Mundo Agrario , vol. 15, nº 29, agosto 2014. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana


ARTICULO/ARTICLE

 

Antecedentes históricos de la unidad de las corporaciones agropecuarias pampeanas.
La formación de la Comisión de Enlace y la disputa por la renta (1966-1973)

 

Gonzalo Sebastián Sanz Cerbino

Instituto de Estudios de América Latina y El Caribe
Universidad de Buenos Aires
Argentina
camilogx@yahoo.com

 

Cita sugerida: Sanz Cerbino, G. (2014). Antecedentes históricos de la unidad de las corporaciones agropecuarias pampeanas. La formación de la Comisión de Enlace y la disputa por la renta (1966-1973). Mundo Agrario, vol.15, nº 29, agosto 2014. Recuperado de: http://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/view/MAv15n29a09

 

Resumen

El presente trabajo busca aportar a la comprensión de la intervención política de la burguesía agraria pampeana, tomando como observable las acciones y los posicionamientos de las corporaciones rurales en un momento de crisis política. Los estudios sobre el tema han tendido a sobreestimar las diferencias entre productores chicos (“chacareros”) y grandes (“oligarquía”), lo que ha eclipsado el estudio de los momentos de confluencia, que tienen por lo menos 40 años de historia en la Argentina. Luego de discutir el enfoque predominante en la bibliografía, abordaremos la conformación, en 1970, de la Comisión de Enlace, en la que confluyeron Federación Agraria, CONINAGRO, Confederaciones Rurales Argentinas y Sociedad Rural. Recurriendo a periódicos de tirada nacional y documentos institucionales de las corporaciones, reconstruiremos los acuerdos en torno a los que se estructuró esta alianza y su intervención concreta.

Palabras clave: Corporaciones rurales – Unidad – Impuestos a la exportación

Abstract

This paper seeks to contribute to the understanding of the political intervention of the agrarian “pampeana” bourgeoisie, taking as observable the actions and the rural groups positions at a time of political crisis. Studies on the topic have tended to overestimate the differences between small producers ("landholders") and large ("oligarchs"), which has overshadowed the study of the moments of confluence, which have at least 40 years of history in the Argentina. After discussing the dominant approach in the literature, we will address the creation, in 1970, of the Liaison Committee, where converged Agrarian Federation, CONINAGRO, Argentine Rural Confederations and Rural Society. Drawing on national newspapers and corporate institutional documents, we rebuild the agreements around this alliance was structured and her specific intervention.

Keywords: Rural Groups - Unity - Export Taxes

 

Introducción

La importancia económica que ha tenido la actividad agropecuaria en la Argentina influyó, sin dudas, en la preocupación que ha despertado el tema en los ámbitos intelectuales, en los que ha dado lugar a gran cantidad de debates. Cuestiones como la estructura social predominante, el grado de desarrollo alcanzado por la rama, el lugar que ocupa en la economía nacional o los sujetos sociales que en este medio se desempeñan han sido materia de discusión y generado una profusa bibliografía. Uno de los ejes del debate ha sido la intervención política de esta fracción de la clase dominante, en particular de las corporaciones que representan sus intereses. En este artículo nos proponemos aportar a esta discusión reconstruyendo un hecho significativo que establece matices con la línea de interpretación dominante a la hora de dar cuenta de la intervención política de la burguesía agraria: aquella que ha destacado los enfrentamientos entre la burguesía de menor tamaño (los “chacareros”) y los grandes productores (la “oligarquía”, los “terratenientes”), descuidando el estudio de sus momentos de unidad o confluencia.

En principio, proponemos repasar brevemente las líneas de discusión centrales en relación con la estructura agraria argentina, y de qué manera las posiciones en este terreno influyeron en los estudios sobre el comportamiento político de los actores sociales en el medio agropecuario. Luego avanzaremos sobre el problema central de este artículo: la confluencia de Federación Agraria Argentina (FAA), Confederación Intercooperativa Agropecuaria (CONINAGRO), Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) y Sociedad Rural Argentina (SRA) en un frente denominado Comisión de Enlace, en 1970. Daremos cuenta de las transformaciones estructurales y productivas iniciadas en los años ’50, que habilitaron dicha confluencia, atenuando algunas de las diferencias que separaban a los chacareros de la gran burguesía terrateniente. Finalmente, describiremos el proceso que lleva a la formación de la Comisión de Enlace, deteniéndonos en los acuerdos programáticos sobre los que se estructuró y en su intervención política.

Chicos y grandes en la historiografía sobre el agro pampeano

Ya desde la década del ’30, con la primera crisis profunda que afectó al agro, se diferenciaron dos líneas de interpretación que establecieron una serie de presupuestos acerca de la naturaleza de la burguesía agraria, su desempeño y la estructura económica en la región pampeana. En primer lugar, una corriente dominante, asociada a planteos desarrollistas, que atribuyó los déficits en la acumulación de capital en el país a las características de su clase dominante, y en particular, a la burguesía agraria. Para esta corriente, la renta agraria, por diversos motivos, se convirtió en una traba para la acumulación en la rama. En ella veían la causa, en primer lugar, de un comportamiento renuente a la inversión, ya que la fertilidad del suelo generaría una masa de ingresos importante sin necesidad de incorporar capital en la producción. A su vez, esto derivaría en una estructura agraria dominada por grandes terratenientes (oligarquía) que no sólo no invertirían sino que vedaban el acceso a la tierra de los productores capitalistas, e impedirían su desarrollo. La acumulación se vería trabada, entonces, por la persistencia de elementos no capitalistas (o no plenamente capitalistas) en el agro local, que sería necesario remover.

Sus exponentes clásicos los encontramos en la obra de un conjunto de autores (Nemirowsky, 1933; Tenembaum, 1946; Oddone, 1956; Scobie, 1968), que construyeron una interpretación sobre el agro pampeano que estableció las bases de las discusiones posteriores. A grandes rasgos, estos autores postularon: 1) la existencia de una alta concentración de la tierra en manos de un reducido grupo de terratenientes ganaderos; 2) un esquema de subordinación de la agricultura a la ganadería, que operaba como traba para su desarrollo y se manifestaba a través del sistema de arriendos y los contratos que, por diversos motivos, vedaban la posibilidad de grandes inversiones por parte de los agricultores-arrendatarios; 3) un comportamiento especulativo de los terratenientes ganaderos, que rehuían de la inversión productiva amparados en altos niveles de renta obtenidos de una producción extensiva, frenando al mismo tiempo el desarrollo y la incorporación de tecnología en la agricultura y la ganadería.

