Mundo Agrario , vol. 15, nº 29, agosto 2014. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana


ARTICULO/ARTICLE

 

El Conflicto del Campo. Matrices culturales e identificaciones políticas (1)

 

Sebastián Rigotti

Universidad Nacional de Entre Ríos.
Argentina
sebastian.rigotti@fcedu.uner.edu.ar

 

Cita sugerida: Rigotti, S. (2014). El Conflicto del Campo. Matrices culturales e identificaciones políticas. MundoAgrario, vol.15, nº29, agosto 2014. Recuperado de: http://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/view/MAv15n29a05

 

Resumen:
El presente trabajo intenta realizar algunos aportes que puedan contribuir a la comprensión del denominado “Conflicto del Campo” (2008), a partir de visibilizar la relación entre la cultura y la política. Para ello, nos centraremos en presentar el punto de vista teórico desde el que consideramos la mencionada relación, así como parte del tratamiento de los datos empíricos que hemos construido. De esta manera, comenzaremos con un recorrido por los cambios experimentados en el sector agropecuario durante la década del noventa; que nos permitirá conocer cuál es la situación de la estructura social del agro, mientras que luego analizaremos los estudios que otros investigadores han realizado sobre el mencionado Conflicto. A continuación, presentaremos una breve reflexión sobre los supuestos teóricos implicados en el análisis de la estructura social y de los conflictos para dar cuenta de algunas de sus limitaciones. Los últimos apartados del presente texto dan cuenta, en primer lugar, del punto de vista teórico desde el que se intenta construir la relación entre cultura y política para comprender el Conflicto desde un punto de vista distinto a los que analizamos previamente; y, en segundo lugar, presentaremos extractos de algunas de las entrevistas en profundidad que realizamos, a partir de las cuales se intenta establecer la relación entre los testimonios y las matrices culturales que, pensamos, posibilitaron el Conflicto.

Palabras clave: conflicto; matriz cultural; procesos de identificación

 

The Country´s Conflict. Cultural matrices and political identifications

 

Abstract:
This paper attempts to make some contributions that can promote to the understanding of the so called "The Country´s Conflict" (2008), from visible the relationship between culture and politics. To do this, we focus on presenting the theoretical point of view from which we consider the above relationship as well as treatment of empirical data that we have built. In this way, we will begin with a review of the changes in the agricultural sector during the nineties, as we learn about the situation of the social structure of farming, while then discuss studies that other researchers have done on the Conflict mentioned. Then, we present a brief reflection on the theoretical assumptions involved in the analysis of social structure and conflict to account for some of its limitations. The last sections of this text depict, first, the theoretical standpoint from which to try to build the relationship between culture and politics to understand the Conflict from a different point of view to wich we previously review, and, secondly, we present some excerpts of in-depth interviews we do, from which it tries to establish the relationship between the evidence and the cultural matrices that, we guess, allowed the Conflict.

Key words: conflict; cultural matrix; identification process

 

“Lo con­creto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso”

Karl Marx, El método de la Economía Política

 

Este trabajo se inscribe en un Proyecto de Investigación en curso, que intenta analizar el denominado “Conflicto del Campo” (2008) a partir de la relación entre la cultura y la política. Entendemos esta relación desde una perspectiva teórica que articula algunas líneas del marxismo post-althusseriano y del psicoanálisis lacaniano. A partir de este punto de vista, realizamos entrevistas en profundidad a distintos perfiles en las provincias de Entre Ríos y Santa Fe, para rastrear en esos testimonios algunos indicios que nos permitieran reconstruir las matrices culturales que posibilitaron las intervenciones en el espacio público durante el mencionado Conflicto.

Así pues, nuestro trabajo comienza por analizar cómo se constituyó la estructura social agraria durante la década del noventa (apartado 1), para luego hacer una lectura de las investigaciones y reflexiones que otros colegas ya han producido sobre el “Conflicto del Campo” (apartado 2). A continuación, llevaremos adelante una breve reflexión sobre los supuestos teóricos del análisis que parte de la estructura social, para intentar dar cuenta de sus limitaciones (apartado 3). Los últimos apartados del trabajo presentan, por un lado, la perspectiva teórica de la que partimos, así como las posibilidades que nos brinda para analizar el Conflicto desde otro punto de vista que los revisados anteriormente (apartado 4); mientras que, por otro lado, expondremos algunos extractos de los testimonios que resultaron de las entrevistas en profundidad realizadas, lo que nos permite brindar indicios para reconstruir las matrices culturales constitutivas de los actores sociales (apartado 5), las que son compartidas por quienes intervinieron en el Conflicto.

1. La década del noventa: el camino hacia el Conflicto del Campo

A partir de la Reforma del Estado iniciada por el gobierno de Carlos Menem, el despliegue del capitalismo financiero y el avance descomunal del proceso de racionalización científico-técnica sobre la producción agropecuaria terminan por reconfigurar la situación del agro argentino. Siguiendo los resultados de la investigación de Mario Lattuada y Guillermo Neiman (2005), podemos decir que la relación entre el Estado y el sector agropecuario se modificó en una serie de puntos específicos: (a) los cambios institucionales no fueron efectivos para colaborar con los pequeños y medianos productores agropecuarios ante la difícil situación; (b) la eliminación de parte del aparato estatal también suprimió espacios que tenían históricamente asignada una participación de los representantes sectoriales/gremiales del agro; (c) con el retiro del Estado de la regulación del mercado –transferencia de excedentes, retenciones a las exportaciones, precios máximos-, la producción quedó presa de las derivas del mercado mundial.

Según Lattuada y Neiman, entre 1990 y 1998 se produce el denominado “sendero virtuoso”, una evolución excepcional en términos tecnológicos y, consecuentemente, productivos y de exportaciones. La ampliación de la superficie productiva –que varió de acuerdo a los precios internacionales-, el proceso de cambio tecnológico (equipamientos modernos, mayor utilización de insumos químicos, la siembra directa) se tradujo en un gran aumento de los rendimientos. Si realizamos una comparación entre las campañas de `90-`91 y las de `97-`98, veremos que la producción en toneladas de cereales pasó de 22.624.700 a 40.734.000; la de oleaginosas, de 15.701.000 a 25.059.000; la de algodón/caña de azúcar/tabaco/yerba mate, de 16.152.600 a 18.566.200; y la de frutas, de 6.098.800 a 6.943.000. La producción de leche se incrementó un 50%; mientras que el sector cárnico no creció.

La situación puso de manifiesto la capacidad de reconversión y potencialidad del sector agropecuario, muy especialmente el de la región pampeana, como también marcó un crecimiento pronunciado de la actividad agrícola por sobre la ganadera, y concretamente de

la producción de soja y derivados del complejo oleaginoso sobre las restantes actividades agrícolas. Pero [el cambio producido en los `90] también estableció un punto de inflexión respecto de la composición de la estructura social agraria, a partir de un proceso acelerado de exclusión del medio rural de numerosas pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias basadas en el trabajo familiar, a la vez que mantuvo la tendencia histórica a la disminución en términos absolutos y relativos de la población rural (Lattuada y Neiman, 2005, p. 25).

Sin embargo, si bien los precios de los cereales y de las oleaginosas habían alcanzado picos históricos en la segunda mitad de la década del noventa, durante 1997 y 1998 se produjo un vertiginoso descenso de los precios internacionales del trigo, el maíz, el sorgo granífero, el girasol y la soja. Tal fue la caída de los precios, que los extraordinarios rendimientos no evitaron pérdidas descomunales, lo que ocasionó la desaparición de una gran cantidad de unidades de explotación en el mar de las contingencias del mercado internacional.

Todos los cambios que se han mencionado conllevan un proceso que afectó sobremanera a las explotaciones chacareras pequeñas y medianas, pues las volvió inviables en términos económicos. Los cambios en la estructura productiva hicieron necesario un aumento de la escala de producción para obtener una renta más elevada, que permita afrontar las inversiones requeridas y continuar en el negocio. El aumento de la escala de producción necesaria para continuar en las actividades agropecuarias está vinculado (aunque no solamente) al acrecentamiento de la superficie de explotación, lo que se tradujo en un incremento del valor de la tierra y del canon de arrendamiento.

Esta situación fue propicia para la formación de los pools de siembra —una combinación de inversores financieros, un grupo administrador y gerenciador de la actividad, un sistema de contratación de equipos de producción y grandes superficies de tierras en diferentes regiones—, y, en menor medida, para emprendimientos como los CREA: agricultores medianos con tecnología de punta que se asociaban para afrontar la situación, beneficiosa para los grandes propietarios y arrendatarios. De esta forma, se configuró una situación de presión para los pequeños y medianos productores, que, en vistas de no desaparecer, se vieron obligados a endeudarse con los bancos para intentar arrendar más tierras y para adquirir tecnología y/o servicios que les permitieran incrementar el rinde.

Este proceso llevó a que aumentasen las unidades de explotación ubicadas entre las 1.000 y las 5.000 hectáreas. Según los análisis de Lattuada y Neiman, en el período de 1988 a 2002, en la región pampeana, se produjo un incremento del 25% de la propiedad combinada de la tierra y aumentaron los arrendamientos un 31%, mientras que disminuyó un 22% la propiedad exclusiva. En ese período, las unidades productivas pasaron de 421.221 a 332.057 (es decir, desaparecieron 89.164 unidades, lo que representa una disminución del 21,1%), de las cuales el 78,5% era de propiedad exclusiva (2). Se fortalecen, de esta manera, las unidades de mayor tamaño basadas en la combinación de distintas formas de tenencia, se expanden nuevamente procesos de arriendo y contratos accidentales, y se concretan ventas de unidades. Sin embargo, cabe aclarar que no se trata de un simple proceso de concentración de la propiedad de la tierra, sino de un proceso de expansión y concentración de las unidades productivas a partir de distintas formas de tenencia de la tierra.

Gracias a la devaluación del año 2002 y a la transformación de las deudas crediticias de dólares a pesos, el sector agropecuario pudo reponerse. El panorama de los costos internos ahora depreciados y del alza de los precios internacionales se tradujo en condiciones extremadamente favorables para los productores. Las retenciones, que volvieron a instaurarse, no perjudicaron el margen de rentabilidad del sector agropecuario (3).

Para los investigadores Osvaldo Barsky y Mabel Dávila (2008), el denominado Conflicto del Campo de 2008 comenzó a incubarse ya en 2005, cuando el Gobierno de Néstor Kirchner se enfrentó con los sectores del agro:

(…) ello tiene que ver con la contradicción siempre existente ente la producción de carne vacuna, sus precios y sus destinos. Es que la dieta alimentaria de los argentinos reconoce en el consumo de carne un elemento central, tanto por una tradición cultural como por ser regulador del precio de sus sustitutos. Aquí las políticas gubernamentales se manifestaron fuertemente oscilantes (Barsky y Dávila, 2008, p. 213).

En este sentido, debe recordarse que en 2005 se promovieron estímulos a las exportaciones y un alza de precios; pero en 2006 se prohibieron durante cuatro meses las exportaciones de carne, lo que afectó a los invernadores y a los criadores; además el Gobierno intervino el Mercado de Liniers y se fijaron informalmente los precios máximos. Estas medidas llevaron a que en 2006 se realizara un paro decretado por las Confederaciones Rurales Argentinas, que fue apoyado tanto por la Sociedad Rural Argentina como por la Federación Agraria Argentina.

