradores, que trabajaban de día en los campos y regresaban por la tarde a los espacios civilizados de la urbe para descansar y mantener su vida social. Más bien, lo que prevaleció fue la preeminencia de la ciudad como espacio de dominación política y social sobre el campo y los indios, además de como lugar de concentración de españoles desde el que la Corona controlaba a los vecinos.

Otra fuente para entender la manera en la que el Consejo de Indias concebía los espacios americanos reside en los cuestionarios dirigidos a las autoridades americanas para ampliar su conocimiento sobre la historia, la geografía, la demografía y la economía de las ciudades y de los pueblos americanos. Este proceder -inédito en la época a tal escala- procedía de una constatación sencilla: “los dirigentes españoles se dieron cuenta que no era posible gobernar sus Estados sin conocerles” (Musset, 2003, p. 136). En efecto, “conocer su estructura era conocer mejor las reglas de dominio del espacio y unas relaciones de producción con el mismo, las reglas de una jerarquía espacial, que una vez aprendidas servirían para modificarlas” (Abellán García, 1988). Los primeros informes datan de 1530 pero el más acabado y estudiado es el de 1577, pensado “para mejor acudir al buen gobierno [de las Indias]” (De Solano, 1988). Hay que tener presente que fueron los mismos eminentes integrantes del Consejo de Indias, Juan de Ovando y Juan López Velasco, quienes prepararon tanto las Ordenanzas de 1573 como el cuestionario de 1577, ya que este último trataba también de medir la aplicación de la Ordenanzas. La encuesta de 1577 se inspira en su gemela ibérica, las Relaciones topográficas de 1575, aunque ésta se preocupaba más sobre el estatuto político-espacial de los territorios descritos: “Si es una ciudad, villa o aldea; y si fuese ciudad o villa, desde qué tiempo acá lo es, y el título que tiene; y si fuese aldea en qué jurisdicción de ciudad o villa cae” (Cuestionarios para la formación de relaciones geográficas de los pueblos de España, 1575, cf. De Solano, 1988).

En el Tesoro de Covarrubias (1611), “aldea” equivale a “población pequeña en tierra de labranza”, pues ya en las Relaciones topográficas de 1575 aparece una distinción entre urbano y rural, con los términos “ciudad y villa” por una parte y “aldea” por otra. En el cuestionario de 1577 para el Nuevo Mundo, a los oficiales reales les tocaba hacer “descripción de esa ciudad donde [residen] y de todos los lugares de su término”; fuera de la sede de la alcaldía, llamada “ciudad”, todo núcleo de población es llamado “pueblo”, con los “pueblos de españoles y de indios”. Por lo tanto, en el caso de las Indias Occidentales, el carácter urbano en 1577 reside en la presencia de la autoridad real a través de su representante. La principal distinción entre espacios rural y urbano se sitúa entre las dos repúblicas, dado que las cuatro primeras preguntas se centran en los “pueblos de españoles” y las cinco siguientes preguntas se ocupan de “pueblos de indios solamente” (11-15). De hecho, para llevar a la práctica la idea de apartar los indios de los españoles se crearon a partir de 1565 distritos indígenas especiales: los corregimientos de indios. Según los españoles, estos cristianos neófitos no estaban preparados ni bastante civilizados para vivir en contacto con ellos. Además, Tamar Herzog explica cómo, desde el siglo XVI, fue desarrollándose un discurso que asimilaba indios con campesinos europeos: ignorancia, paganismo y hasta barbarie eran atributos que caracterizaban esas poblaciones, especialmente para los misioneros: “the comparison between peasants and Indians also sought to justify domination over a rural population that, albeit domestic, was considered alien because it failed to comply with behavioral norms of Christians and civilizad men” (Herzog, 2012, p. 151). Con la propuesta de Herzog nos alejamos de las representaciones propias del Consejo de Indias; sin embargo, conocemos el papel de los misioneros en la política imperial con el Patronato real y la porosidad entre discursos religiosos y políticos.