Estas concepciones impregnaron los debates de la décadas de 1960 y 1970 sobre el estancamiento del capitalismo argentino. En el contexto de una crisis de acumulación que retraía la dinámica económica local desde la década de 1950, expresada en los ciclos de crecimiento y estancamiento (stop and go), desde distintos ámbitos de las ciencias sociales se intentó avanzar en una explicación sobre este desempeño errático. La naturaleza del problema, que se expresó como crisis de balanza de pagos, puso la atención sobre el sector agrario, proveedor histórico de las divisas necesarias para sostener una industria protegida. A esto se sumaba el bajo desempeño del agro, supuestamente estancado desde los ’40.

Tributarios de los planteos expuestos, encontramos algunos autores que hacia la década de 1960 relacionaron el estancamiento agrario con un supuesto comportamiento especulativo y reñido con la inversión de los propietarios rurales (Giberti, 1966; Ferrer, 1963). Dando por sentada la ausencia de inversiones significativas en el sector rural, estos autores la atribuían a una “mentalidad” no capitalista de los terratenientes. Así, la propiedad de la tierra sería más un elemento de prestigio y estatus social que un capital al que habría que extraerle la mayor ganancia posible. Contra estas posiciones intervino Flichman (1977), quien, retomando los presupuestos de la tesis que pretendía discutir (que no habría inversión productiva en el agro y que allí radicaban las causas de su baja dinámica), objetó que ello respondiera a un comportamiento no capitalista. Este autor intentó demostrar la racionalidad detrás de la baja inversión, atribuyéndola a la existencia de una “renta especulativa”, producida por el constante aumento de los precios de la tierra. En la misma línea, Peña (1986), atribuye a la renta (y la existencia de monopolios) el déficit de inversión no sólo en el agro sino también en la industria.

La crítica planteada por Braun (1974) contra esta posición avanzó demostrando la inconsistencia de sus presupuestos teóricos. Sin embargo, no objetó su punto de partida histórico, el crecimiento extensivo y la baja inversión, posteriormente cuestionados. Desde otra perspectiva, analizando la dinámica de los enfrentamientos sociales en el período 1966-1976 y los golpes de Estado, O’Donnell (2008 y 2009) partía de una caracterización similar sobre las crisis y el desempeño del sector agropecuario, enfatizando su crecimiento extensivo y la ausencia de inversiones destinadas a aumentar su productividad. Más recientemente, trabajos sobre la clase dominante en la Argentina han reactualizado esta “visión tradicional” del agro pampeano. Jorge Sábato (1991) retomó la caracterización de una burguesía terrateniente especulativa y reacia a la inversión, cuyo comportamiento sería el causante del crecimiento extensivo del agro pampeano y del estancamiento del desarrollo capitalista en la Argentina. Según su planteo el comportamiento especulativo de la clase dominante sería el resultado de su forma de adaptación a un mercado en permanente cambio, donde la preeminencia del capital líquido (comercial y financiero) permitiría la flexibilidad necesaria para aprovechar los ciclos de precios, moviéndose de una actividad a otra (agricultura e invernada). El resultado de la necesidad de mantener el capital líquido sería la ausencia de inversiones fijas de magnitud. Siguiendo en parte estos argumentos, Basualdo y Khavisse (1993) elaboraron un análisis que intenta dar cuenta de las transformaciones de la estructura agropecuaria tras la última dictadura. En sintonía con planteos anteriores, estos autores definieron la capa de la burguesía que se erigiría como hegemónica desde la última dictadura militar como “oligarquía diversificada”. A partir de sus propiedades agrícolas, esta habría expandido sus bases de acumulación hacia otras ramas, fundando su desarrollo en la apropiación de excedentes (especulación), antes que en su producción. Planteos similares encontramos en autores como Azcuy Ameghino (2012), que extiende hasta nuestro días una división de la burguesía agraria entre terratenientes y chacareros, a quienes asimila al campesinado.

En respuesta a esta línea, las corrientes liberales han opuesto su propia interpretación de la baja dinámica del agro pampeano, y por extensión, del capitalismo argentino. Según sus postulados, la escasa acumulación en el sector no se debería a características intrínsecas a la burguesía agraria sino a un elemento externo a ella: la intervención del Estado (Cortés Conde, 2005; Díaz Alejandro, 1983, entre otros). La “expoliación” sufrida por esta fracción de la burguesía, cuyos ingresos serían apropiados por distintos mecanismos desde la crisis de 1930 hasta los años ‘70 (y más también), habría cercenado los excedentes que podrían haberse destinado a la inversión. Eso habría determinado un retraso permanente en el agro.

Más recientemente ha surgido una tercera corriente, que ha intentado superar la dicotomía (Barsky y Pucciarelli, 1991, entre otros). Esta línea, reconstruyendo e historizando la evolución de la estructura agraria y los procesos de inversión en el sector, ha atacado los pilares de las otras dos corrientes. La ausencia de inversión productiva y la preeminencia de la “oligarquía terrateniente”, postuladas por los desarrollistas. Y la existencia de un estancamiento y una baja dinámica agropecuaria que se extenderían durante el período que los liberales identificaron con gobiernos “estatistas”. En relación con la estructura agraria en la primera mitad del siglo pasado, la crítica se ha concentrado en discutir la preeminencia de dos polos sociales: el latifundio ganadero, por un lado, y los arrendatarios agrícolas, por otro. Demostrando que esta polarización constituía una simplificación excesiva de la estructura agraria, se caían los supuestos que permitían plantear la subordinación de la agricultura a la ganadería, la preeminencia de la renta por sobre la ganancia capitalista y, por último, el estancamiento como resultado del comportamiento de los grandes propietarios. Otros aportes, demostrando la importancia de la dotación tecnológica en la actividad agropecuaria (Sartelli, 1994), han terminado de demoler los pilares de esta visión.

Amparados en un análisis de largo plazo de la evolución de las propiedades en los censos agropecuarios, e incorporando nuevas fuentes como los catastros inmobiliarios, estos autores han identificado una tendencia a la disolución de la gran propiedad, que atribuyeron a la acción conjunta de la herencia y de un mercado de tierras dinámico (Barsky y Pucciarelli, 1991; Barsky, 1997). La contribución de otros trabajos respecto de la dinámica del mercado de tierras (Miguez, 1985) y los procesos de acceso a la propiedad de los arrendatarios (Barsky, 1997) reforzaron estas conclusiones.