Si bien aquel conflicto se resolvió, la relación entre el Estado y los sectores agropecuarios ya no volvió a ser armónica. La situación conflictiva detonó de forma exacerbada cuando dos años después, en marzo de 2008, se decretan las retenciones móviles, con un objetivo esencialmente fiscal pero con un equivocado diagnóstico de parte del Gobierno respecto de quiénes iban a ser los afectados por las retenciones a la soja. No se trataba únicamente de pools de siembra subordinados a grandes empresas y al capital financiero, sino, tal y como afirman Barsky y Dávila, de alrededor de 70.000 chacareros y de un sector productivo y comercial vinculado a la producción agroindustrial (4). La visión del Gobierno, pues, “(…) estaba ligada a una gran ignorancia sobre la estructura social del agro pampeano” (Barsky y Dávila, 2008, p. 220). Esta ignorancia se reprodujo cuando se acusaba a los pools de siembra como aquellos principales beneficiarios de las exportaciones, pero aquella acusación “(…) no podía explicar las movilizaciones de los productores más pequeños como titulares de las unidades o como contratistas, que fueron quienes encabezaron los cortes de ruta” (Barsky y Dávila, 2008, p. 220).

Ahora bien, como hemos estado analizando, los cambios económicos y tecnológicos, que se han ido sucediendo en las últimas décadas, pero sobre todo se han acelerado en la del noventa, provocaron el aumento de la escala de producción, lo que llevó a una concentración del capital y a una combinación de distintas formas de acceso a la tierra para lograr condensar unidades de mayor extensión. Por un lado, algunos chacareros propietarios adquirieron tierras en arriendo; por otro lado, aquellos chacareros que tenían menos poder económico y unidades pequeñas y/o medianas arrendaron las tierras y se convirtieron en rentistas.

En estos cambios en la estructura productiva y social, el papel de los ingenieros agrónomos contribuyó a crear asociaciones temporales con contratistas (tanto de maquinarias como tomadores de tierra) y capitales externos, formando pools de siembra, los que ampliaron aún más las escalas productivas. Otro actor que se sumó a este tipo de asociaciones fueron las grandes empresas que se asentaron en el país y establecieron vínculos con propietarios de tierra, contratistas y profesionales. Esta compleja red de relaciones móviles cuenta, además, con la participación de los proveedores de maquinaria agrícola, los transportistas, los vendedores de servicios y las casas comerciales. Se trata, pues, de una trama de relaciones consolidada económica y socialmente: “Es esta base social fuertemente unida por la defensa de los excedentes generados por la producción agraria y los procesos vinculados industrialmente la que saldría a oponerse a la medida. Se produjo, entonces, una verdadera rebelión del interior” (Barsky y Dávila, 2008, p. 219).

Ahora bien, el conflicto que estalló en 2008 a causa de la medida estatal impositiva ha logrado poner en relación un amplio abanico de posiciones sociales objetivas -las clases sociales-, que pertenecen a una estructura social que los ubica en términos de contradicción de intereses. A partir de lo dicho ¿cómo es posible que esa heterogeneidad de posiciones objetivas se haya articulado “de un mismo lado”?

2. Algunas lecturas sobre el Conflicto

Los análisis científicos sobre el Conflicto del Campo comenzaron a publicarse a las pocas semanas de su finalización, y devinieron un caudal bibliográfico poco menos que incontenible. En este punto, mencionaremos algunos de los trabajos publicados, así como las diferencias respecto de nuestra posición teórica, la que, como explicitamos al comienzo, considera la relación cultura-política desde una perspectiva que articula el marxismo post-althusseriano con el psicoanálisis lacaniano. A partir de ella, se trata de visibilizar las matrices culturales que posibilitan los procesos de identificación política.

En la investigación que dirige y publica Eduardo Sartelli, Patrones en la ruta, se afirma que el Conflicto del campo debe ser entendido como una rebelión fiscal, producto de una lucha interburguesa,

(…) es decir, que la oposición “campo”-“gobierno” en realidad encubre a dos fracciones distintas de la burguesía que se disputan el plusvalor social. La negativa a pagar el impuesto que implica la retención es, en su esencia, un rechazo a ceder plusvalía a otras fracciones burguesas, ya sea como abaratamiento de la fuerza de trabajo o como subsidio directo. Dicho de otra manera: lo que aparece como una disputa con el Estado es una disputa contra la fracción burguesa beneficiada por la política estatal (Sartelli, 2008, p. 225).

El chacarero, en su carácter de burgués, reclama la eliminación de las retenciones. Sin embargo, para el autor, al tratarse de una lucha interburguesa, imposibilita la construcción de un conjunto de intereses más generales. La extensión del conflicto descansa sobre “(…) el alto grado de descontento en amplias capas de la población” (Sartelli, 2008, p. 227). Según Sartelli, el problema está en la imagen distorsionada que se tiene del agro argentino y de su estructura social; imagen que comparten los partidos de izquierda (PO, PCR, MST), que apoyan a fracciones de la burguesía (FAA) porque suponen que los intereses de ésta coinciden con los de la clase obrera. Por ello es crucial mostrar en qué parte de la estructura social descansa cada alianza: “El agro argentino, y el pampeano en particular, es capitalista. No más o menos capitalista, sino un capitalismo muy desarrollado” (Sartelli, 2008, p. 262).

En el texto, Sartelli se refiere continuamente a los que se manifestaron públicamente durante el conflicto; incluso menciona entrevistas científicas (realizadas por su equipo de investigación) y periodísticas (Clarín, Página/12, La Nación) a algunos de los presentes. A partir de allí, Sartelli afirma que la clase obrera no estuvo presente (salvo un caso excepcional, que menciona, entrevistado por un diario) en el Conflicto (los trabajadores continuaban llevando adelante sus labores en la producción, que nunca se suspendió), y que ello debe entenderse por tratarse de una lucha interburguesa. En otras palabras: intervención pública e interés (racional y objetivo) de clase van de la mano. La identidad se juega en ese terreno, en el de la estructura social agraria y su lectura marxista, en este caso.

Ahora bien, nosotros consideramos que los procesos de identificación no se dirimen exclusivamente en el terreno racional ni por la posición objetiva en la estructura social, así como tampoco se agotan solamente en el registro empírico de una intervención en el espacio público. Los procesos de identificación son posibilitados por dispositivos fantasmáticos que constituyen actores sociales y posibilitan las intervenciones en el espacio de lo público.

El trabajo de Carla Gras, “Actores agrarios y formas de acción política en la Argentina contemporánea. Un análisis a partir de los grupos de ‘autoconvocados’ en la región pampeana” (5) (publicado en 2010), se sirve del Conflicto de 2008 para arrojar luz sobre los procesos de transformación del agro argentino en las últimas décadas. Específicamente, se interesa por los cambios en la estructura social y el papel de los empresarios en el Conflicto, así como por las formas de intervención de los mismos.

Es interesante considerar el punto de partida en el análisis de la autora, cuando afirma que “(…) las demandas del `campo´ y la capacidad de movilización desplegada (…) no pueden comprenderse acabadamente desde la pura lógica de los intereses económicos (…)” (Gras, 2010, p. 280), sino que implican una dimensión política. Por ello, cuando define a los empresarios autoconvocados, dice que se trata de una clase empresarial que, por un lado, se define durante el Conflicto como autoconvocados; y, por otro lado, establece relaciones con el Estado en términos político-institucionales.

Los entrevistados de la autora son empresarios que, en su gran mayoría, viven en pueblos del interior (pequeñas localidades de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe) desde hace diez años; en esos pueblos desarrollan un conjunto de actividades que se enmarcan dentro de lo que se conoce como “política de responsabilidad empresaria”. Son emprendimientos que tratan de fortalecer la propia actividad, por ejemplo con el apoyo a experiencias educativas que capaciten la mano de obra que necesita la explotación del agro. Para la autora,

El interés por la “comunidad” devino una mayor interacción social en el territorio donde despliegan sus actividades, y los transforma a ellos en actores locales. Dicha interacción ha contribuido a generar la identificación de muchos productores con los habitantes de los pueblos y sus instituciones civiles (escuelas, hospitales, etc.) (Gras, 2010, p. 293).

A partir de las acciones desplegadas, los empresarios han generado una autocomprensión política de sí mismos, lo que los lleva a discutir modelos de desarrollo, proyectos de sociedad y el papel reservado al sector agropecuario, reflexionando sobre cuál debería ser el rol del Estado. La política agraria que plantean los empresarios consiste en la vuelta al libre mercado y la eliminación de subsidios, ambos aspectos asociados mayoritariamente con una estrategia de “control político” que lleva adelante el Gobierno.

El trabajo de Gras pone el acento en los nuevos actores y su intervención como autoconvocados, intentando dar cuenta de cómo las interacciones que mantenían en los pueblos en los que residían implican ir más allá de los intereses económicos y su lógica. En otras palabras, la posición en la estructura social no alcanza para dar cuenta del Conflicto.

El economista Ricardo Aronskind, en su texto “Cambio estructural y conflicto distributivo: el caso del agro argentino” (2010), intenta visibilizar cómo la insuficiencia de divisas del Estado a la hora de afrontar los gastos por las importaciones y los pagos de la deuda externa es la causa estructural que fundamenta las políticas dirigidas, por un lado, a la obtención de superávits fiscales; y, por otro, a minimizar el endeudamiento externo. Desde esa perspectiva, el Gobierno recurrió al incremento de los ingresos del sector agroexportador para evitar el recurso a contraer el gasto estatal y el consumo masivo.

A partir de ello, el autor sostiene que el Conflicto agrario debe ser visto como la primera oposición que impidió la concreción de una decisión del gobierno kirchnerista. La lectura no debe quedarse en la protesta contra la Resolución 125, sino que debe enmarcarse en un rechazo a las formas “inconsultas” de llevar adelante las políticas económicas. Por ello, es posible pensar que en la resistencia a la mencionada Resolución “(…) se conjugaron fuerzas de muy distinta índole que superan largamente una clasificación basada exclusivamente en criterios económicos (…). Se produjo la convergencia de un nuevo conjunto de fracciones económico-políticas (…)” (Aronskind, 2010, pp. 336-337).

Ahora bien, para el autor, el debate que el Conflicto generó estuvo enmarcado en términos emocionales y no racionales, lo que podría haber llevado a otro fin del mismo: “La discusión pública era fuertemente emocional y especialmente el sector rural supo movilizar simpatías e identificaciones basadas en adscripciones previas al origen de conflicto e independientes de los argumentos esgrimidos por los contendientes” (Aronskind, 2010, p. 340). Por ello, la población no tuvo claro cómo iba a repercutir en los precios del mercado local la aplicación o no de retenciones, así como también estuvieron lejos de su comprensión el impacto negativo de la sojización ni el problema de la desertificación de la tierra a largo plazo.

En este caso, Aronskind intenta dar cuenta de cómo el tinte “emocional” con el que se bañó el Conflicto impidió encauzarlo por la vía de los argumentos racionales y, consecuentemente, una resolución a partir del conocimiento objetivo de los procesos que se anudaban en él.

Los investigadores Javier Balsa y Natalia López Castro, en su trabajo “Transformaciones socioproductivas, actores sociales y modelos de desarrollo rural en disputa. Reflexiones en torno al conflicto agrario reciente en la región pampeana” (2011), retoman cuestiones Balsa (2006). En este artículo, se han preocupado por visibilizar los cambios en la estructura social agraria, en el modelo productivo agropecuario, para dar cuenta de cómo aparecen en escena nuevos actores sociales y de cómo han cambiado los actores tradicionales. Uno de los ejes que intentaron explicar es cómo la FAA apoyó lo que aparecía como una protesta que no encajaba con sus intereses. Los autores piensan que los motivos de la convergencia en la acción conjunta de diferentes actores son (a) la homogeneización de las características centrales de los productores y (b) el peso de la renta del suelo y el efecto de las retenciones móviles sobre ella.