Lo rural y lo urbano en el Consejo de Indias de los años 1640

Ya en el siglo XVII, cincuenta años más tarde, la fórmula de las Relaciones geográficas estaba de nuevo reactivada en el Consejo de Indias, ahora con la finalidad de escribir una historia de la Iglesia indiana. El resultado fue la edición del cronista de Indias Gil González Dávila de dos Teatros eclesiásticos (1649, 1655). En otro estudio, he mostrado la implicación de Juan Díez de la Calle, oficial de la Secretaría de la Nueva España del Consejo de Indias, en la elaboración del cuestionario que sirvió de sustento para estas obras religiosas y también su activo papel en la definición del espacio indiano desde Madrid, a través de la redacción de sus Noticias Sacras y Reales (Gaudin, 2013). Entre los papeles de Díez de la Calle conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid, se encuentran varias respuestas inéditas remitidas desde las Indias y otros borradores de cuestionarios que suponemos que eran autógrafos de este oficial: en concreto, se enviaron a los cleros americanos dos cédulas de 1635 y 1648, acompañadas de cuestionarios sobre la historia de la Iglesia en América, y conservamos también el borrador de Díez de la Calle titulado “Noticias necesarias para escribir con acierto la Historia sacra y real de las Indias” (2) (BNM, Ms 3048, f.85R.-87V.). Este último informe, a pesar de que nunca fue finalmente completado, parece el más acabado por la amplitud de los temas abordados, que superan la hagiografía episcopal y reflejan las preocupaciones del oficial. Las problemáticas que interesaban a Díez de la Calle se pueden agrupar en los siguientes campos temáticos:

  1. Geografía física: preguntas 8 y 16 (lagunas y volcanes).

  2. Geografía política: preguntas 1 (ciudades, aldeas, lugares) y 4 (jurisdicción de cada población).
  3. Geografía religiosa: preguntas 14 (altares), 17 (iglesias, advocaciones, fundadores, rentas), 18 (conventos), 20/22 (universidades, cátedras y salarios), 21 (monasterios de religiosas), 23 (colegios y hospitales) y 36 (extensión de las Audiencias, Arzobispados y Obispados, número de iglesias, feligreses, ermitas y oratorios).
  4. Recursos humanos: preguntas 2 (oficios proveídos por el virrey, los presidentes, gobernadores, obispos, ciudades con sus salarios y emolumentos y modos de pago), 3 (encomiendas, número de tributarios), 4 (número de oficios vendibles y renunciables, con su valor), 14 (privilegios reales), 19 (curas y beneficios, su valor, cuántos son frailes, cuánto da Su Majestad a cada uno) y 34 (canonjía y su valor).
  5. Red urbana, arquitectura y urbanismo: preguntas 1 (distancia entre ciudades), 1 (número de plazas, calles, puertas), 1 (situación y distancia respecto a los ríos y al mar) y 6 (puertos, defensa).
  6. Historia: preguntas 1 (fundadores y títulos de las ciudades con las fechas), 5 (personajes famosos y sus obras impresas o manuscritas), 10 (primeros religiosos y militares naturales del obispado), 12 (conquistadores y conquista), 13 (santos y milagros), 24 (historia de la catedral), 25/26/29/32 (vida de los obispos), 27 (Concilios), 33 (libros y relaciones) y 34 (mártires).
  7. Sociedad: preguntas 3 (población-vecindad, de cada pueblo con la distinción de indios, indias, y niños).
  8. Economía: preguntas 7 (ríos navegables y negocio), 8 (principales frutos de la ciudad y provincia: frutas, árboles, volatería, pescados, hierbas medicinales), 9 (día de mercado), 11 (minas/metales, perlas, ámbar, frutos preciosos) y 16 (animales).