Otro punto que pusieron en cuestión los críticos de la “visión tradicional” fueron las características que se adjudicaba a la capa de pequeños capitales que accedería a la tierra mediante el arrendamiento. En la “visión tradicional”, estos chacareros, imposibilitados de acceder a la propiedad de la tierra por sus altos precios, se habrían visto subordinados a la oligarquía terrateniente-ganadera, que les impondría, a través de los contratos de arrendamiento, qué cultivar, a quién vender, con quién contratar servicios de trilla y cosecha, y no les reconocería las mejoras tecnológicas introducidas en sus campos. A esto se sumaba la supuesta inestabilidad de los arriendos, con chacareros que, siempre al borde de la expulsión de sus campos, evitarían cualquier tipo de inversión. De esta manera, la “oligarquía” limitaba su desempeño económico, y se convertía en responsable del bajo desarrollo tecnológico y del estancamiento. Uno de los cuestionamientos en este punto es que se universalizaron situaciones que tenían, en realidad, un límite geográfico y temporal. La importancia del arriendo, por ejemplo, que no se mantuvo estática en el tiempo, pues sufrió alzas y descensos durante la primera mitad del siglo XX, y se redujo sustancialmente en la segunda mitad. Lo mismo sucedía con los conflictos entre propietarios y arrendatarios, que no fueron permanentes sino producto de ciertas coyunturas de crisis. Algo similar se ha observado para los supuestos elementos que sostenían la subordinación de la agricultura a la ganadería: se ha mostrado una estructura social más compleja que la dicotomía planteada tradicionalmente, entre grandes terratenientes ganaderos y pequeños arrendatarios agrícolas. En la pampa húmeda existieron arrendatarios ganaderos y terratenientes dedicados a la agricultura, pequeños ganaderos y grandes agricultores. A su vez, los arrendatarios pudieron acceder a la propiedad de la tierra en ciertas coyunturas, fenómeno que se masificaría luego de los años ’40. Por último, ni la desprotección contractual ni la inestabilidad tuvieron la profundidad que se les adjudicó, y aparecieron como problema exclusivamente en los momentos de crisis (Barsky y Pucciarelli, 1991; Barsky, 1988 y 1997).

Otro elemento de la visión tradicional puesto en discusión recientemente es la noción de un estancamiento permanente de la producción agraria, que se agudizaría en cuanto se cerró la frontera agrícola y con ella, la posibilidad de seguir sosteniendo el crecimiento extensivo de la producción. Este supuesto estancamiento, que se extendería entre las décadas de 1930 y, por lo menos, 1960, ha sido explicado, nuevamente, por la conducta reacia a la inversión de los grandes terratenientes, y a su vez, ha sido universalizado, presentándolo como una constante del agro argentino. En los últimos años, autores de diversas corrientes han cuestionado la profundidad del estancamiento, su extensión temporal y sus causas (Sartelli, 1994; Barsky, 1988), remarcando que, superada la coyuntura internacional desfavorable, el agro argentino recuperó posiciones.

Por otro lado, entre las décadas de 1960 y 1970 comenzaron a desplegarse una serie de transformaciones estructurales y económicas que modificaron los términos del debate. Estos cambios comenzaron con la reversión del proceso de estancamiento del agro pampeano. Desde 1960 se multiplicaron las áreas sembradas, la producción y los rendimientos, empujados por la adopción de una serie de avances tecnológicos, entre los que se destacaron las semillas mejoradas, la masificación del uso de fertilizantes y agroquímicos, y la extensión de la mecanización de las faenas (Barsky, 1988; Obschanko, 1988). Se asistió a una “revolución productiva” en el agro pampeano, sostenida en un amplio proceso de inversión y tecnificación. En paralelo a la “revolución productiva”, se produjo una transformación en la estructura socio-económica que afectó a la burguesía agraria. En primer lugar, la reducción del control territorial por parte de las unidades productivas de mayor tamaño. Sin embargo, las tierras cedidas por las grandes unidades no fueron absorbidas por los “chacareros”. En el otro extremo de la escala, las pequeñas explotaciones fueron desapareciendo, cediendo terreno a los estratos medios. Eran los efectos de un proceso de concentración de la producción, que se verificaba a su vez en una caída en el número total de explotaciones. Las condiciones de producción se modificaron notoriamente a partir de la década de 1970, elevando la escala productiva para un completo aprovechamiento de la maquinaria. Quienes no alcanzaron esa escala entraron en un proceso de descapitalización y fueron expulsados de la producción (Blanco, 2008; Balsa, 2006; Llovet, 1988).

La concentración de la producción, sin embargo, no implicó un aumento de la concentración de la tierra. Por el contrario, esta tendencia a la concentración no se verificó en el ámbito de la propiedad. Durante estos años se extendió una forma de articulación entre tierras en propiedad y arriendo, que permitió ampliar la escala productiva sin inmovilizar capital en tierras. Este fenómeno confluyó con una de las transformaciones estructurales más importantes: el fin del sistema tradicional de arrendamientos. Ya desde la crisis del ’30, comenzaba a registrarse el desalojo masivo de arrendatarios. La crisis y los mejores términos de intercambio para la ganadería acentuaron este proceso entre fines de los ‘30 y principios de los ‘40. Esta situación indujo al Estado a intervenir mediante una serie de instrumentos legales que, entre la década del 1940 y la de 1960, restringieron los desalojos y congelaron los contratos de arriendo (Barsky, 1997; Balsa, 2006; Lázzaro, 2005).

Desde 1955, las condiciones imperantes en el mercado de arriendo fomentaron profundas transformaciones, en las que confluyeron dos procesos. En primer lugar, en el período muchos arrendatarios pudieron acceder a la propiedad de la tierra. El congelamiento de los arriendos pactados en dinero, sensiblemente afectados por la inflación, y la rebaja de los porcentajes fijados en especie incentivaron la venta de tierras a precios accesibles. Por otro lado, también se produjo un recupero de tierras de parte de los propietarios, por el abandono o el desalojo de los arrendatarios. El resultado fue una notable disminución de la cantidad de tierras arrendadas durante el período y un aumento de los propietarios (Barsky, 1997).

Estas transformaciones han llevado a algunos autores a afirmar la pérdida de centralidad del factor tierra en la producción agropecuaria, desplazada por la importancia creciente que adquiere el capital (Girbal, 2013). Este proceso, iniciado en los ’70 pero profundizado en los últimos 20 años, ha dado lugar a un significativo proceso de concentración de la producción, que se tradujo en un permanente aumento de la escala mínima necesaria para hacer rentable la inversión en tecnología. A su vez, dio lugar a un proceso de expulsión de la producción de las capas de la burguesía agraria más pequeña, que no pudieron alcanzar los nuevos requerimientos del mercado. Estos no significó la desaparición de los “chacareros” sino la adaptación de los sobrevivientes al proceso de concentración a las nuevas condiciones imperantes en la producción (Muzlera, 2009).