Según Balsa y López Castro, desde los años `60-`70 los productores familiares más capitalizados comenzaron un proceso de “aburguesamiento”: se trasladan a centros urbanos, dejan a un lado la producción para autoconsumo, la austeridad en los gastos, etc.; y se adaptan a las pautas de consumo de las clases medias y medias altas de las ciudades. Se transforma el modo en que los productores se ven a sí mismos y la forma en que llevan adelante su actividad; en palabras de los autores, la racionalidad capitalista reemplaza a la racionalidad familiar. Así pues, “(…) la distancia social que hoy separa a un ex chacarero aburguesado de un terrateniente-capitalista mediano, o de un socio de un pool de siembra local, es cada vez menos importante” (Balsa y López Castro, 2011, p. 146). Puede afirmarse que el trabajo familiar es sustituido por la renta y la ganancia capitalista como la fuente principal de ingresos. A partir de ello, es posible pensar que la intervención estatal entra en conflicto con la nueva estructura social agraria, ya que históricamente había apoyado a la explotación familiar, mientras que ahora prima el interés capitalista, cuyo principal vehículo de maximización es la libertad de mercado.

Respecto del peso de la renta del suelo y el efecto de las retenciones móviles sobre ella, los autores sostienen que durante los primeros años posteriores a la devaluación de 2002 eran pocos los productores que trataban de expandirse mediante el arriendo, así como recién comenzaba el regreso de capitales extraagrarios al sector. Esto implicó una baja demanda de tierras, lo que direccionó los ingresos hacia los productores y no hacia los rentistas. Pero, luego de aquellos primeros años, cuando los productores se expandieron y los capitales afluyeron, la demanda de tierras aumentó, como también el precio de los arrendamientos. En este punto, Balsa y López Castro señalan que la propiedad de la tierra es conservada por una parte de los pequeños y medianos propietarios pero no aportan a la producción ni trabajo físico ni de maquinaria, sino que terciarizan completamente la explotación; mientras que otra parte de los productores se han convertido en “rentistas puros”. Así pues, “Esta característica y la evolución del mercado de tierras en los últimos años explican el involucramiento de estos actores en el conflicto del año 2008 (…)” (Balsa y López Castro, 2011, p. 147).

¿Cómo entienden los autores el cambio en el accionar de la FAA? Centran la cuestión en el plano ideológico de la FAA, en su pérdida de claridad. ¿Cómo entienden la ideología? En otro tramo del texto, afirman que el sistema productivo actual genera representaciones sociales, entre ellas una imagen de productor- modelo exitoso, que se vuelve referencia y termina

(…) influyendo en las conductas y valores de los productores más postergados por el sistema vigente, al menos dentro de la Región Pampeana. Teniendo esta idea en cuenta, resulta posible explicar la intervención en el conflicto, en apoyo a la posición `del campo´, de productores cuyos intereses se veían afectados por las características y la dinámica del modelo agropecuario actual. (…) Buena parte de los productores con perfil familiar y con serias dificultades para mantenerse en actividad se perciben a sí mismos como en falta frente al modelo del productor exitoso de tipo empresarial, con una identidad incompleta, distorsionada, incapaces de asumirse positivamente como sustrato social de otro modelo de desarrollo agrario (Balsa y López Castro, 2011, pp. 155-156. El destacado es nuestro).

Este análisis muestra a las claras el punto de vista de los autores: son la estructura social agraria, y los intereses económicos y racionales que implican las posiciones en ella las que producen representaciones sociales que interpelan a los distintos actores. A partir de allí, es posible pensar que el problema de la distorsión identitaria refiere a una esencia, a un ser, que no se respeta debido a la influencia de algunas representaciones. Si es este el problema, entonces el ser de la identidad de los actores encuentra su basamento en la posición objetiva que ocupan los actores en la estructura social, así como unos determinados intereses y una específica racionalidad son atribuciones que van con aquélla posición.

Dejamos para el final el texto de Nuria Yabkowski “Nosotros, ellos... Todos. Los sentidos de la representación política y los recursos discursivos utilizados para ganar legitimidad en el conflicto” (2010). Desde una perspectiva teórico-epistemológica diferente de las anteriormente revisadas, analiza los sentidos de la representación política durante el conflicto entre el Gobierno y el campo. Es decir, qué se comprende por representación y qué por política, ya que, para la autora, ello tiene consecuencias para las acciones y para el desarrollo del Conflicto. Son categorías “sobredeterminantes” de la acción; es decir, que tienen un efecto performativo. Desde el punto de vista teórico, la autora considera los efectos discursivos como “(…) concretos y no superestructurales, y que han conformado una realidad que, en definitiva, apareció (y no simplemente apareció) polarizada” (Yabkowski, 2010, p. 68). El referente empírico del trabajo son los discursos de uno y otro polo de la relación conflictiva: el Gobierno y el campo.

El Gobierno y el campo llevaron una batalla por apropiarse del todos. La presencia en el espacio público legitima el accionar de los dirigentes, reestableciendo la relación representantes-representados. Se debe establecer una diferenciación de la presencia en el espacio público, de tal forma que una de ellas sea la verdadera, que sea la de las partes que cuentan en la sociedad. De esta forma, “(…) desde el discurso oficial (…) se apeló a la representación institucional: la Presidenta era la única representante legítima (autorizada) de todos los argentinos (…)” (Yabkowski, 2010, p. 98-99); mientras que

(…) `el campo´ intenta apropiarse de los símbolos universales como es la bandera argentina y sus colores, para oponer a ellos los colores partidarios y de los movimientos sociales, símbolos esta vez de su carácter particular y político. El todos que se construye (…) se fortalece cuando de él se excluye a quienes carecen de la supuesta pureza apolítica que tiñe de genuino todo el reclamo. (…) La pureza, el campo, la autonomía, los trabajadores honestos y la apoliticidad funcionan como el reverso exacto del clientelismo, de los que no quieren trabajar, de la politiquería y la corrupción (Yabkowski, 2010, p. 108).

Por otra parte, es importante tener presente que el carácter trabajador y esforzado de los productores agropecuarios también forman parte del discurso del campo. Finalmente, el Estado es significado como la caja o el fisco, en contraposición con el mercado, que premia la racionalidad económica y la eficiencia. Esto se articula con la cuestión federal, opuesta a la centralidad del Estado.

Compartimos con la autora algunos puntos de su enfoque teórico-epistemológico, que quedarán patentes a lo largo del desarrollo del apartado 4. Ahora bien, pensamos que la dimensión afectiva de los procesos discursivos es la respuesta a cómo se articulan diferentes posiciones, lo que da lugar a procesos de identificación.

3. La estructura social, las clases sociales y el conflicto

Si por estructura social se entienden las regularidades que estabilizan y organizan las relaciones sociales en las que los actores se ven inmersos, entonces la estratificación social supone la existencia de desigualdades estructuradas, es decir, objetivas. Entre los distintos análisis de la misma, existen los análisis de clase, que piensan las regularidades y las desigualdades entre clases sociales. Podemos definir la clase como “(…) un agregado en gran escala de individuos compuesto por relaciones definidas impersonalmente y nominalmente `abierto´ en su forma” (Giddens, 1979, p. 113), que se manifiesta en conductas, actitudes y estilos de vida comunes y concretos.

Los análisis de clase dan cuenta de la relacionalidad que implica el proceso de constitución de cada una de las clases como tal. Lo que esta perspectiva teórica presupone es una estructura objetiva que establece posiciones a partir de la propiedad o no de los medios de producción, lo que conlleva una diferencia de intereses en cada posición. Es el choque que estos intereses enfrentados ocasionan, el conflicto, el que constituye relacionalmente a las clases como tales. Como las relaciones son asimétricas entre las posiciones de clase, la asimetría a favor de una (o más) de las clases en relación implica relaciones de explotación de unas por las otras (6).

El problema de la conciencia de clase está implicado de manera inextricable con la posición objetiva de clase, definiendo de esta forma la identidad de clase en relación con la toma de conciencia de cada una a partir de la relación de diferencia con las otras. Giddens identifica “niveles” de conciencia de clase considerando el reconocimiento de la oposición de intereses constitutivos de cada clase, producto de la disposición objetiva en la estructura social y productiva. En otras palabras, cuando una clase se vuelve consciente de sus propios intereses, entonces aparece el conflicto con la/s otra/s.

En el marco del análisis de clases, dice Miliband que la lucha por una sociedad sin clases es un objetivo que tiene una larga senda por recorrerse, “Pero es probable que se recorra con mayor rapidez si más personas, especialmente entre la población subordinada, adquieren una visión exacta de la realidad social y de los conflictos situados en el centro de esa realidad” (Miliband, 1990, p. 443; el destacado es nuestro). Esto nos permite deducir que la conciencia de clase está ligada a una “visión exacta de la realidad social”; es decir, a la misma noción de “representación” que una tradición importante del pensamiento marxista vincula a la ideología en términos de una “falsa conciencia”, de una “visión distorsionada de la realidad” (8).

Ahora bien, este esquema se asienta sobre la suposición de que los intereses están ya atribuidos de antemano a cada clase por su posición objetiva en la estructura de clases, obedeciendo a la asimetría de cada posición. La conciencia, entonces, estaría en el reconocimiento de unos intereses específicos que le corresponden, que son propios de cada clase pero que en un cierto momento no la/s movilizan hacia el conflicto (de clase). Este análisis puede conducir a la deducción lógica de la existencia de una homogeneidad de cada clase, sobre la base de los intereses que son reconocidos por ella misma. Sin embargo, los autores que parten del análisis de clase dan cuenta de que al interior de cada clase también existen conflictos: “(…) la clase dominante no es en modo alguno homogénea: pero ninguna clase lo es. (…) Las clases capitalistas comprenden `fracciones´, grupos diferentes y, con frecuencia, en conflicto” (Miliband, 1990, p. 425); por lo que podemos decir que la conciencia de clase no se logra de manera armónica y automática de parte de todos los que pertenecen a cada posición social objetiva. Sin embargo, lo que importa es el acceso a esa conciencia; es decir, que este problema nunca se deja a un lado como meta a lograr.

El análisis de clases –como todo enfoque- se mueve en un campo de problemas teóricos específicos, al tiempo que ofrece respuestas a un abanico específico de cuestiones. A partir del breve recorrido realizado, pensamos que el análisis de clases es un punto de vista que no explica ni niega la existencia de otro tipo de conflictos, sino al precio de sostener que todos son conflictos de clase; o que todos tienen vinculación con el de clase, que es el más influyente; o, incluso, que “el ser social determina la conciencia”; es decir, que la posición de clase establece los marcos de referencia en los que se deciden todos los conflictos. Al mismo tiempo, la puesta en discusión de estas respuestas conduce a la acusación de “negar la existencia de las clases”, “negar la existencia del capitalismo y de la asimetría entre las clases”, y una larga lista de etcéteras. Nada más simplificador, erróneo y del mero sentido común. En palabras del propio Miliband:

Sólo el advenimiento de una sociedad sin clases haría irrelevante el análisis de clases. Queda un largo camino antes de que esto se logre. Pero es probable que se recorra con mayor rapidez si más personas, especialmente entre la población subordinada, adquieren una visión exacta de la realidad social y de los conflictos situados en el centro de esa realidad. El análisis de clases hace posible esta comprensión mejor que ningún otro tipo de análisis (Miliband, 1990, p. 443)

El análisis de clase nos permite explicar cómo opera el sistema capitalista en tanto sistema de producción, pero desde una perspectiva específica: la que piensa las relaciones económico-políticas. Aquí, es fundamental retomar las palabras de los autores que hemos mencionado. Sostiene Giddens que “(…) toda forma desarrollada de sociedad lleva en sí relaciones de explotación, es deducible que la explotación de clase sólo representa un modo de organización de esas relaciones” (Giddens, 1979, p. 1500); a lo que agrega: “No existe tipo de sociedad, sin excluir las más sencillas, que esté libre de choques de intereses o de conflictos manifiestos (…)” (Giddens, 1979, p. 158). Esto, según el sociólogo inglés,

(…) no quiere decir (…) que la superación de la sociedad de clases implique de alguna forma la superación del conflicto o incluso su disminución; significa sólo que dicho conflicto ya no puede describirse como `conflicto de clases´ y procede de causas diferentes” (Giddens, 1979, p. 154)

Para abonar las ideas de Giddens, también recurrimos a Ralph Miliband, otro referente del estudio de las clases sociales:

No se quiere dar a entender con nada de esto que una abolición formal de la sociedad de clases (o el inicio de esta abolición en la práctica) pueda terminar de golpe con los procesos de discriminación, explotación y opresión que siempre han formado parte de la vida social de la sociedad de clases y que por consiguiente han adquirido una formidable solidez (Miliband, 1990, p. 442)

En estas citas no solamente se manifiesta que el análisis de clases nos permite dar cuenta de las relaciones de explotación de clase, cuestión fundamental en la teoría social, sino que además visibiliza una cuestión también imprescindible en todo análisis social: la inextricabilidad del conflicto en toda sociedad. Así pues, el conflicto es aquello que debe ser objeto de estudio, sus manifestaciones disímiles y complejas en todo momento y orden social. Esto nos permite comprender por qué en la sociedad de clases, y al interior de cada clase, aquél se produce irrefrenablemente.