Si comparamos este cuestionario de la década de 1640 con las Relaciones geográficas de 1577, aparecen claras ciertas evoluciones. En 1640, la geografía física está casi ausente: no aparece nada sobre clima, latitudes, relieves, etc. La geografía política sigue siendo rudimentaria y no aparece nada que muestre cierta jerarquía urbana, aparte de la distinción ciudad-villa. Con relación a la geografía religiosa, el cuestionario del siglo de XVII es lógicamente más completo. En él aparece la extensión de las jurisdicciones civiles y eclesiásticas pero el tema más desarrollado es el de los “recursos humanos” en el ámbito eclesiástico: puestos, beneficios, quién les paga, con qué... Por otra parte, dos rúbricas muy completas listan todos los tipos de oficios civiles en las Indias. Excepto las prebendas eclesiásticas, ninguno de estos temas aparecía en 1577. Sobre el mundo urbano, en 1577 el cuestionario insistía más sobre el sitio y la situación de las ciudades y los puertos: por ello, se pedía un plano y dibujo de la ciudad y su entorno. En 1640, continúa la preocupación sobre la ubicación, más centrada incluso en la defensa de los sitios y sobre todo de los puertos. Asimismo, en relación con la historia, en 1640 se abandona la época precolombina para destacar que los españoles, nacidos en la tierra, son quienes proporcionan identidad a la ciudad. Sobre la sociedad, en 1640 se exige un censo de los indios, de las encomiendas (ausentes en 1577) y de los tributos que se recaudan. Por último, sobre economía ambos cuestionarios son precisos y se ocupan de las materias primas minerales así como de vegetales o animales. En cambio, en los años 1640 la agricultura no formaba parte de las preocupaciones de Díez de la Calle, aunque sí alude al comercio.

En esta exposición, queda claro que los diferentes cuestionarios reflejan las preocupaciones dominantes en cada época. Hay que incorporar a este discurso otro cuestionario, muy completo, de 1604, que marcaba una transición entre los anteriores: estuvo impulsado por el presidente del Consejo de Indias, el conde de Lemos (1576-1622) y su cosmógrafo Andrés García de Céspedes (†1611), y permitió sumar una cantidad importante de datos, que fueron luego compilados por el relator del Consejo, Antonio de León Pinelo (ca. 1590-1660), en una Memoria de los papeles que tengo para la Descripción de las Indias. Según Sylvie Vilar, la empresa de 1604 significó un cambio en relación con el siglo XVI, pues trataba más de demografía, producción o intercambios, y dejaba a un lado otras preocupaciones, como “las curiosidades del descubrimiento” (Vilar, 1970). En efecto, el deseo de omnisciencia del siglo XVI disminuyó en el siglo XVII gracias a la existencia de más y mejores instrumentos de conocimientos, desde luego incompletos e inexactos, pero que satisfacían a los miembros del Consejo de Indias: prueba de ello son, por ejemplo, la Descripción que introduce las Décadas del cronista Antonio de Herrera, el Atlas de Joan de Laet o las Tablas cronológicas de Claudio Clemente. Sin embargo, en los años 1640 la prioridad de la Corona era recoger informaciones precisas sobre los “recursos humanos” que se empleaban en América (Ponce Leiva, 1992). La Cámara de Indias refundada el 19 de abril de 1644 consideraba los reinos americanos como un vasto espacio de expresión política gracias al poder del rey de nombramiento de oficiales civiles y eclesiásticos. Tanto la ciudad por un lado, con sus oficiales reales y sus cleros, representantes de la soberanía, la piedad y la gracia real en los territorios alejados de la Península, como las maravillosas riquezas de los frutos de la tierra en los campos americanos, por otro, constituían pruebas de la grandeza de la Monarquía y de la bendición de Dios sobre la empresa española en América. Estas ideas, perspectivas y percepciones del mundo indiano aparecen claramente en las obras de Juan Díez de la Calle.

A pesar de su aspecto esencialmente administrativo y a menudo frío, la obra de Díez de la Calle se inscribe en una corriente en pleno auge durante los siglos XVI y XVII, que exalta la dominación urbana: “une production descriptive composée de récits de voyage, de ‘théâtres’ plus ou moins universels, plus rarement des ‘guides’ et des ‘routes’.” (Duby, Leroy Ladurie, 1981, p. 18). Su Memorial informatorio de 1645 es una lista lacónica de puestos que deja poco sitio al relato y a la descripción; en cambio, desde 1646, en su Memorial y Noticias Sacras y Reales, y aún más en su obra manuscrita, Noticias Sacras y Reales, da más cuerpo a esos espacios urbanos ofreciendo al lector una serie de datos históricos, geográficos, económicos, entre otros, que quedan incorporados junto al inventario de los oficios reales en las Indias.