La interpretación durante muchos años dominante acerca de la dinámica del agro y las característicasde los sujetos que acumulan en este medio ha impregnado los estudios sobre su intervención política, destacando el enfrentamiento interno entre las capas más débiles de la burguesía agraria y los grandes terratenientes y restando importancia a los momentos de confluencia. En la mayoría de los trabajos que se han abocado a reconstruir la intervención política de las diferentes capas de la burguesía agropecuaria, centrados generalmente en el estudio de las corporaciones rurales, se percibe la influencia de este paradigma que dividió el “campo” en “terratenientes reaccionarios” y “chacareros progresistas”. Estos esquemas opusieron una corporación supuestamente identificada con valores democráticos, intereses populares y planteos reformistas, la Federación Agraria Argentina (FAA), a entidades asociadas a planteos reaccionarios e impopulares, como la Sociedad Rural Argentina (SRA) o la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP). Desde esta perspectiva, la posibilidad de confluencia de ambos bloques en una acción política común tan tempranamente como a mediados de los ’60 es difícil de concebir.

Algunos autores, como Martínez Nogueira (1985), han hecho explícita esta caracterización, señalando que a diferencia de FAA, SRA era una entidad liberal, reaccionaria y antidemocrática. Otros autores asumieron implícitamente esta dicotomía, destacando el carácter reaccionario de entidades como SRA o CARBAP (Palomino, 1988 y 1989; Cúneo, 1967). La influencia del paradigma basado en la dicotomía chacareros-oligarquía también se observa en trabajos que enfatizaron el alineamiento de SRA o CARBAP con las dictaduras que se alzaron con el poder en los ’60 y los ’70 (Sidicaro, 2002; O’Donnell, 2008; Acuña, 1996; Gresores y Muro de Nadal, 2007). En estos estudios suele omitirse el análisis de la intervención de FAA, que en las coyunturas analizadas (la dictadura de Onganía o los paros agrarios de 1975) confluyó con la “oligarquía”.

Por otro lado, la historiografía se ha centrado generalmente en la reconstrucción de los momentos de conflicto entre las diferentes capas de la burguesía agropecuaria, dejando a un lado los momentos de coincidencia o confluencia. La visión imperante acerca de algunos de estos hechos ha contribuido a cristalizar una imagen de SRA como expresión corporativa de una clase dominante conservadora y parasitaria, opuesta al desarrollo y celosa de sus privilegios políticos. Así se la presenta en una visión clásica sobre el Grito de Alcorta (Grela, 1968), que enfrentó a arrendatarios contra terratenientes. En esta reconstrucción, los grandes propietarios son descriptos como los agentes que “ahogan” a los “verdaderos productores” del agro pampeano. Los trabajos historiográficos que se ocuparon de los enfrentamientos entre arrendatarios y terratenientes a principios de siglo (Halperín Donghi, 1984; Arcondo, 1980; Solberg, 1975) no escapan a esta visión. Mientras se destacan los enfrentamientos de FAA con los terratenientes y la “oligarquía” (SRA), se resta importancia a los conflictos entablados frente al proletariado rural, en los que confluyeron ambas (Sartelli, 1993; Bonaudo y Godoy, 1984-1985). Esta lectura iba en sintonía con las imágenes de una estructura rural caracterizada por la “opresión” de los grandes terratenientes ganaderos sobre los pequeños arrendatarios agrícolas, y una baja dinámica del sector causada por conductas reacias a la inversión de la oligarquía, que a su vez ahogaría a los productores dinámicos representados por los pequeños arrendatarios. Se enfatizó un supuesto carácter progresista y democrático de FAA, con demandas reformistas y cierta tendencia a confluir en alianza con la clase obrera urbana (con la FORA IX a principios de siglo o con el peronismo posteriormente). Se la contraponía así a los representantes de la “oligarquía”, reaccionarios y liberales, representados por SRA. Una visión similar se encuentra en las reconstrucciones del conflicto entre invernadores y criadores. Con distintos matices, tanto en las visiones apologéticas (De Olariaga, 1944) como en reconstrucciones historiográficas posteriores (Sábato, 1991; Giberti, 1970; Smith, 1986), la SRA aparece retratada como la representación de una oligarquía que obtenía sus ganancias mediante una actividad especulativa (la invernada), garantizada por el Estado a partir de la influencia política de los terratenientes, y que ahogaba las actividades agropecuarias productivas (la cría). Los trabajos que han abordado la intervención política de las corporaciones en la segunda mitad del siglo XX, al igual que los anteriores, centraron su mirada en los momentos de enfrentamiento interno (chacareros-terratenientes) antes que [en los de confluencia. Esto sucede con quienes se han ocupado de los distintos momentos del conflicto por los arriendos congelados (Lázzaro, 2005; Balsa, 2011; Makler, 2008), con los debates en torno al impuesto a la renta potencial de la tierra (Margenat, 1973) o con el retorno del peronismo, que ubicó a SRA y FAA nuevamente en veredas opuestas (Makler, 2006; Poggi, 2008; Pierri, 2007). Así, la historiografía, al focalizar en los momentos de enfrentamiento interno, ha contribuido a reforzar la dicotomía oligarquía-chacareros.

Aun en nuestros días, cuando muchos investigadores han dado cuenta de las transformaciones en la estructura agropecuaria que eliminaron algunos de los elementos que alimentaron el conflicto interno entre las corporaciones agrarias (Martínez Nogueira, 1985; Slutsky, 1968; Lattuada, 2006, entre otros), sigue causando sorpresa la convergencia de los “chacareros” con la “oligarquía”. La conformación de la Mesa de Enlace en 2008, que reunió a SRA, FAA, CRA y CONINAGRO, ha sido observada por algunos autores como una anomalía (Basualdo, Arceo y Arceo, 2009). Desde ese momento, han aparecido trabajos que han intentado explicar los motivos del acercamiento, haciendo hincapié en las transformaciones de la estructura agraria desde la década de 1990 (Lissin, 2010). Algunos autores, que anteriormente habían enfatizado las diferencias en los postulados de FAA y SRA, más recientemente han complejizado sus posiciones, restringiendo las diferencias sólo al plano discursivo (Poggi, 2012). También aparecieron trabajos que han buceado en la historia rastreando los “antecedentes” de la confluencia de 2008 (Salvia, 2014; Pérez Trento, 2014), lo que muestra hasta qué punto había aquí un problema que era necesario explicar.