El conflicto es inerradicable, es propio de todo orden social porque es constitutivo de la política, en tanto se trata de ese hacer en común que debe lidiar con las partes en cuestión. Las reflexiones de Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Kant, Hegel, Marx, Weber, Durkheim y tantos otros, como también de los autores aquí citados, están siempre en vistas a pensar el conflicto: cómo se produce, por qué, entre quiénes, cómo se intenta resolver, etcétera.

4. La relación cultura-política y la importancia del conflicto

El análisis de la estructura social nos permite pensar cómo se establece el conflicto entre cada una de las posiciones de la estructura, es decir, entre las clases, dando cuenta además de la conformación de cada una. Sin embargo, la cuestión de pensar los conflictos desde esta perspectiva no puede explicar cómo distintas posiciones se “ponen de un mismo lado”, cómo conforman una identidad que no es inmediatamente la de la clase, esbozada por la conciencia que debería lograr cada una de acuerdo con los intereses que le corresponden por su ubicación en la estructura social. A partir de ello, indagaremos en la perspectiva que pone en relación, por un lado, la cultura, en tanto ese conjunto de discursos y prácticas que se amasan históricamente y, por decirlo de alguna manera, atraviesan las posiciones de la estructura social y productiva; y, por otro lado, la política, en tanto ese hacer en común con vistas a un futuro, que visibiliza intervenciones en el espacio público.

Permítasenos en este punto retomar las distinciones y las precisiones que Sergio Caletti (2009) ha elaborado en Exploraciones. En el marco de los llamados “estudios culturales” -de los que los Estudios Culturales de Birmingham han sido pioneros (9)-, se ha puesto el acento en rastrear las huellas de la política en la cultura, lo que ha ocasionado que se opere la reducción de la primera en la segunda, como parte de ésta y, entonces, que se haya limpiado el componente activo de la cultura en la política. Decir que “todo es política”, pues, equivale a decir que “nada es política”, ya que no se intentan precisar los límites de una y otra, así como la fecundidad teórica que brinda la opción de la relación entre una y otra.

De lo que se trata, pues, es de rastrear las huellas de la cultura en la política. Como sostiene Caletti:

La esfera pública constituye, así, la puesta en escena —y para un orden específico de sentidos— de los elementos que se amasan en los procesos largos de la vida social. Si en la esfera pública puede tener inicio la intervención propiamente política en los asuntos comunes de parte de distintos actores-sujetos —singulares o colectivos— ella se cumplirá informada por las marcas y con las tonalidades que le son ofrecidas por aquel suelo cultural. Es en ese suelo, en definitiva, donde se encuentran con frecuencia los elementos para la elaboración de las identidades políticas (Caletti, 2009, p. 41 –el destacado es nuestro).

A partir de esta conceptualización acerca del espacio de lo público, que pone sobre el tapete la relación cultura-política que vertebra nuestro análisis, podemos repensar el Conflicto desde otro punto de vista que los ya analizados. Para ello, es importante considerar que el espacio público es el lugar (simbólico) en el que las distintas intervenciones en un conflicto se manifiestan para disputar las significaciones por las que una sociedad se auto-representa a sí misma en una situación histórica determinada.

Se trata de un proceso complejo solamente “separado” en términos analíticos: las intervenciones enunciativas que se manifiestan en el espacio público a partir del litigio propio del conflicto nacen en aquel espacio porque es en el acto mismo de la enunciación en el que constituyen una identidad política, la cual hunde sus raíces en el suelo cultural constitutivo de la operación de visibilización que la puesta en escena realiza. La enunciación, pues, es el rastro de la constitución cultural misma de procesos de identificación política. El conflicto, aquella cuestión interminable de la política, es el que moviliza ese suelo cultural en el que “se amasan los procesos de larga duración” que son convocados en el decir de los procesos de identificación que, si bien lo tienen en común, pueden posicionarse a partir de relaciones en constante movimiento y desplazamiento.

Simplificando algunas cuestiones, podemos decir que, desde la perspectiva de la estructura y de las clases sociales, el sujeto de la política está llamado a ser una de esas clases, la que, en un proceso de concientización de su posición y de sus intereses de clase, entre en conflicto con otras. Ahora bien, esto circunscribe las decisiones políticas a los marcos delimitados por las relaciones sociales de producción, los cuales constituyen intereses respectivos a cada clase; el reconocimiento de esos intereses ya dados se mueve en el plano de la conciencia, de la racionalidad; es ésta la que permitiría el paso de una “falsa conciencia” a una “verdadera”, estadio en el cual se reúnen el devenir (racional) de la historia y la acción revolucionaria.

Si bien la célebre frase de Karl Marx, “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (Marx, 1852, p. 1), da cuenta de cómo el proceso de “toma de conciencia” es, cuando menos, problemático, una gran parte de las producciones teóricas ha puesto el acento solamente en el “hacer la historia”, dejando a un lado los avatares que implican las “circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. En este punto, cabe decir que el análisis de las clases muestra limitaciones a la hora de explicar el fenómeno del Conflicto agrario argentino de 2008.

Esta situación ha sido nombrada en importantes tradiciones teóricas, a partir de Marx, como “determinismo” de la base económica. Por lo pronto, la “determinación” hace referencia a determinados límites entre los que se dan y resuelven los conflictos, en este caso los de las relaciones económicas; y de ninguna manera debe considerarse como una causalidad mecánica. En el marco de las discusiones que los análisis de Valentin Voloshinov, los Estudios Culturales de Birmingham, Louis Althusser -entre otros y desde diferentes situaciones históricas y teóricas-, instauran, se ha comprendido que no puede hablarse de una “determinación”, sino más bien de un proceso de “sobredeterminación”, en el cual las distintas instancias de la vida social se ponen en relación en un juego infinito de “determinaciones” recíprocas y constantes. Aquí anida la relación entre la estructura de las posiciones de clase y los problemas de la cultura, que transitan y son parte constitutivos de las mismas relaciones económicas de las que aquel análisis parte, pero, además, las excede.

Desde nuestro punto de vista, el de la relación entre cultura y política, consideramos que los procesos de identificación políticos tienen una raíz afectiva que los posibilita. Muchas teorías parten de o establecen una contraposición entre “afectividad” y “racionalidad”, pero, en nuestra clave teórica, más próxima a la perspectiva lacaniana, la esfera de la afectividad se distingue y se entrelaza a la vez con la esfera de la norma, la regla, la Ley. A partir del psicoanálisis, diremos que el sujeto está descentrado, que no es lo que él mismo se representa de sí: “El descentramiento involucra la definición de sí, pero también las relaciones que a partir de esta definición se asumen con el mundo, relaciones entonces por definición imaginarias, a través de las cuales deambulará la afectividad” (Caletti, 2009, p. 84). El registro de lo imaginario, uno de los tres que componen la tópica lacaniana del nudo borromeo junto al simbólico y al real, permite pensar el proceso de identificación en su conexión intrínseca con la afectividad.

En una escena política intervienen determinados actores individuales que responden a determinados procesos de identificación, que se sostienen en fantasmas. El dispositivo fantasmático está vinculado a prácticas, discursos, instituciones, libros, diarios, fotos, etcétera, que se relacionan con el conflicto que constituye la escena política. Como todo dispositivo (10), el fantasma está constituido por un conjunto de elementos heterogéneos. Se trata, pues, como sostiene Caletti,

(…) de un no-consciente social, discernible por efecto de las configuraciones de colectivos de identidad. La identidad de un colectivo se organiza en torno de una trama más o menos común de relaciones de sentido que enhebra fragmentos de un relato no dicho ni concebido como tal pero que constituye una suerte de matriz que es condición y soporte de producción de una infinidad de operaciones de enunciación posibles. Llamaremos fantasma a este dispositivo, al tiempo que (…) ninguna creatura social-humana se identifica en un único colectivo (Caletti, 2009, p.141).

Intentemos precisar de qué se trata el fantasma. Para este fin, nos serviremos del filósofo político Yannis Stavrakakis (2008 y 2010), quien, a partir de Jacques Lacan, sostiene que

(…) el dominio de la fantasía (11) no pertenece al nivel individual; [sino que] la fantasía es una construcción que intenta, ante todo, recubrir la falta en el Otro. En tanto tal, pertenece al mundo social, está localizada del lado social, del lado del Otro, del Otro tachado (Stavrakakis, 2008, pp. 85-86),

invalidando así la división individuo/sociedad, que presenta como un obstáculo para la reflexión teórico-política.

El fantasma pertenece al registro de lo imaginario, aquel que traza una relación entre el sujeto de la falta –nivel simbólico- y aquello que permanece inaccesible al lenguaje –lo real-, estableciendo un “soporte” para sostener el sentido que la realidad tiene para los sujetos. En otras palabras, el deseo constitutivo del ser que habla –simbólico- de alcanzar el goce perdido –real- es movilizado permanentemente por la promesa de alcanzar lo imposible –imaginario-. Esa promesa es una mera ilusión, ya que es, por definición, incumplible.

Para que los procesos de identificación se afiancen, para que se continúen en el tiempo o para que cambien radicalmente, es necesario que las relaciones fantasmáticas que sostienen armoniosamente esos procesos de identificación tengan una raíz afectiva y no sólo racional: se “(…) requiere la movilización y estructuración del afecto y la jouissance [goce]” (Stavrakakis, 2010, p. 193) para mantener cualquier vínculo social estructurado simbólicamente. En otras palabras, la constitución subjetiva se funda sobre la castración simbólica de la plenitud del goce (registro Real) que se vuelve inaccesible, pero que, gracias al soporte fantasmático, se persigue interminablemente bajo promesa de cumplimiento en la forma de los objets petit a. Son éstos los objetos de deseo con los que el sujeto identifica la posibilidad de gozar si los llegase a poseer. El fantasma establece una relación ilusoria entre el sujeto del deseo y los objets petit a, pero que está afianzada afectivamente. Esta afectividad es la que acompaña tanto la armonía fantasmática como el odio al enemigo que el fantasma instituye.

De esta manera, se trata de dar cuenta de los actos de enunciación que significan las experiencias de acceso parcial al goce y que manifiestan esa afectividad; es decir, manifiestan esos fantasmas y sus promesas incumplibles del goce total. Recordemos que los procesos de constitución de identidades siempre se sostienen en una relación de diferencia con otros, al tiempo que el dispositivo fantasmático, para mantener la promesa del goce completo (es decir, para mantener el deseo), constituye un antagonista -aquel que impide el acceso a ese goce completo-, que se vuelve “el enemigo” que se busca destruir. En otras palabras, si siempre existe el soporte armónico de escenas no conflictivas pero que construyen un enemigo, entonces siempre existe la relación antagónica que es constitutiva del conflicto.

Por lo tanto, si los registros simbólico e imaginario están unidos y constituyen la realidad –siguiendo a Stavrakakis, “lo real” supone las condiciones que interrumpen la armonía de “la realidad”-, entonces el lenguaje y el fantasma constituyen socialmente los procesos de identificación a partir del antagonismo que la emergencia de lo real hace nacer. En todo caso, la afectividad, parte fundamental de los procesos de construcción de identidades, es aquello que tenemos que detectar, esas deixis indiciarias que aparecen cuando aquellos que encarnan procesos de identificación, dicen.