En consecuencia, en los distintos memoriales de Díez de la Calle, las ciudades aparecen sistemáticamente enumeradas. En un Memorial y compendio breve (1648), el oficial trata de “más de doscientas y veinte Ciudades y Villas, Colonias de españoles (...) y en ellas hay más de 4U800 oficios proveídos por [Su] Majestad” (Díez de la Calle, 1648, f. 14). Díez de la Calle trata en menor medida de las poblaciones, y menos aún si no hay oficiales: “Los pueblos de indios son en gran numero: por no ser el asunto que llevo describirlos y nombrarlos, lo he dejado de hacer.” (Díez de la Calle, 1646, f. 132v.) A propósito de la audiencia de Santo Domingo, que era siempre citada en primer lugar, da los detalles siguientes:

Aunque en el distrito de esta Audiencia ay otras poblaciones, no hago mención de ellas por menor (...) por referirse muy cumplidamente en tantas historias: y no tocar al principal intento que sigo, que es traer a la memoria las más importantes, y algunas de las nuevas: Los presidios, plazas, y oficios que Su Majestad y sus ministros eligen. (Díez de la Calle, 1646, f. 40v.)

Aparte de los cedularios y de los papeles del Consejo de Indias, los espacios y las poblaciones no urbanas desaparecen en general de la descripción de Díez de la Calle. El carácter formal de la existencia o no de la ciudad aparece también cuando Díez de la Calle concreta y detalla, antes del topónimo, la denominación oficial del lugar (al igual que hacía Antonio de Vázquez Espinosa hacia 1630 en su Compendio). Unas denominaciones llevan el título de lugar para identificar a pequeños núcleos poblados por españoles, como Guitlalpa, sede del alcalde mayor cerca de Cholula (Nueva España). En otras provincias de mayoría india, parece difícil admitir la existencia de una implantación española, a pesar de la presencia de un alcalde mayor, como en Gilotepec o Guichiapa cerca de Veracruz (Díez de la Calle, 1646, f. 68-70). En suma, la realidad americana ofrece una gran variedad de implantaciones españolas y de formas de dominación del espacio hispano-urbano sobre los campos poblados de indígenas. Sin embargo, Díez de la Calle da al lector una imagen clara y organizada de los lugares con sus títulos, nombres y listas de puestos y oficios reales. El conjunto que él muestra parece ordenado y claramente hispanizado.

Las características de la ciudad americana se prestan aún más al género de la descripción exaltada y laudatoria de los territorios de la Monarquía Católica. La ciudad americana es abierta y la traza permite su expansión ordenada. Con las mismas pautas, Díez de la Calle utiliza todas las fórmulas que tenía a su alcance para asentar la primacía política de la ciudad y, por consecuencia, del monarca omnipresente: lo hace principalmente a través de la enumeración de los oficiales de la Corona, de listas interminables de virreyes, obispos, universitarios, conventos, milagros, entre otros. Reproduce para las principales ciudades, sedes de audiencias u obispados, las leyes de erección, la relación o crónica de la fundación, las advocaciones presentes, los Escudos de Armas concedidos por el rey, etc. Por otro lado, Díez de la Calle dispone de algunas obras escritas por autores criollos (la mayoría religiosos), los cuales poco a poco muestran un panorama cada vez más exaltado de su cuidad nativa: es el caso del franciscano Buenaventura de Salinas y Córdoba para Lima o del jesuita Alonso de Ovalle para Santiago de Chile (Lavallé, 1995). Recogiendo estos discursos laudatorios, el objetivo de Díez de la Calle era incluir las ciudades del Nuevo Mundo en el espacio imperial mostrando las semejanzas con Europa y haciendo de las diferencias motivos de admiración, incluso de superioridad. A propósito de Lima, Díez de la Calle utiliza la descripción de Fray Buenaventura:

No fue Lima en sus principios grande población como ni lo fueron Milán y Venecia, Sevilla, Nápoles y Lisboa pero valga por uno de los argumentos de la bondad de su sitio y comodidad de su habitación que no solamente no se a disminuido pero siempre se ha ido y va aumentando hasta llegar a levantar cabeza entre las más ilustres ciudades de aquel nuevo mundo y de España no solo por su fundación sino también por su autoridad y nobleza. (BNM, Ms 3024, f. 42)

La monumentalidad de la ciudad es la muestra del triunfo de la dominación española y de la integración del Nuevo Mundo en la civilización europea. Como Buenaventura de Salinas, Díez de la Calle se asombra ante el carácter ordenado, la abundancia de agua, la limpieza y la largueza de las calles: el conjunto se acerca a la perfección. Al final, su descripción de las ciudades utiliza las disposiciones y el campo léxico de las Ordenanzas de 1573 y da la sensación de que las instrucciones reales se encontraban allí perfectamente aplicadas.

Por otro lado, las minas constituyen otro tema de importancia en la representación del oficial madrileño, y por ello les dedica muchas páginas. Las minas forman, con las ciudades, los nodos que construyen la red hispánica en el territorio indiano, como lo demuestra, por ejemplo, una lista de 28 “minas de oro y plata del Perú” (BNM, Ms 3024, f. 139).

Al igual que en las descripciones y corografías europeas, la ciudad ocupa el 90% de la obra de Díez de la Calle mientras que sólo entre el 5 y el 10% de la población americana vivía en las ciudades. En la península ibérica, esos discursos pretendían fijar la dominación urbana sobre los campos mientras que en el Nuevo Mundo se trataba de imponer la dominación de la minoría española sobre las “masas” indígenas en unos espacios inmensos. Por todo ello, los indios aparecen poco en la obra de Díez de la Calle. En México, los indios viven en los arrabales siguiendo sus antiguas costumbres pero de manera cristiana, como si la proximidad con la ciudad bastara para evangelizarlos o civilizarlos: “Son los indios muy devotos, y ajenos de codicia, aficionados a altares y a frecuentar los santos sacramentos y la disciplina la admitieron presto, y usaron con tanto fervor, que sucedió en una procesión cien mil disciplinantes” (BNM, Ms 3023, ff. 120 y 125). Al contrario, en las fronteras los indios son belicosos, por ejemplo en Florida; en el Norte de Nueva España, los chichimecas son la antítesis de los indios dóciles de la urbe: “gente bárbara, belicosa, y guerrera, que vive esparcida por el campo, sin gusto de humanidad ni policía, asisten en los montes y cavernas (...)” (Díez de la Calle, 1646, f.101). Por último, se alude también a la muchedumbre de los indios tributarios, que surgen de manera esporádica en la obra del oficial madrileño: a propósito de los indios de la provincia de la Verapaz, indica que “Su Majestad mandó por su Real cédula de 22 de Septiembre de 1644 el Presidente de Guatemala no envíe a esta Provincia Jueces de Milpas, por los grandes daños, y muchos gastos que hacen a los indios” (Díez de la Calle, 1646, f.126). A lo largo de un párrafo entero se ocupa de la organización política de los indios, centrándose en el Yucatán:

Los pueblos de los Indios de esta Provincia se gobiernan por Caciques (que son Gobernadores con títulos del que lo es por Su Majestad en ella) y por sus Alcaldes Ordinarios, que eligen el día de Año nuevo, Regidores, y Procuradores, y sus fiscales y alguaciles, unos para lo que toca a las cosas de la Iglesia; otros para la ejecución de la justicia.” (Díez de la Calle, 1646, f. 88)

Esta rápida explicación sobre los pueblos de indios permite no eludir completamente la vida política y social de la gran mayoría de los súbditos del rey en el Nuevo Mundo: los indios que vivían fuera de los centros urbanos españoles. La incorporación de las comunidades indígenas en la organización política española –con sus cabildos- matiza la separación entre lo rural y lo urbano: los indios hispanizados en los pueblos integran el mundo civilizado del buen gobierno. Sin embargo, el campo llama la atención de Díez de la Calle por los recursos que provee a los españoles en general y a la Corona en particular.