En este trabajo intentaremos contribuir a la discusión continuando la línea planteada en algunos estudios aislados que han dado cuenta de la convergencia de los “chacareros” con la “oligarquía” en distintos momentos del siglo XX (Sartelli, 1993; Mateo, 2005; Bonaudo y Godoy, 1984-1985). No pretendemos negar las diferencias ni los conflictos entre las capas más débiles del agro y la gran burguesía terrateniente. Estas diferencias existen, se han manifestado en muchas oportunidades y han sido bien reflejadas por una historiografía que se ha centrado en ellas casi con exclusividad. Sin embargo, también existen puntos que habilitan una convergencia que se produce con más asiduidad de lo que se supone. A principios de siglo el enfrentamiento estaba marcado por el acceso a la tierra: en tanto las capas más débiles de la burguesía agropecuaria accedían a la producción arrendando tierras, el conflicto por la apropiación de renta tendía a manifestarse internamente, entre la burguesía arrendataria y la burguesía propietaria. Esto no impedía la unidad de ambas capas cuando se trataba de limitar las aspiraciones del proletariado rural, como en las huelgas de peones en la década del ’20 (Sartelli, 1993; Bonaudo y Godoy, 1984-1985) o con las reformas promovidas por el peronismo (Mateo, 2005). En tanto ambas capas formaban parte de la burguesía, tenían contradicciones comunes con el proletariado.

Las transformaciones estructurales de los ’60 y ’70 modificaron los términos del enfrentamiento interno. El acceso a la tierra de una parte importante de los arrendatarios redirigió el conflicto por la renta de la tierra hacia afuera. La crisis de acumulación de capital, que elevó el peso proporcional de la apropiación estatal de renta, ubicó al Estado como enemigo. Por esa razón, es en estos años que aparece una tendencia a la unidad corporativa del agro para enfrentar la exacción estatal de renta, en particular en coyunturas de crisis. Esta tendencia no es anecdótica, y por eso la unidad corporativa del agro, impensable en los ’40 o ’50, comienza a manifestarse periódicamente en la política argentina (1966-71; 1975-1976; 1998-2001 y 2008). Sin embargo, esta tendencia a la unidad es contrapesada por una tendencia a la disgregación, que se relaciona con el efecto diferencial que los procesos de concentración y centralización de la producción tienen sobre las diferentes capas del agro. La burguesía agropecuaria de menor tamaño, asolada permanentemente por el peligro de la expulsión de la producción al no alcanzar las escalas mínimas para seguir operando, tiende a movilizarse independientemente en ciertas coyunturas. En estos momentos suele demandar del Estado políticas diferenciales que las resguarden de los procesos de concentración, como la segmentación de la carga impositiva, políticas para impedir la expulsión de la tierra o para garantizar el acceso a ella. Aquí aparece el enfrentamiento con los sectores más concentrados del agro, denunciados como beneficiarios de los procesos de concentración que expulsan de la producción a los pequeños productores. Esta no es más que la nueva forma del viejo conflicto entre grandes y chicos en el agro argentino, suficientemente documentado en la bibliografía sobre el tema. No es nuestra intención discutirla, sino poner de relieve la existencia de una tendencia contraria, en la que grandes y chicos se unen para enfrentar al proletariado y, especialmente desde los años ’60, al Estado en tanto “gran terrateniente” que se apropia de la renta diferencial de la tierra para redirigirla a los sectores urbanos. Es en estos momentos que las capas más débiles de la burguesía agropecuaria, representadas por FAA, abandonan los postulados “reformistas” para asumir el discurso “liberal” y “reaccionario” que la bibliografía atribuye con exclusividad a la “oligarquía”. Intentando rastrear las primeras manifestaciones de esta tendencia a la unidad corporativa, nos adentraremos en un hecho tan poco estudiado como significativo: la constitución de un frente agropecuario que reunió a FAA, SRA, CRA y CONINAGRO en 1970. Ese frente, la Comisión de Enlace, cristalizó una convergencia de hecho que se venía expresando en el cuestionamiento de las cuatro entidades a la política agropecuaria impulsada por el ministro de Economía de Onganía, Krieger Vasena.

La burguesía agraria pampeana y el golpe de Onganía

A mediados de los ’60 una serie de conflictos enfrentaban a las diferentes capas de la burguesía agropecuaria. En primer lugar, la segmentación de la carga impositiva: los más chicos pretendían, mediante una serie de instrumentos como el impuesto a la renta potencial, que los grandes tributaran proporcionalmente más. En segundo lugar, la cuestión de los contratos de arrendamientos, congelados desde principios de los ’40. Este último problema se encontraba en el centro del debate desde el golpe del ’55, momento en el que comenzó a discutirse la liberación del mercado de arriendos, que, según como se la instrumentara, podía derivar en el acceso a la tierra o el desalojo masivo de los arrendatarios. Sin embargo, el problema iba perdiendo vigencia en la medida en que, o bien los arrendatarios iban accediendo a la propiedad beneficiándose de la caída de los precios, o los terratenientes lograban recuperar sus predios expulsando a sus arrendatarios. Así, al momento en que se liberó finalmente el mercado de arriendos (1967), a pesar de las protestas no se logró estructurar un movimiento de chacareros desalojados, lo que mostraba la caída de la importancia del arriendo como forma de acceder a la tierra. (1)

De estos conflictos se nutría una división que ubicaba, de un lado, a la burguesía terrateniente de mayor tamaño, representada por CARBAP (miembro a su vez de CRA) y SRA. Y del otro, la burguesía agropecuaria pequeña y mediana, mayormente propietaria, asociada en muchos casos a cooperativas para mejorar su capacidad comercial, que encontraban representación corporativa en Federación Agraria y CONINAGRO. Sin embargo, en los meses previos al golpe del ’66 se observaron acuerdos y coincidencias entre ambos bloques. Uno de los reclamos en los que coincidieron fue la disminución de la presión gubernamental sobre la renta agraria. Los productores agropecuarios, de conjunto, exigieron la disminución de los impuestos sobre el sector y una devaluación que reestableciera sus ingresos. Consecuentemente, exigieron un recorte en los gastos estatales, que se financiaban con las transferencias de renta, lo que implicaba despidos en la administración pública, menor gasto social y menos transferencias a la burguesía industrial que se traducirían en cierres de plantas y aumento del desempleo. Estas demandas, profundamente impopulares, no sorprenden en boca de CARBAP o SRA, pero pocos saben que FAA compartía estas posiciones asociadas al “liberalismo”. Así lo expresaba un editorial de su periódico oficial a comienzos de 1966:

Se continúa cargando al agro con el peso de presupuestos siderales para seguir manteniendo una burocracia frondosa e inoperante, que se aferra a su permanencia en cargos oficiosos e inútiles para la comunidad y que aumenta en número cada vez que se aproxima una contienda electoral, sin percatarnos del tremendo mal que le ocasionamos a la democracia. (La Tierra, 25/1/1966).