Así pues, ese decir se manifiesta en las intervenciones en la esfera pública, tal como sucedió durante el Conflicto del Campo. La escena política se mostraba escindida en dos: entre los que defendían al Gobierno y quienes decían “ser” el Campo. Lo que nos interesa mostrar, a continuación, son algunos de los fragmentos de este discurso.

5. Indicios de una matriz cultural: trabajo, educación, familia (12)

Como dijimos anteriormente, nuestro trabajo intenta reconstruir las matrices culturales que posibilitan las intervenciones en el espacio público, lo que brinda alguna contribución a comprender el Conflicto del Campo desde otro punto de vista. Las matrices culturales son un sedimento de discursos y prácticas que convoca, en una determinada escena política, a distintos actores sociales, que los acerca y zurce las diferencias que sus posiciones en la estructura social les provocan para hacer con esas diferencias otras identidades que enuncien aquello que les es propio.

Para reconstruir una matriz cultural partimos del rastreo de indicios, el cual se desprende de alguna hipótesis que permite abrir paso y conducir la exploración a través de referencias históricas y, principalmente, a partir de extractos de algunos de los testimonios que elaboramos con las entrevistas en profundidad realizadas. Si bien nuestra investigación no está finalizada, nos interesa exponer algunas palabras de nuestros entrevistados y algunos datos históricos, los cuales confluyen a los fines de nuestro rastreo de los indicios que nos permiten reconstruir una matriz cultural. Aunque todavía no han sido sistematizados, consideramos que los datos presentados permiten inteligir con mayor claridad cómo nuestro punto de vista teórico visibiliza las cuestiones de la afectividad, implicadas en los discursos y prácticas de la cultura.

Se trata, pues, de visibilizar algunos indicios: el trabajo y la educación, a los que les dedicaremos las líneas siguientes, como también la familia. Al estar implicadas transversalmente, no realizaremos referencias específicas a las cuestiones familiares, sino que se mencionarán junto a los otros indicios.

Comenzaremos con el trabajo, que entendemos como una actividad humana específica, en la cual se pone en juego un entrecruzamiento de discursos que obedecen a diferentes actores, pero que, sobre todo, condensa un núcleo de afectividad que moviliza aquella matriz que intentamos delimitar.

Retomemos la distinción que hace el historiador Edgardo Ossanna entre el trabajo y el empleo, a fin de volver claro nuestro punto; el trabajo refiere

(…) al conjunto de atributos, relaciones, saberes, representaciones que los sujetos ponen en juego para insertarse productivamente en la sociedad, para vivir y transformarla y que los constituye como sujetos económico-sociales. Es muy diferente del simple empleo, en cuanto actividad concreta que el individuo necesita para subsistir pero cuyas prioridades están dadas por las necesidades del mercado (Ossanna, 2009, p. 18).

El trabajo, en tanto actividad humana por excelencia, transforma tanto la naturaleza como al ser humano, ya que se ve implicado en un proceso de interacción que lo arraiga a esa tarea y, en el caso que analizamos, el trabajo rural, a la tierra misma. Asimismo, se establecen lazos comunicativos sobre los saberes que implica esa actividad, los cuales se reproducen en la cercanía familiar y en la proximidad de la comunidad. No se trata solamente de relaciones afectivas entre los integrantes sino también que las propias actividades de sus integrantes implican aquella afectividad. Esta relacionalidad y sus implicancias afectivas se comunican de generación en generación, y pueden sintetizarse en pocas palabras: “En la tierra está el pan” (citado en Ossanna, 2009, p. 57) (13).

Los inmigrantes que llegaron a nuestro país a fines del siglo XIX y principios del XX para instalarse en el campo, llevaron adelante prácticas de producción para el autoconsumo, como acostumbraban en Europa, lo que se consolidó a partir de la primigenia situación de aislamiento de los asentamientos rurales entre sí. El ingreso de la Argentina al mercado mundial contribuyó a que se superaran aquellas circunstancias, a fin de mejorar el circuito productivo y comercial. Sin embargo,

(…) esta impronta inicial [del autoconsumo] se conservó en los períodos siguientes, permitiendo un desarrollo agrícola diversificado, donde los colonos además de los cultivos destinados al mercado, combatían o amortiguaban los peligros de una excesiva especialización –especialmente riesgosa en caso de caída de los precios o de un cataclismo natural- elaborando productos lácteos, conservas, dulces, etc. (Ossanna, 2009, p. 31).

Es fundamental destacar el papel de las familias inmigrantes en la actividad productiva agrícola: no solamente el varón y jefe de la familia estaba involucrado sino también la mujer y los menores de edad. Las familias tendían a ser numerosas y cohesionadas, y a obedecer la autoridad paterna. Son los menores quienes obedecen el mandato familiar “En la tierra está el pan”, arrostrado en su juventud y nunca más olvidado. Al mismo tiempo, las relaciones familiares que aquellos inmigrantes reproducían, excedían las paredes de la casa y se extendían a partir de las “cadenas familiares”. Javier Balsa sostiene que

En el chacarero se combinaban los elementos campesinos (que traían los inmigrantes europeos devenidos en productores rurales pampeanos) con sus expectativas de ascenso social, junto con las limitaciones, pero también las posibilidades estructurales y coyunturales que abría la pampa argentina (…). La austeridad, el ahorro y la reinversión en maquinarias o en tierras (en arriendo, o eventualmente en propiedad) guiaban la economía familiar en la búsqueda de un lugar en la sociedad pampeana (Balsa, 2006, p. 73-74 –el destacado es nuestro).

Al respecto, cabe decir que las unidades de explotación de pequeña y mediana extensión eran las propicias para la inversión de parte del tiempo y el esfuerzo en actividades productivas diversas y diferenciadas.

La familia debía incitar a sus miembros a mantenerse unidos a través de las tareas que cada uno de ellos tenía que realizar, no solamente para alcanzar un bienestar sino también para evitar que los menores terminasen emigrando a las ciudades. La mujer debía cumplir el rol de ama de casa, que implicaba mantener la salud familiar en armonía, lo que lleva a que instituciones como la Sociedad Rural y la Asociación de Cooperativas Argentinas aconsejasen a las mismas a dedicar tiempo para

(…) la fabricación en el hogar de derivados de la leche o los cursos de economía doméstica y puericultura para lograr que entre los jóvenes se creara una sana emulación por el trabajo paterno con el objetivo de arraigar a los jóvenes y vincularlos a cuestiones laborales, sociales y culturales (Ossanna, 2009, p. 94).

Esta situación vivida por las familias llevó a la valorización cada vez mayor del trabajo familiar y del arraigo a la tierra, lo que se reafirmó con los conflictos que los chacareros libraron durante la década del primer Centenario. La demanda de aquellos, “La tierra para quien la trabaja”, condensaba significativamente esa relación inextricable de trabajo, tierra y esfuerzo, en vistas a un progreso económico salvaguardado por la propiedad de la unidad de explotación.

Javier Balsa (Balsa, 2006) sostiene que en la década del `30 el trabajo familiar ocupaba parte significativa de la mano de obra agrícola; incluso, autores como Humberto Mascali (Mascali, 1986) afirman que hasta la mitad del siglo la fuerza de trabajo estaba constituida primordialmente por el agricultor y su familia: araban, hacían rastreo sobre rastrojo, rolaban, sembraban, carpían, aporcaban, desyuyaban y participaban en la recolección manual del grano de maíz. En el chacarero arrendatario de aquellas primeras décadas del siglo XX se podían identificar rasgos de los caracteres sociales productivo y acumulativo; una actitud de realización del trabajo –creativa e independiente– que no soportaba la pasividad. El chacarero era práctico, cauteloso, constante, ahorrativo y reservado.

Para Balsa, pese a que los coletazos mundiales de la crisis de Wall Street extremaron las medidas de esfuerzo y austeridad, este fenómeno tiene que ser comprendido a la luz “de que la mayoría de los agricultores compartía un modo de vida rural. (…) resulta obvio que muchas de estas características se mantenían más por tradición cultural que por necesidad económica (…)” (Balsa, 2006, p. 59). Según Balsa, el predominio del trabajo familiar debe asociarse

(…) con la consolidación de un modo de vida rural y con una mentalidad de los productores que buscaba el esfuerzo de todo el grupo familiar en pos del ascenso social, ya sea a través de la expansión en superficie y en maquinarias, ya sea con el acceso –por cierto más difícil- a la propiedad de la tierra (Balsa, 2006, p. 60).

Según el autor, “En la mayoría de las unidades chacareras, la familia constituía un equipo de producción en el que la mujer y los niños se encargaban, por lo general, de los bienes para el autoconsumo” (Balsa, 2006, p. 76). En numerosos casos, las generaciones se superponían en una misma explotación. Los comportamientos familiares seguían los de su país de origen, y el padre era la cabeza indiscutida (sucedido por el hijo mayor varón). Existía una división sexual del trabajo, en la que las mujeres realizaban muchas tareas pero raramente en el campo. Las hijas tenían cierto tiempo libre (que ocupaban en escucha de radio, visita a los vecinos); mientras que los hijos varones colaboraban en las labores desde muy jóvenes, realizando tareas de hombre desde los 13 o 14 años. Los hijos, a medida que crecían, tenían tareas mayores y más responsabilidad. El trabajo físico era fundamental en la formación de los menores como futuros chacareros. Según Balsa, los niños internalizaban un estilo de vida duro y lo vivían de manera natural.

Para dar cuenta de la matriz cultural que constituye los procesos de identificación política, en este caso el que se veía a sí mismo como “el Campo”, pensamos en analizar los testimonios de personas que tienen relación con la actividad productiva agropecuaria. Para ello, realizamos entrevistas en profundidad sobre la construcción de una muestra de doce perfiles en la provincia de Entre Ríos y otros tantos en la de Santa Fe. Se trata de llevar adelante una situación de entrevista en la que se posibiliten, con la menor interrupción posible, las intervenciones enunciativas de las personas entrevistadas; que las palabras enunciadas sean las que más directamente puedan ser ligadas a la afectividad, al registro Imaginario: aquellos recuerdos que arrostre el corazón, anécdotas de infancia, reuniones familiares, aprendizaje de las labores del campo, etc. Estos testimonios, pensamos, están arraigados en la misma matriz cultural que posibilitó, allá por 2008, que algunos afirmasen “Somos el Campo”.

Así pues, a partir de considerar (a) la edad (joven - mayor); (b) el lugar de residencia (campo - ciudad); (c) la propiedad de la tierra (propietario - arrendatario) y (d) la ocupación (trabajador rural – prestador de servicios), se construyeron doce perfiles: (1) arrendatario joven que vive en la ciudad; (2) arrendatario mayor que vive en la ciudad; (3) prestador de servicios joven que vive en el campo; (4) prestador de servicios joven que vive en la ciudad; (5) prestador de servicios mayor que vive en el campo; (6) prestador de servicios mayor que vive en la ciudad; (7) propietario joven que vive en el campo; (8) propietario joven que vive en la ciudad; (9) propietario mayor que vive en el campo; (10) propietario mayor que vive en la ciudad; (11) trabajador rural joven que vive en el campo y (12) trabajador rural mayor que vive en el campo. A continuación, presentaremos fragmentos de algunas de las entrevistas realizadas, que servirán para ejemplificar el modelo de análisis que estamos llevando adelante.