En efecto, Díez de la Calle provee al lector, de manera más o menos sistemática y detallada, datos sobre los recursos naturales y económicos de los lugares descriptos. Durante la mayor parte del tiempo, enseña las riquezas y la abundancia de los territorios americanos, salvo para raras excepciones; es el caso de Portillo de Carora (Venezuela), “tierra poco habitable por falta de agua, y de temple muy caliente y seco”. En su Memorial y compendio breve de 1648, el Nuevo Mundo aparece como un verdadero “pays de cocagne”: se encuentran pepitas de oro grandes como huevos, perlas, esmeraldas, rubíes, ámbar, añil, almizcle, azúcar, cobre, palo de Campeche, etc. Luego, para cada provincia, Díez de la Calle dedica un párrafo a los recursos locales de la manera siguiente: “Los distritos de estas ciudades son abundantes de ganado mayor, corambre, tabaco, zarzaparrilla, y otros frutos, pescado, frutas gustosas y regaladas” (Díez de la Calle, 1646, f. 33v.). Los frutos de la tierra como regalia tienen lógicamente su sitio en una descripción del poder real en América.

En la rúbrica de los “frutos” aparecen, lógicamente, las actividades agrícolas. El oficial del Consejo de Indias se interesa más por las producciones que por las estructuras territoriales. A partir de las Noticias Sacras y Reales es posible reconstruir el mapa de los grandes tipos de producción de los años cuarenta del siglo XVII: azúcar y cacao en la zona Caribe, cereales en los valles de México y Perú, entre otros. Las producciones comerciales figuran en el cuadro pero sin cuantificaciones exactas. Por ejemplo, “la preponderancia de la ganadería” estudiada por François Chevalier surge claramente en las Noticias de Díez de la Calle: en ellas se trata del pequeño y gran ganado introducido por los españoles en todos los territorios del Nuevo Mundo. En la provincia de Los Charcas abundan ovejas “de lana muy fina” y el valle de Mizque (Bolivia) aloja numerosas haciendas y estancias (BNM, Ms 3024, ff. 248, 285). Las zonas de monocultivo de cereales se encuentran en el Valle de Atlixco (México), donde “se cogen en cada año de 10 000 fanegas arriba y hay más de 1 000 castellanos que entienden en su granjería”, y en la provincia de Xalapa:

Tiene cosechas muy copiosas de trigo, maíz, cebada, y otros granos, así de los que llevaron de España, como de los naturales, y se da dos cosechas a año, una de temporal y otra de trigo. Hay grande abundancia de crianza de todo género de ganados, vacuno, carnero, cabras, y el que llaman de cerda. Cojéese mucha grana y se beneficia alguna seda en la misteca (sic.), y se labra mucho azúcar, y diversos paños, jerguetas, y otras telas, jabón, cordobanes, y todo lo demás necesario para el vio humano (Díez de la Calle, 1646, f. 71).

En Guatemala, “son tan fértiles de trigo, y maíz, que una fanega suele dar 300” y el cacao es “el mejor de todas las Indias” (Díez de la Calle, 1646, f. 132v.). La viticultura está presente en América del Sur en Arequipa o Trujillo. En el distrito de San Clemente Mancera (al sur de Lima), “se coje al año 35U fanegas de trigo y 10U de los demás granos y 200U botijas de vino” (BNM, Ms 3024, f. 107). En el valle de Piura a 120 leguas de Quito, “aunque en esta tierra no llueve sino por maravilla ay Buenos regadíos a donde se da bien el trigo y el maíz y las semillas y frutos de Castilla y tiene muchos ingenios de azúcar y huertas” (BNM, Ms 3024, f. 238).