Pero no era esta la única demanda con que FAA y la “oligarquía” pretendía avanzar sobre los intereses de la clase obrera. El problema de los “bajos” ingresos del sector rural fue relacionado también con la política laboral de Illia, que las entidades rurales juzgaron “populista” y “permisiva”. Una serie de huelgas en el sur santafecino a comienzos de 1966, que reconocían antecedentes en las cosechas de 1964 y 1965, pusieron de manifiesto la posición anti-obrera de las corporaciones rurales. Ante la aparición de los primeros conflictos, el presidente de FAA se reunió con el gobernador de Santa Fe para demandar una solución al “proceso de distorsión que se viene advirtiendo en las relaciones laborales que […] se genera en las explotaciones agropecuarias en oportunidad de las cosechas”. Reclamaron de las autoridades locales “una actitud firme frente a los alzamientos que contra las disposiciones [oficiales] se vienen sucediendo en los departamentos del sur de la provincia.” Es decir, en un reclamo que poco tenía de “popular”, exigieron reprimir (recurriendo al eufemismo de la “actitud firme”) las huelgas de peones. En respuesta, el gobernador se comprometió a hacer cumplir lo dispuesto, impidiendo “la actividad de perturbadores” (La Tierra, 4/6/1966). FAA cargó con fuerza contra los obreros rurales y sus dirigentes sindicales, para finalizar demandando una respuesta represiva del Estado. No se privó de agitar el fantasma del comunismo, que estaría detrás de las huelgas, ni de denunciar la “pasividad” oficial, que permitiría tales desbordes:

Allí, un falso sindicalismo obrero en el que escudan algunos conocidos extremistas de izquierda, al servicio de intereses internacionales que pretenden subvertir el orden y la paz en el mundo, aprovechan la pasividad asombrosa de las autoridades para, con sus pretensiones desmedidas y en el momento más propicio, repartir el resultado de una explotación agraria entre quienes no tuvieron ninguna participación anterior y por ende no corrieron ningún riesgo […] Así como suena: un grupo de malos obreros rurales viene repartiendo un botín que no les pertenece, a vista y paciencia de las autoridades […], pese a todas las denuncias que […] se han venido y se viene realizando […]” (Ídem).

La nota continuaba con la descalificación a la organización sindical, un puñado de “agitadores profesionales” que vivían “a expensas de los mismos obreros o, a lo mejor, pagados por algún comité internacional.” Detrás de lo que se presentaba como demandas legítimas, ocultarían “sus oscuros designios de confundir y engendrar el caos, para desencadenar el desorden institucional y así servir a sus amos foráneos, materialistas y ateos”. A su vez, el reclamo sería desmedido: los peones exigirían “salarios abusivos” y “disparatados”. Aunque era cierto que los salarios rurales habían comenzado a ascender con las huelgas, en 1964, no habían hecho más que recuperar la caída experimentada con el Plan de Estabilización implementado en 1958 por Frondizi, de la mano de una fuerte represión. La posición de FAA poco tenía que envidiar a la de SRA, que se expresó en una nota remitida al Ministerio del Interior demandando la intervención de las fuerzas del orden para aplacar el conflicto:

Tenemos el agrado de dirigirnos a V.E. solicitándole disponga con la mayor urgencia y energía la intervención de la fuerza pública nacional, dependiente de ese Ministerio, como el único medio viable para poner fin de inmediato a la gravísima situación que se vive en los establecimientos rurales del sur de la provincia de Santa Fe, a raíz de los delitos cometidos por obreros afiliados al Sindicato Único de Trabajadores Rurales para obtener salarios exorbitantes […] Es público y notorio que obreros y dirigentes gremiales han invadido las chacras, y en actitud y con procedimientos intimidatorios, empleando armas y secuestrando personas, […] paralizan los trabajos rurales e impiden recoger la cosecha amenazando malograr sus resultados […] A ello se agrega la pasividad de las autoridades provinciales […] (Memoria SRA 1965-1966, p. 72).

Cabe aclarar que estos hechos, denunciados por SRA y otras corporaciones, fueron negados rotundamente por el gobernador de Santa Fe, que acusó a esta entidad de promover “los rumores más descabellados tendientes a lesionar la estabilidad institucional de la República” (Ídem, p. 74). Fue respaldado por la dirigencia sindical, que señaló que las corporaciones empresarias “magnificaban” el conflicto para exigir una “enérgica represión” (La Nación, 11/4/1966). La nota de SRA continuaba su diatriba contra los gremios, situando el conflicto en el contexto más general de la ofensiva de la CGT, que calificaban como el resultado de un “plan subversivo”:

La situación imperante en el sur de Santa Fe se suma así, a la ola de paros, huelgas, delitos y otros hechos similares que afectan a todo el país y tuvieron comienzo con el ‘Plan de Lucha’ ejecutado por la CGT con el objeto extragremial de lograr un ‘cambio de estructuras’ […] La indisciplina y la negación de las jerarquías se ha entronizado en todos los lugares de trabajo, como consecuencia de la debilidad con que se procede y de la pérdida del principio de autoridad que es imprescindible restablecer para que impere nuevamente el orden sin el cual la República no podrá recuperarse de la crisis moral y material que la afecta.

Este estado de cosas cada día más alarmante por su creciente gravedad, es el resultado de un plan subversivo que pretende sumir en el caos al país, para imponernos un régimen extremista, contrario a la idiosincrasia y el sentir nacional. (Memoria SRA 1965-1966, p. 72).

Pero esta no fue la única muestra de fervor anti-obrero. FAA y el resto de las corporaciones rurales se sumaron también a un reclamo en contra de la reforma de la ley de indemnizaciones, que apuntaba a elevar los montos devorados por la inflación. La burguesía en su conjunto (desde la Confederación General Económica –CGE- hasta la Unión Industrial Argentina –UIA-, pasando por las patronales agrarias) exigió, una vez aprobada la reforma en el Parlamento, que el Ejecutivo la vetara. Y lo consiguió, frente a un gobierno completamente debilitado. Así, se imponía el reclamo de orden en las filas de la clase dominante, que la intervención militar vino a aplacar. No es extraño, entonces, que los patrones recibieran a Onganía de la mejor manera. Varios trabajos han destacado el apoyo recibido por el golpe de parte de SRA, CARBAP, la UIA y la Bolsa de Comercio (O’Donnell, 2009; Palomino, 1988 y 1989). Menos conocido es el respaldo de las corporaciones de los pequeños capitales, como CGE o FAA. La primera expresó claramente su apoyo al gobierno de facto y mantuvo buenas relaciones con Salimei, el primer ministro de Economía de la Revolución Argentina. En su Memoria y Balance de 1966 evaluaron que el golpe traía “signos favorables para el país”, ya que expresaría “el fin del proceso de deterioro que nos ha inmovilizado”. Por eso, el gobierno dictatorial interpretaría “sentimientos y aspiraciones manifiestas de los empresarios”, lo que obligaba “al concurso leal de la CGE” (citado por Baudino, 2014).