Para un propietario de campo, ya sexagenario, que también arrienda tierras en la costa del Uruguay de la provincia de Entre Ríos, su primer recuerdo del campo es

De mucho trabajo. Mirá, mi papá, cuando él salió del lado de sus hermanos ¿entendés? Él vivía en la familia, ¿no es cierto? El abuelo italiano, todos juntos. Después mi abuelito (…) salió solo con sus hijos, ¿viste cómo es? Se hacen…Trabajaban, hacían un gran capital, después, como nos tocó a nosotros, en un momento que estábamos todos juntos, después vos te hacés grande y bueno… Mi papá, cuando él salió solo tenía 10 hijos y 100 hectáreas de campo. (…) Se vino para esta zona, él compró acá 100 hectáreas de campo. Cuando él falleció nos dejó a nosotros 1.600 hectáreas de campo, sin créditos ¿eh? Así que vos imaginate que nuestra niñez era de trabajo, era de mucho trabajo. Trabajábamos mucho.

Las familias inmigrantes provenían de las regiones campesinas de Europa, por lo que la explotación de la llanura pampeana y su inmensa fertilidad –que, por cierto, generaba una renta diferencial a escala mundial- los llevó a una situación de inmediata mejora de las condiciones de vida. Aunque no poseían el suelo que trabajaban, el grado de satisfacción alcanzado de las necesidades básicas y las condiciones de uso de la fuerza de trabajo doméstica mejoraban los ingresos, superaban las pautas de consumo de los lugares de origen, etc. Como vemos, se anuda la relación entre inmigración, familia, esfuerzo y trabajo; relación que aún hoy nos interpela respecto de lo que denominamos como “el campo”.

En este sentido, rescatamos el trabajo realizado por Irene Marrone y Mercedes Moyano Walker, “Imaginarios contrapuestos en la filmografía del agro pampeano argentino” (2001), en el que comparan dos filmes de propaganda institucional de la década de 1920: La Pampa (SRA) (14) y En pos de la tierra (FAA). De los dos, nos interesa específicamente este último. Consta de dos partes: la primera, la documental, fue rodada durante la marcha de chacareros a Capital (26 de agosto de 1921); mientras que la segunda parte, la ficcional, comenzó a rodarse en marzo del año siguiente. Durante casi 69 minutos, la película narra

(…) la epopeya de José Sereno, un campesino italiano que migra a la Argentina en pos de la tierra. (…) Jos é se irá convirtiendo en símbolo de la historia del padecimiento de cualquier colono de la región cerealera  y su historia se irá diluyendo dentro de la historia de Federación Agraria (Marrone y Moyano Walker, 2001, pp. 4-5).

El inmigrante campesino italiano, que llegó a la Argentina pensando en ahorrar para comprar un campo en su tierra natal, opta, sin embargo, por permanecer en el país e invertir aquí el dinero, movilizado por su ascenso social de peón a chacarero y la posibilidad de ser un chacarero independiente. Esta obra contribuye a instalar, por un lado, el relato del origen étnico europeo del agricultor pampeano; por otro, el contraste entre el campo y la ciudad, con el primero como una suerte de refugio nostálgico que vincula al inmigrante con su procedencia; y, finalmente, la articulación de ese ascenso a chacarero con el arraigo a la patria argentina, aspectos todos ellos hilados por un incontenible progreso.

Es importante señalar que las autoras apuntan la analogía con el relato bíblico: José y María –su esposa–, expulsados de su país de origen, viajan en pos de la tierra prometida. El relato de la FAA construye la integración de la familia –y especialmente de la mujer, subordinada incondicionalmente a su marido y al destino de parir y criar hijos– inmigrante a la tierra, su arraigo, con el fin de visibilizar una vida distinta a la que la propaganda anarquista diseminaba. Así pues, “(…) se instituyen los grandes valores e ideales que deben nutrir la epopeya inmigratoria: familia-tierra-trabajo-patria. El film instituye un modelo de `familia´ agraria” (Marrone y Moyano Walker, 2001, p. 10 –el destacado es nuestro).

En este punto, conviene tener presente lo dicho por Mascali, quien considera que luego de la crisis de los años veinte la agricultura comenzó a ser un negocio cada vez más rentable, por lo que los propietarios y/o los intermediarios colonizadores (15) incentivaban a los chacareros a arrendar más tierras. Esta situación implicó una mayor necesidad de mano de obra -ya que con el trabajo familiar no alcanzaba- y un incremento en el valor de la tierra que, a fin de cuentas, hizo más difícil comprarla.

El aumento de la extensión de las explotaciones y la necesidad de trabajo asalariado transformaron las relaciones de producción, ya que la unidad de producción comenzó a depender en mayor medida del trabajo asalariado. En este punto, Mascali sostiene que “(…) ahorro, austeridad y trabajo, virtudes tan características de nuestros chacareros fueron realmente operativas en la toma de decisiones de los mismos. El objetivo era acumular para obtener la propiedad, y el medio fue la vida austera, el ahorro y el trabajo” (Mascali, 1986, p. 15).

En otras palabras, esas específicas virtudes de los chacareros son el basamento que sostenía, por un lado, la meta de lograr la propiedad de la tierra, y, por el otro, el riesgo a incrementar la extensión de las unidades de explotación. Pensamos que esa cultura del esfuerzo era significada como constitutiva de los trabajadores del campo, fuera que se tratase de la mano de obra doméstica o de la asalariada.

Prueba de ello es lo que sostiene Waldo Ansaldi al momento de analizar los conflictos entre chacareros y peones rurales:

La Federación Agraria, sus dirigentes y su órgano oficial, La Tierra, tienden a no concebir a los obreros rurales como antagonistas, ni siquiera como opuestos. Más aún, se llega a señalar que tanto los chacareros como sus peones son `trabajadores de la tierra´ con origen y enemigos comunes, como los comerciantes cerealistas y los rameros generales (Ansaldi, 1993, p. 19).

Esta consideración se sostiene en la lectura de fragmentos de declaraciones que la FAA publica en su órgano de prensa, La Tierra, a lo largo de los años. También se encuentran allí algunas menciones a la relación con el Estado y a los deseos de progreso. Valga como ejemplo una cita correspondiente a la edición de La Tierra del 15 de noviembre de 1918: `Todo compañero que se valga de las circunstancias para tiranizar al peón durante la cosecha cometerá un acto de los más censurables y nos obligará a que le recordemos los tiempos que, linyera al hombro, éramos también peones´” (citado en Ansaldi, 1993, p. 19 –el destacado es nuestro).

Años después, durante la crisis de la década de 1940, el trabajo en las explotaciones agrícolas fue afrontado por los chacareros a partir de su cohesión familiar y mediante la mano de obra doméstica. Esto no significa que los productores agrícolas se opongan a los asalariados (sea temporarios como permanentes), sino que existe un registro del problema en términos de esa cultura del trabajo y el esfuerzo a la que nos referíamos. Baste para ello leer algunos de los documentos de la Federación Agraria Argentina citados por Mascali, como por ejemplo el que corresponde al 19 de octubre de 1943:

`Sólo nos pertenecen a los agricultores los [costos normales] que corresponden al propio nivel de vida de nuestra familia y al trabajo agrícola. Y éstos han sido, no reducidos, sino exprimidos al máximo al extremo de que hoy en la chacra trabaja desde el abuelo hasta el niño de seis años. Esto sin dudas ha agravado el problema de la desocupación de los que sólo tienen la perspectiva del trabajo periódico de la cosecha para ganarse el sustento diario´ (citado en Mascali, 1986, p. 27 –el destacado es nuestro).

Nuestro punto queda manifestado explícitamente en el documento del día 24 de diciembre de 1944, en el que se analiza la situación “trastornada” del agro: “`Hay lugares donde núcleos de hombres inspiran lástima, pues, mientras en las chacras, mujeres, niños y ancianos trabajan penosamente, ellos, los peones, en la plenitud de su capacidad física están sin trabajo y sin pan´” (citado en Mascali, 1986, p. 31). Casi un año después, el 14 de septiembre de 1945, el problema persiste en la consideración:

“(…) no podemos desatendernos del problema de los obreros rurales. Ese problema tiene, desde luego, atingencia directa con el nuestro. En nuestras chacras se utilizan, desde hace mucho tiempo, todos los lazos familiares disponibles: mujeres, ancianos y niños han sido y siguen siendo movilizados, porque a medida que nuestra descapitalización ha ido avanzando, hemos debido ir prescindiendo de peones´ (citado en Mascali, 1986, p. 110, nota 15).

Los conflictos estudiados por Mascali entre los chacareros y los trabajadores asalariados giraban en torno al trabajo. Los agricultores protestaban contra la situación creada por las disposiciones legales y por las extralimitaciones sindicales sobre la organización del trabajo agrícola, habida cuenta de las conquistas sociales que los obreros comenzaron a lograr a partir de 1943 y luego con el gobierno de Perón. Un reclamo puntual de los chacareros era la intervención sindical para impedir el trabajo familiar y lograr que se emplease mano de obra asalariada (16). En un documento con fecha del 27 de septiembre de 1946, la FAA especificaba que:

`Sólo deseamos disponer de nuestro trabajo en nuestras propias chacras y que si nos proponemos recolectar las bolsas cosechadas para apilarlas en el galpón no se nos cree un conflicto con pretendidos `alzadores´ y se nos persiga e intime para cobrarnos ese trabajo. Nuestros hijos, para bien de ellos, para bien de la prosecución de la profesión de agricultor y para bien del mismo desenvolvimiento del país, deben ser en todo momento, junto con nosotros, los primeros trabajadores de la chacra´ (citado en Mascali, 1986, p. 43).

Esas palabras se refieren sobre todo a la práctica del “pago por trabajo no realizado”; es decir, el cobro al agricultor del salario de un obrero como si éste hubiese realizado el trabajo. Los reclamos de las entidades agropecuarias -no solamente los de la FAA, sino también SRA y CRA, entre otras-, tuvieron eco en las Cámaras del Congreso de la Nación, que se manifestaron de diferente manera. En la sesión de la Cámara de Senadores del 20 de noviembre de 1946 se afirmaba que “(…) la unidad de la familia de nuestros agricultores debe ser respetada, en la formación de los equipos de obreros o sea la posibilidad de que sus hijos, y los agregados a la familia, cooperen en la oportunidad de lograr ese esfuerzo definitivo´” (citado en Mascali, 1986, p. 57). La Cámara de Diputados, por su parte, el 27 de agosto de 1947 sostenía: “`El trabajo familiar es la base económica más firme de la economía agraria, ya lo dice nuestra ley de colonización (17) y lo robustece su reforma. (…) reafirmar el trabajo familiar (…) es velar y tutelar por la unidad de la sociedad´” (citado en Mascali, 1986, pp. 61-62).

Como puede verse, la situación de crisis económica centró la disputa en torno al trabajo, familiar como asalariado, ya que cada uno de los actores en conflicto, así como las decisiones gubernamentales, se movían sobre el suelo de una matriz cultural que constituía a los hombres como trabajadores.

El mencionado es un caso de intervención del Estado en las actividades del agro, pero no la única. Retomando los puntos nodales de la familia, la inmigración y el trabajo, es importante mencionar la relación que la educación estatal desempeñó en la vida rural, en tanto consideramos que la educación es otro indicio importante en la reconstrucción de la matriz cultural. El Estado argentino de fines del siglo XIX se preocupó por constituir una sociedad civil argentina, y para ello la mejor institución era la Escuela Normal. Sin embargo, más allá de la iniciativa de poblar el “desierto argentino” a partir de contingentes de inmigrantes, el Estado aún no se hacía presente con la educación estatal agrícola. En un principio, los establecimientos educativos estaban previstos “solamente” para transformar a los hijos de esa heterogénea gama de nacionalidades, que el aluvión inmigratorio había traído a las pampas argentinas, en ciudadanos argentinos.