Otras regiones se dedican más a producciones indígenas, como Michoacán, donde se cultiva “de los que los indios usan”, como maíz, chiles, frijoles, calabacines, etc. (Díez de la Calle, 1646, f. 76v.). En Filipinas, “la planta más provechosa es la palma, de que se sacan muchas cosas (...). Del arroz hacen el pan ordinario que llaman Morisqueta” (Díez de la Calle, 1646, f. 160). También interesan productos exóticos y de exportación, como el azúcar en Santo Domingo, que cuenta 23 ingenios. Las perlas son pescadas en la isla Margarita, donde asimismo hay bezoares. La riqueza de las provincias de Guatemala proviene de 200 talleres de añil. En Filipinas, las especias son muy variadas: clavo, jengibre, canela, nuez moscada, etc.

Es interesante destacar que existe un fuerte contraste entre la relación de riquezas hechas por Díez de la Calle y los testimonios de miseria que aparecen en las cartas que el oficial madrileño recibe de América. En Puerto Rico, el obispo Lobo de Castrillo habla de “la miseria de esta tierra que es notaria porque su riqueza es muy precaria” (BNM, Ms 3000, f. 250v.), mientras que Díez de la Calle relata “mucho azúcar, ganado vacuno, y de cerda en grande abundancia, corambre bueno, terneras, tortugas grandes, carneros, arroz, plátanos (...)” (Díez de la Calle, 1646, f. 21). En una carta dirigida al madrileño, otro obispo de Puerto Rico, López de Haro, afirmaba que “se pasan muchos días y aun se han pasado semanas, después que yo estoy aquí, sin que se haya pesado vaca en la carnicería, ni tocino, ni otro género de carne (...) que, aunque pobremente, la mesa siempre es de obispo”. (López de Haro, D., 2005)

Para concluir, en este trabajo he mostrado que el Consejo de Indias representaba el espacio americano como un espacio principalmente urbano: la ciudad es el bastión de la dominación española sobre territorios inconmensurables, vastos y desconocidos. Desde el punto de vista de las autoridades madrileñas, la ciudad es también el lugar del control y de la representación real: los oficiales reales y los cleros nominados por el rey, después del aviso del Consejo (y de su Cámara a partir de 1644) forman el cuerpo político que unen al rey con sus lejanos súbditos. En este esquema podemos apuntar algunas evoluciones: el ideal de armonía entre campo y ciudad presente en las Ordenanzas de 1573 con el colono-labrador ya parece inalcanzable. Las preocupaciones del siglo XVII reflejan la voluntad de conocimiento y de control de las realidades americanas. El balance de más de un siglo de colonización aparece a través de la famosa empresa de la Recopilación de las leyes de Indias pero también con el trabajo “de hormiga” de un Díez de la Calle que, en su oficina madrileña, pone en un listado el espacio que le toca gobernar cada día. En este espacio, ya lo hemos dicho, la autoridad real parece uniforme gracias a las ciudades que se reparten de manera armoniosa sobre el continente americano y que repiten incansablemente el mismo esquema político: el obispo y los canónigos, por un lado, y los oficios de la ciudad (alcaldes ordinarios, alguacil, etc.) por otro. El “campo” existe únicamente a través de los frutos de la tierra que provee para el sustento de los españoles y el beneficio de la Corona. Leyendo la obra de Díez de la Calle, los dos espacios, el urbano y el rural, no parecen articulados; el campo es tan confuso como la ciudad es detallada.

(*) Doctor de la Universidad de París-Nanterre y Profesor Investigador en la Universidad de Toulouse-2-Le-Mirail. Historiador del mundo hispánico de la época moderna, acaba de publicar un libro sobre las representaciones del espacio americano en el siglo XVII a partir de la biografía de Juan Díez de la Calle, oficial del Consejo de Indias.

Notas

(1) Utilizamos como fuente para los cuestionarios, De Solano, F. (ed.) (1988). Cuestionarios para la formación de las relaciones geográficas de Indias, siglos XVI/XIX. Madrid: CSIC.

(2) Cuestionario de 37 preguntas. Biblioteca Nacional de Madrid (BNM), Ms 3048, f. 85-87v, publicado en (Gaudin, 2013, pp. 345-348).

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Fecha de recibido: 29 de julio de 2013
Fecha de aceptado: 10 de octubre de 2013
Fecha de publicado: 20 de diciembre de 2013

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