FAA, por su parte, expresó su confianza y ofreció su colaboración al gobierno dictatorial en un telegrama (La Tierra, 1/7/1966). También participó, junto a dirigentes de CONINAGRO, de reuniones oficiales en las que expresó su “adhesión a los postulados dados a conocer por el nuevo gobierno” (La Tierra, 8/7/1966). ¿Qué argumentos esgrimieron los dirigentes de esta corporación, de supuesta “vocación democrática”, para desplegar su apoyo a un régimen dictatorial cuyas primeras medidas fueron disolver el parlamento, ilegalizar los partidos políticos, intervenir las universidades y sanear las finanzas públicas despidiendo empleados estatales? En el editorial de La Tierra del 8 de julio de 1966 elogiaron la “total responsabilidad” de las Fuerzas Armadas para “reencauzar a la Nación” (Ídem). La situación social, marcada por “enfrentamientos estériles” y los fantasmas de “extrañas ideologías”, demandaba la mano dura militar, ya que “si fracasa el nuevo gobierno surgido de la Revolución Argentina, caerá, inexorablemente, la última reserva ciudadana y […] la Nación entrará en la peligrosa oscuridad de los pueblos que buscan su propia extinción como suicidas inconscientes.” (Ídem). Estos conceptos no constituyen un pronunciamiento aislado, ya que se repitieron en documentos posteriores (ver por ejemplo La Tierra, 15/7/1966).

El golpe de Onganía aparece entonces como un (nuevo) intento de la burguesía argentina de poner fin a una crisis que se arrastraba desde mediados de los ’50. Una crisis de acumulación cuyas raíces se encontraban en los límites de la renta agraria para seguir empujando el desarrollo de las fuerzas productivas como hasta entonces. Las divisiones en el seno de la clase dominante, y la resistencia de los explotados a convertirse en variable de ajuste, comenzaron a minar las bases de la dominación social, y eso se manifestaba en la sucesión de crisis, a nivel de gobierno y de régimen. La presidencia de Illia, surgida de la crisis, no pudo imponer una salida y rápidamente se vio flanqueada por las fuerzas enfrentadas, que comenzaron a operar a favor del golpe. Acosado por una clase obrera organizada en torno a la CGT, dominada por el peronismo, dispuesta a defender sus conquistas y el valor de la fuerza de trabajo, por un lado; y por corporaciones empresarias que demandaban orden y disciplina, pero sobre todo, poner en caja a los sindicatos, Illia osciló entre uno y otro polo sin conformar a nadie. Illia no enfrentó decididamente la ola de conflictos sindicales que encontraron su pico en la toma escalonada de establecimientos fabriles que se desplegó entre mayo y junio de 1964, en la que la CGT movilizó a casi cuatro millones de obreros. A pesar de condenar virulentamente las acciones, el gobierno no dispuso el desalojo por la fuerza sino que recurrió a la poco efectiva vía judicial, lo que encrespó los ánimos de la burguesía. Los conflictos continuaron a lo largo de 1965 y 1966, con paros parciales y generales, ocupaciones aisladas y algunos enfrentamientos con fuerzas del orden. Por su parte, las cámaras empresarias presenciaron alarmadas no solo el despliegue de poder sindical sino también la actitud del gobierno, que juzgaban permisiva. Demandaron abiertamente que Illia doblegara a los sindicatos, pusiera orden y garantizara condiciones estables de acumulación. Más allá de que las demandas gremiales no superaran los límites del sistema, su presencia constituía una amenaza. La necesidad de sanear la economía exigía disciplinar a la clase obrera organizada, y a su vez, existía el temor a que las bases desbordaran por izquierda a la dirigencia peronista. El contexto internacional, con la Revolución Cubana y las guerras de descolonización, no hacía más que agitar un fantasma cada vez más palpable: el comunismo. A los reclamos puntuales en materia económica, se sumaba la demanda imperiosa de resolver la crisis de acumulación y la crisis política planteada por la presencia del peronismo. Todo confluía en un único reclamo: reestablecer el orden. Y eran los elencos militares los depositarios de tal demanda.

Las primeras medidas del gobierno de facto comulgaron con este reclamo: se disolvieron los partidos políticos y el parlamento, y se intervinieron las universidades, único foco opositor. Las corporaciones empresarias respaldaron abiertamente el golpe que habían impulsado. A nadie sorprende esta actitud de parte de SRA o CARBAP, pero sí de FAA, a la que a algunos autores adjudican una dudosa “vocación democrática”. Todas las entidades representativas de la burguesía agropecuaria pampeana respaldaron la racionalización estatal y el despido de empleados públicos. También la represión al movimiento obrero y la imposición de un clima represivo que disuadió, por primera vez en tres años, las huelgas de peones en la cosecha santafesina. No sólo eso: exigieron que el gobierno profundizase el “saneamiento” de las finanzas públicas y criticaron por “populista” toda disposición, por mínima que fuera, en favor de los obreros. Incluso apoyaron el arribo de Krieger Vasena, precedido por un fuerte avance represivo contra la CGT. Aunque con reticencias, aceptaron el restablecimiento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias, pero exigieron que ese “sacrificio” fuera puesto al servicio de una reestructuración productiva. Para ello había que avanzar con mayor fuerza en la eliminación de las “industrias artificiales” subvencionadas por el erario público, reducir el déficit fiscal, eliminar a la “burocracia” de la administración pública y al “personal sobrante” en las empresas estatales. (2) Todo, avalado por el clima represivo impuesto por el gobierno de facto, sin el que difícilmente se podría haber avanzado en los reclamos de la burguesía agropecuaria grande y chica. De esta manera se aseguraban que, a mediano plazo, la exacción estatal de renta fuera disminuyendo y, de esta forma, “restablecer el ingreso agropecuario”.