Si bien en la escuela rural “No estuvieron ausentes (…) inculcar hábitos de trabajo, disciplinar la mano de obra, internalizar el respeto por las autoridades y la propiedad privada” (Ossanna, 2009, p. 61), la ausencia de una escuela ligada a los saberes agropecuarios contribuyó a que el núcleo familiar se reforzara cada vez más, en términos de mantener las prácticas tradicionales y tener cierto recelo respecto de la escuela. Así pues, “(…) los sectores rurales rechazarán esta medida [escolaridad obligatoria] ya que los padres veían que la asistencia de sus hijos a la escuela les restaría mano de obra en las tareas de la explotación familiar” (Ossanna, 2009, p. 61). Puede verse claramente cómo aquella tradición del trabajo de los menores en la explotación agrícola era, por un lado, reafirmada en términos disciplinarios por parte de la escuela; pero, por otro, la enseñanza recibida por parte de los menores no estaba ligada a los conocimientos necesarios del trabajo agropecuario.

A partir del Centenario, la educación rural se volvió una de las preocupaciones de la FAA, en vistas a iniciar un proceso de modernización en el trabajo agropecuario. Con este objetivo, esta institución implementó canales educativos por fuera de las injerencias estatales, desarrollados por agentes formadores en el propio ámbito de trabajo, lo que resultó altamente efectivo para lograr mejoras en el trabajo del agricultor. El Estado, atento a esta situación, se movilizó para crear Escuelas Normales Rurales y Escuelas Normales de Maestros Rurales (en 1917 se crean seis de ellas), para formar no sólo a los menores sino también a los maestros rurales. Este emprendimiento se vio trunco porque muchos, incluso educadores y educandos, consideraban que el trabajo rural se aprendía en la medida en que que se hacía, lo cual implicaba en ese punto una consideración despectiva para con las escuelas rurales.

Como mencionamos anteriormente, luego de la crisis de 1929 se intensifica el trabajo familiar, ya que al bajar la rentabilidad es necesario disminuir los costos de la producción. Por ello, en las explotaciones, la mano de obra familiar reemplaza a la mano de obra asalariada. Este cambio en la producción obligó a los chacareros a

(…) realizar un duro aprendizaje e importantes inversiones. Esta reconversión productiva fue posible en parte por el papel educador que jugaron una serie de asociaciones que surgieron en este periodo como una necesidad de los pequeños productores de agruparse para superar los efectos de la crisis (Ossanna, 2009, pp. 44-45).

En tal sentido, la FAA impulsó instancias formativas del productor y del cooperativista, que implicaban charlas, conferencias y prácticas de trabajo en las cuales se compartían conocimientos y se mancomunaban esfuerzos.

Sin embargo, a partir del primer gobierno del General Perón se produce una modificación sustantiva:

(…) existe una resignificación simbólica del trabajo: el trabajo no es una carga, no es un castigo, el trabajo `dignifica´ y Perón es el `primer trabajador´. El peronismo se mostrará preocupado por la educación rural, como estrategia destinada a frenar el éxodo de la población campesina a las grandes ciudades industriales (Ossanna, 2009, p. 69),

acentuada por la industrialización. En 1949 se sanciona la Ley de Educación 3.554 y se realiza la célebre (y polémica) Reforma de la Constitución Nacional, en las cuales se enarbolan institucionalmente los conocimientos de la instrucción educativa escolar y los valores morales que resultan de la educación y el trabajo.

Por otro lado, para combatir el proceso de migración a las ciudades se crean las Escuelas de Orientación Granjera, para tratar de “formar una conciencia agraria y arraigar al niño a la tierra”, lo que implicaba un hincapié en la formación agrícola, de la que se ocupaba especialmente una materia específica, Orientación Granjera Regional, que contaba “(…) con una carga horaria de seis horas sobre un total de 24 horas semanales. Esta asignatura comprendía temas como jardinería, arboricultura, avicultura regional, pequeñas industrias de chacra, aprovechamiento de industrialización casera de productos de granja, entre otros” (Ossanna, 2009, p. 48). Quizás este proceso de intervención estatal a partir de instituciones educativas rurales pueda resumirse con una frase pronunciada en la sesión de la Cámara de Senadores de la Provincia de Santa Fe, el primero de mayo de 1950: “(…) `para sembrar abecedarios donde mismo se siembran los trigales´” (citado en Ossanna, 2009, p. 46).

Para dar cuenta de esa imbricación entre la educación formal que el Estado intentaba impartir a través de las escuelas rurales y la vida en el campo, recurrimos al testimonio de una de nuestras entrevistadas, una exmaestra y directora de escuela rural, que ejerció su profesión sobre la costa del río Paraná, en Entre Ríos,

La gente del INTA se acercaba a la escuela y la escuela era promotora de que se reunieran los papás, todos los colonos –digamos, porque en realidad no eran sólo los papás: era la gente que vivía en la colonia-, y ahí se trabajaba la cuestión campo, digamos. Con reuniones, se les enseñaba, a mí me dejaban cuadernillos. Entonces yo trabajaba con los chicos enseñándoles hasta qué altura podía el animal comer el césped… Todas estas cosas ¿viste? que hacen al trabajo agrícola. Pero, en realidad, los chicos me enseñaban a mí más de lo que yo les enseñaba a ellos en cuestiones de campo. (…) Por lo que vivenciaban con sus papás. Ya te digo: tenían que trabajar con ellos.

Así pues, esa relación de los habitantes del campo con la escuela y el cuerpo docente implicaba un intercambio de saberes de distinta índole, pero centrados en el hacer cotidiano de la vida rural; es decir, ligados al trabajo y al esfuerzo que éste implica. Recurrimos al testimonio del mismo propietario de campo que ya citamos:

Y la escuela, sagrada escuela, ¿no? Que mi papá no nos dejaba ni los días de lluvia, veníamos en un sulky con un caballito a la escuela todos los días. Mirá, solamente que esté lloviendo al momento de salir, lloviendo a cántaros, si no con barro, así y todo mi papá nos mandaba, y nos mandaba, y nos mandaba. Y cuando llegábamos de vuelta nos agarraba los pantalones y nos empezaba a mirar así, a ver cómo íbamos. Y después era trabajar. (…) había poco campo, entonces ¿sabés lo que hacíamos un montón? Nos hacía hacer huerta. Se producía prácticamente el consumo, lo que se consumía en la familia, todo. Salvo las cosas imprescindibles como puede ser la sal, el azúcar, eso que vos no lo podés hacer en el campo. Pero después, todo lo demás, desde la carne, que mataban una vaca de vez en cuando; hasta el pan que hacía mi mamá en la cocina a leña. Se hacía todo.

Ahora bien, a medida que transcurrieron las décadas del sesenta y el setenta, como ya hemos mencionado, el desarrollo tecnológico redujo la cantidad de trabajadores por hectárea, así como se inclinó cada vez más a la terciarización completa de las actividades a través de contratistas. Si bien esto implica un cambio en el trabajo del productor, que reduce la labor física e incrementa las tareas dirigenciales, eliminando el trabajo familiar; también implica la permanencia de los trabajadores asalariados (permanentes y transitorios), vinculados ahora con el contratista de servicios. Los productores se desvinculan del proceso productivo y se transforman en rentistas, lo que lleva a no reinvertir en la propia tierra. Y así se produce el paso de las generaciones del esfuerzo y el sacrificio a las actuales, las que intentan mantener lo que sus antepasados lograron y disfrutar de las posibilidades conseguidas. En estas condiciones,

(…) los productores medios se piensan y se expresan como empresarios, administradores de la explotación agropecuaria. Si bien dicen `hice´, `aré´, `sembré´, en general casi todo el trabajo es realizado por asalariados (o por contratistas de servicios, en este caso con menor, o nula, capacidad para explotarlos) (Balsa, 2006, p. 199 –el destacado es nuestro).

A la luz de estos cambios, Balsa sostiene que los productores se aburguesaron. Es decir, se trasladan a centro urbanos, dejan a un lado la producción para autoconsumo y la austeridad en los gastos, mientras privilegian la educación de sus hijos en las escuelas urbanas, deseosos de que ellos tengan una formación universitaria; y se adaptan a las pautas de consumo de las clases medias y medias altas de las ciudades. Se transforma el modo en que los productores se ven a sí mismos y la forma en que llevan adelante su actividad.

Tal y como mencionamos en el apartado anterior, debemos realizar nuestras pesquisas en el terreno propio del registro imaginario, en el que la afectividad hunde sus raíces y se entrelaza con los registros simbólico y real. Valgan, como ejemplo, los testimonios de dos de nuestros entrevistados, trabajadores rurales. Por un lado, uno de ellos, hoy mayor de 50 años, nos comenta cómo y cuándo aprendió a trabajar en el campo:

(…) mi cuñado era el encargado de un campo. Yo me fui de gurí. Seis años, no sé. Me crié con él. Y ya trabajando, aprendí. Lo que aprendí, aprendí con él. (…) Ponele, un encargado de campo es de cuidar los animales. Ahí en ese campo era crianza de animales. Parían los animales y vos tenías que criar. Se marcaban. Nosotros estábamos para cuidar la crianza de ese año. Trabajaba ese año, se marcaban los animales. Y por lo que yo aprendí, aprendí ahí a curar un animal. Cuando vos veías el síntoma de enfermedad. Viste, una tristeza, un… “¿Qué podía ser?´, le comentaba. Y uno, ya con el tiempo, ya empezás a pronosticar más o menos el remedio que vos le podés hacer. Y eso me sirvió, hoy en día, donde estoy ahora.

El otro testimonio, de un capataz menor de 30 años, que no nació ni se crió en el campo, deja manifiesto con sus palabras que allí “no aprende el que no quiere”:

Lo aprendí solo. Eso te lo puedo garantizar. Lo que yo aprendí ahí, solo, solo. Aprendí a soldar, no sabía soldar. Aprendí a armar una rueda, un bolillero. No sabía lo que era para mí un bolillero. Aprendí a desarmar una moto... La moto la desarmé entera… Hasta motor, todo desarmé la otra vuelta. Hasta máquina de pasto. Todo lo que… Meter mano: es cuestión de probar. Una vez te puede salir mal… Pero, al menos, las veces que hemos podido solucionar problemas ahí… Que podríamos haber dejado parada una máquina 20 días ahí o llevado a un taller y yo se la arreglaba.

Si bien los testimonios narran dos situaciones diferentes de aprendizaje, no sólo por la tarea sino también por la edad con la que contaba cada uno, nos interesa rescatar la dedicación, la aplicación y el registro de su aprendizaje. No solamente puede ser narrado y pueden establecer la importancia de ello y de su utilidad, sino que además está presente la afectividad. Por un lado, la relación de aprendizaje y trabajo está arraigada a situaciones concretas (arriar animales, soldar, etc.), en las que solo o con ayuda de alguien el trabajador rural puede resolver un problema; por otro lado, lo aprendido forja la voluntad de trabajo, ya que lo aprendido sigue siendo útil a lo largo de la trayectoria de vida: el lugar que ocupan hoy es resultado de lo vivido anteriormente.

Sin dudas se trata de indicios que remiten a la matriz cultural que hemos estado rastreando en datos que otros investigadores han construido y que hemos resignificado, así como en los que estamos elaborando en nuestra investigación.

Las presentadas son algunas de las huellas relacionadas con la significación que el trabajo y la educación tienen para los chacareros y para los otros actores que giran alrededor del campo. Se trata, pues, de establecer los puntos de partida para un análisis que nos permita reconstruir el suelo cultural, la matriz, que hace posible las intervenciones en el espacio público, en tanto es condición de emergencia de procesos de identificación que entran en conflicto por y sobre lo común. Ahora bien, pensamos que estas pistas contribuyen al análisis del “Conflicto del Campo”, ya que visibilizan algunos de los indicios que constituyen la matriz cultural que hizo posible el proceso de identificación política denominado como “el Campo”, como “Somos el Campo”. Este proceso de identificación implicó a distintos actores sociales, que pertenecían a diferentes posiciones sociales objetivas. A partir de nuestro análisis (que, repetimos, está en proceso de ser completado) de la relación entre cultura y política se pueden inteligir algunas respuestas y otras tantas preguntas que otras posiciones teóricas no habilitan.

Notas

(1) El presente escrito se desarrolla retomando el trabajo presentado para el Seminario Estructura Social en América Latina, dictado por la Dra. Adriana Chiroleu, Doctorado en Ciencias Sociales, UNER, 2011. Cf. Rigotti 2011e. Asimismo, se enmarca en los desarrollos del PID 3132 Cultura, política, subjetividad. Un estudio de caso, que aún se encuentra en curso. Director: Sergio Caletti, co-directora: Dra. Carina Muñoz. FCE, UNER.

(2) Cf. Lattuada y Neiman, 2005, p. 40 y ss.

(3) Si bien es cierto que la Argentina es el país de la región con mayor presión impositiva sobre el sector agropecuario, también es verdad que los costos de producción de soja son más bajos que en EE.UU. y Brasil, los otros grandes exportadores mundiales.

(4) Cf. Barsky y Dávila, 2008, p. 218 y ss.

(5) En un trabajo anterior (2007), titulado “Apuntes sobre la construcción identitaria de un nuevo empresariado en el agro argentino”, la autora se preocupa por la emergencia de la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola (AACREA) y su perspectiva de profesionalización de la gestión empresaria. Cf. Gras, Carla, “Apuntes sobre la construcción identitaria de un nuevo empresariado en el agro argentino”, ponencia presentada en las V Jornadas Interdisciplinarias de Estudios Agrarios y Agroindustriales, Buenos Aires, 7-11 de Noviembre (CD-Rom).

(6) Al respecto, cf. Miliband, 1990, p. 421 y ss.

(7)En el caso de Karl Marx, el problema de la conciencia, y su correlato de la alienación, proviene de la relación de su pensamiento con el de G. W. F. Hegel. Particularmente, el vínculo puede rastrearse en “La verdad de la certeza de sí mismo” (en Fenomenología del Espíritu) y “El trabajo enajenado” (en Manuscritos: economía y filosofía).

(8) En este punto, recordamos la problematización que el pensador ruso Valentín N. Voloshinov introdujo en 1929, en su célebre El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, acerca de la relación del signo con la realidad que, al mismo tiempo, refleja y refracta, lo que complejiza el problema de la representación y de la ideología.

(9) Si bien el comienzo de la denominada “Escuela de Birmingham” (CCCS, Center of Contemporary Cultural Studies) estuvo signado por un enfoque emparentado con el que luego expondremos, estamos refiriéndonos a lo que han producido la segunda y la tercera generación de aquella escuela, con un enfoque cada vez “menos marxista” que intenta politizar la cultura.

(10) El fantasma debe ser entendido como un dispositivo, y no como un sistema, o estructura, o relato, etcétera. A partir de esta definición, el foco debe estar puesto en la relacionalidad que implica con una cantidad indeterminada de elementos heterogéneos (cf. Foucault, 1991, p. 128) en un juego, en relaciones que permanentemente se encuentran en movimiento. Un relato, un sistema o una estructura pueden ser identificados o reconstruidos total y racionalmente, algo que un dispositivo impide por la específica relacionalidad que lo hace posible. Al mismo tiempo, el relato, el sistema y la estructura suponen un origen (incluso un principio, nudo y desenlace; o bien, un fundamento, Grund), una relación prefijada, que opera como base y que debe ser recuperada o reconocida para iniciar el proceso de reconstrucción como totalidad cerrada, o, diría Jacques Derrida, como centro que regula el funcionamiento del juego.

(11) Los traductores del texto de Stavrakakis, Lacan y lo político, interpretan fantasme como “fantasía”. Trabajaremos con la traducción de fantasme como “fantasma”, que corresponde a Stavrakakis, 2010. Cf. Caletti, 2009, p. 183, nota al pie número 184.

(12) Las conclusiones a las que hemos llegado son propias de una investigación que se encuentra finalizando el análisis del trabajo de campo (entrevistas en profundidad). Aun así, nos valemos de los testimonios ya recabados y de los datos y argumentos que aportan otras investigaciones, que, cabe decirlo, parten de otros supuestos epistemológicos, teóricos y, consecuentemente, metodológicos.

(13) A partir de lo mencionado, es importante considerar lo que Carla Gras (Gras, 2010), pudo constatar a partir de las entrevistas realizadas a algunos empresarios pampeanos: éstos explican cómo el Conflicto termina perjudicando al sector de la economía que da trabajo –en términos de rentabilidad como en los de sociabilidad de los pueblos del interior-; y significan como un castigo y una injusticia la expropiación que significa el sistema de retenciones dispuesto por el Gobierno. El trabajo se visibiliza como un punto nodal que amarra significaciones con cierta historia en nuestro país. Teniendo en cuenta lo dicho por Ossanna, lo que enuncian los empresarios entrevistados por Gras se sostiene en los significantes encadenados al campo, y que constituyen parte de una matriz cultural: esfuerzo, sacrificio, arraigo, inmigración, etc.

(14) Las autoras manifiestan la duda acerca de si fue la SRA o el Ministerio de Agricultura los que impulsaron la producción de la película.

(15) En su mayoría eran inmigrantes con arraigo en el país, que arrendaban tierras en dinero para luego subarrendar a los agricultores por un porcentaje de su cosecha. Cf. Mascali, 1986.

(16) Mascali afirma que los sindicatos de los obreros rurales desplegaron distintas prácticas y estrategias, como la creación de Centros de Oficios Varios, Bolsas de trabajo, turnos de trabajo y el “pago por trabajo no realizado”.

(17) Se refiere a la Ley de Inmigración y Colonización Nº 817 del 6 de octubre de 1876.

Bibliografía

Ansaldi, W. (1990). “Cosecha roja. La conflictividad obrera rural en la región pampeana, 1900-1937”. Revista Paraguaya de Sociología (Año 27, Nº 79): 47-72.

Ansaldi, W. (1991). “Hipótesis sobre los conflictos agrarios pampeanos”. Revista Ruralia (Nº 2): 7-27.

Ansaldi, W. (1993). “La pampa es ancha y ajena. La lucha por las libertades capitalistas y la construcción de los chacareros como clase”. Pp. 71-101 en La problemática agraria, compilado por M. Bonaudo y A. Pucciarelli. Buenos Aires: CEAL.

Ansaldi, W. (1995). “El fantasma de Hamlet en la pampa. Chacareros y trabajadores rurales, las clases que no se ven”. Pp. 275.295 en Problemas de la historia agraria. Nuevos debates y perspectivas de investigación, compilado por M. Bjerg y A. Reguera. Tandil: IEHS.

Aronskind, R. (2010). “Cambio estructural y conflicto distributivo: el caso del agro argentino”, en R. Aronskind y G. Vommaro (Comp.). Campos de batalla. Las rutas, los medios y las plazas en el nuevo conflicto agrario (pp. 327-353). Buenos Aires: UNGS-Prometeo.

Balsa, Javier. (2006). El desvanecimiento del mundo chacarero. Transformaciones sociales en la agricultura bonaerense, 1937-1988. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes Editorial.

Balsa, J. y López Castro, N. (2011). “Transformaciones socioproductivas, actores sociales y modelos de desarrollo rural en disputa. Reflexiones en torno al conflicto agrario reciente en la región pampeana” en J. Muzlera et al., Aportes, sujetos y miradas del conflicto agrario argentino (1910-2010) (pp. 141-162). Buenos Aires: CICCUS.

Barsky, O. y Dávila, M. (2008). La rebelión del campo. Historia del conflicto agrario argentino. Buenos Aires: Editorial Sudamericana S.A.

Caletti, S. (2009). Exploraciones (Discurso, política, subjetividad) (inédito). Informe final de PID 3098. Política, sujetos y comunicación: un acercamiento a la escena pública contemporánea, UNER, 2006-2009.

Forni, F. y Tort, M. I. (1992). “Las transformaciones de la explotación familiar en la producción de cereales de la región pampeana”, en Jorrat, Jorge y Ruth Sautu (comps.), Después de Germani. Exploraciones sobre estructura social de la Argentina. Pp. 142-157. Buenos Aires: Paidós.

Foucault, M. (1991). “El juego de Michel Foucault”. Pp. 127-162 en Saber y Verdad, editado por M. Foucault. Madrid: Las Ediciones de La Piqueta.

Giddens, A. (1979). La estructura de clases en las sociedades avanzadas. Madrid: Alianza Editorial.

Gras, C. (2010). “Actores agrarios y formas de acción política en la Argentina contemporánea. Un análisis a partir de los grupos de ‘autoconvocados’ en la región pampeana”, en R. Aronskind y G. Vommaro (comp.). Campos de batalla. Las rutas, los medios y las plazas en el nuevo conflicto agrario (pp. 279-312). Buenos Aires: UNGS-Prometeo.

Lattuada, M. y Neiman, G. (2005). El campo argentino. Crecimiento con exclusión. Buenos Aires: Capital Intelectual.

Marrone, I y Moyano Walker M. (2001). “Imaginarios contrapuestos en la filmografía del agro pampeano argentino”, Mundo Agrario, 3, La Plata, cehr-unlp. Obtenido el 2 de Octubre de 2012. www.mundoagrario.unlp.edu.ar.

Marx, K. (1852). El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Obtenido el 16 de Diciembre de 2011. http://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm

Mascali, H. (1986). Desocupación y conflictos laborales en el campo argentino (1940-1965). Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, Biblioteca Política Argentina Nº 139.

Miliband, R. (1990). “Análisis de clases”. En A. Giddens y J. Turner (Comps.), La Teoría Social, hoy (pp. 418-444). México: Alianza Editorial.

Muzlera, J. (2009). Chacareros del siglo XXI. Herencia, familia y trabajo en la Pampa Gringa. Buenos Aires: Editorial Imago Mundi.

Osanna, E. (Coord.).( 2009). Sobre viejos y nuevos saberes. Educación, Trabajo y Producción en la Provincia de Santa Fe. Rosario: Laborde Editor.

Rigotti, S. (2011a). Fantasmas, vivencias, indicios: exploraciones para la reconstrucción de los procesos de identificación. Ponencia presentada en VI Jornadas Nacionales Espacio, Memoria e Identidad, Junio y Julio, Rosario, Argentina.

Rigotti, S. (2011b). La entrevista como herramienta para la reconstrucción abductiva de los procesos de identificación. Ponencia presentada en IX Jornadas de Sociología Capitalismo del siglo XXI, crisis y reconfiguraciones. Luces y sombras en América Latina Pre-ALAS Recife 2011, Agosto, Buenos Aires.

Rigotti, S. (2011c). Los procesos de identificación política: la opinión pública y la afectividad. Ponencia presentada en Congreso Comunicación y Ciencias Sociales, Septiembre, La Plata.

Rigotti, S. (2011d). “Los procesos de identificación: reflexiones sobre la entrevista como técnica para su investigación” Revista Intersecciones en Comunicación (Nº 5):113-135.

Rigotti, S. (2011e). “Los chacareros argentinos: nacimiento, historia y conflictos”. Presentado en Seminario Estructura Social en América Latina, Doctorado en Ciencias Sociales, Paraná, UNER.

Sartelli, E. (dir.). (2008). Patrones en la ruta. Buenos Aires: Ediciones ryr.

Sercovich, A. (1977). El discurso, el psiquismo y el registro imaginario. Ensayos semióticos. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión SAIC.

Stavrakakis, Y. (2008). Lacan y lo político. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Stavrakakis, Y. (2010). La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, teoría, política. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina SA.

Yabkowski, N. (2010). “Nosotros, ellos... Todos. Los sentidos de la representación política y los recursos discursivos utilizados para ganar legitimidad en el conflicto”, en R. Aronskind y G. Vommaro (Comps.). Campos de batalla. Las rutas, los medios y las plazas en el nuevo conflicto agrario (pp. 67-118). Buenos Aires: UNGS-Prometeo.

 

Recibido: 09 de julio de 2013
Aceptado: 08 de mayo de 2014
Publicado:
20 de agosto de 2014

Esta obra está bajo licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 Argentina