La “luna de miel” con las autoridades militares no se extendió más allá de la segunda mitad de 1967. La instauración de las retenciones a comienzos de ese año, que anulaban los beneficios que la burguesía agraria obtenía de la devaluación, fue el primer escollo en la relación. Como señalamos, más allá de la protesta que elevaron las corporaciones agrarias, la medida fue aceptada como contribución transitoria al saneamiento de la economía. Sin embargo, su mantenimiento en el tiempo fue minando su confianza en ese personal político que otrora habían impulsado (O’Donnel, 2009). El deterioro en la relación se profundizó con nuevas medidas que apuntaban a aumentar el peso de la contribución del agro al sostenimiento de la economía. Una de ellas, cuestionada por igual por grandes y chicos, fue el impuesto de emergencia a las tierras aptas (Margenat, 1973). El paso del tiempo dejaba cada vez más claro que, más allá de los conflictos ideológicos entre “liberales” y “populistas”, ningún gobierno podía renunciar al elemento que sostenía en buena medida el funcionamiento de la economía argentina: la renta agraria. En un contexto de caída de los precios internacionales, el conflicto por la apropiación de la renta se agravaba. Las corporaciones agropecuarias, en una lucha que aunaba a chicos y grandes, comenzaron a exigir la eliminación de las transferencias de ingresos del agro a la industria urbana y el proletariado, aun a costa de la reducción de salarios y la desocupación de masas, la privatización de empresas públicas o la quiebra masiva de establecimientos fabriles. Esta línea política que unía a la burguesía agropecuaria pampeana comenzó a expresarse en la intervención conjunta de las cuatro corporaciones agrarias de alcance nacional: FAA, SRA, CRA y CONINAGRO.

De la unidad de acción a la Comisión de Enlace

Desde 1968, la oposición a las retenciones impuestas por Krieger Vasena fue soldando una unidad en la acción de las distintas capas de la burguesía agropecuaria. Ello se expresó en una serie de encuentros y pronunciamientos comunes. La crisis política abierta por el Cordobazo en 1969, que comenzó a bifurcar los caminos de la política, no hizo mella en la senda unitaria que comenzaba a recorrer la burguesía rural. La defensa unitaria frente a los intentos de apropiación de la renta agraria siguió primando frente a otras determinaciones de la coyuntura política, como el ascenso de la alianza peronista o la creciente conflictividad social. Este elemento llevaba a una confluencia cada vez más marcada de las corporaciones del campo.

Los reclamos de las cuatro corporaciones fueron expuestos a funcionarios de todas las jerarquías en reuniones o a través de comunicados o memoriales. El eje de la protesta agraria siguió pasando por la demanda de “precios remunerativos” para el sector, que se veían afectados por el peso de los impuestos. En esta materia, dirigieron sus misiles contra dos blancos: el impuesto de emergencia a las tierras aptas, que comenzó a aplicarse desde mediados de 1969, y las retenciones a la exportación de productos agropecuarios. La presión impositiva siguió siendo asociada al “peso excesivo” de los gastos estatales, que todas las corporaciones se ocuparon de denunciar. A su vez, cuestionaron que los ingresos que se le “sustraían” al campo fueran destinados a “subsidiar el consumo” y a sostener una errónea política de “sustitución de importaciones”. El resultado era, según sus denuncias, que se estaba asfixiando al único sector capaz de proveer divisas e impulsar el desarrollo nacional: el agro. La política seguida produciría desaliento en los productores, desincentivaría la inversión productiva y conduciría al estancamiento. Estos tópicos fueron reiterados en decenas de comunicados y discursos por todas las corporaciones agrarias, sin excepción (Ver por ejemplo Memoria SRA 1968-1969, pp. 67-69; La Nación, 24/7/1969 y 17/9/1969; La Tierra, 24/7/1969 y 4/12/1969).

Al aumento del costo de los insumos que retrasaba los precios agropecuarios, se sumó, luego del Cordobazo, un nuevo problema: el de los costos salariales. Tras permanecer dos años congelados, estaba prevista la apertura de negociaciones paritarias para 1969. Y estas no se desarrollarían en el mejor contexto para la burguesía: el alza de la lucha de clases que siguió al Cordobazo y el lugar que comenzaron a ocupar dirigentes gremiales de izquierda en comisiones internas y seccionales sindicales provinciales auguraban una negociación salarial conflictiva. Las corporaciones agropecuarias pasaron factura al gobierno por el efecto del aumento de sueldos, que confluía con el reclamo de mejorar los precios frente a costos crecientes (ver, por ejemplo, La Nación, 31/1/1970).

Otro reclamo que se sumó en este período fue el rechazo a las medidas para controlar los precios de la carne, implantadas a mediados de abril de 1970. Las políticas de control de precios no eran nuevas, y venían siendo denunciadas por las corporaciones desde el inicio del Plan Krieger Vasena. Sin embargo, el nuevo paquete de medidas incluía una particular que provocó un fuerte rechazo en la burguesía agropecuaria: la implementación de una veda al consumo interno de carne vacuna. Desde fines de 1969, los precios internos de la carne fueron sufriendo un aumento progresivo, empujados por el alza internacional. Este fenómeno venía impulsando la suba del costo de vida, lo que generaba un gravoso problema para el gobierno. La medida drástica para detener la escalada inflacionaria y, a su vez, destinada a garantizar el abastecimiento de una demanda internacional creciente comenzó a discutirse en la primera semana de abril de 1970. La iniciativa motivó una agria interna que venía incubándose entre el secretario de Agricultura y el equipo económico. Ésta terminó en la estruendosa renuncia del primero, que se fue denunciando la existencia de una maniobra de los frigoríficos para garantizar su negocio. La veda terminó implantándose, primero en forma temporal, y luego se mantuvo con diferentes variantes y medidas complementarias hasta el fin del ciclo de la Revolución Argentina (O’Donnell, 2009; Giapparelli, 1993).

Desde el momento en que trascendieron los primeros rumores acerca de las medidas que se estaban evaluando, las corporaciones salieron a manifestar su terminante rechazo. En primer lugar, CRA denunció, en un comunicado del 10 de abril, que los “rumores surgen de las maniobras de poderosos intereses internacionales vinculados con la exportación”, cuyo objetivo era deprimir los precios del ganado argentino porque eso beneficiaría a sus casas matrices. Señalaron también que estas “medidas intervencionistas” ya habían sido aplicadas en el pasado con resultados negativos. A su vez, negaron que la suba de precios de la carne tuviera una gran magnitud y rechazaron de plano la existencia de alguna relación entre los aumentos del ganado vacuno y las alzas del costo de vida, explicando que el consumo de este producto podía reemplazarse con otras fuentes de proteínas. Se iniciaba un duelo retórico en el que tanto el gobierno como las corporaciones intentaban ganarse a la opinión pública. Eso explicaba la insistencia de CRA en desligar a los ganaderos de algo tan impopular como el aumento de precios, y la intención de presentar la medida implementada por el gobierno como algo que no sólo no contendría los precios sino que además beneficiaría exclusivamente a poderosos intereses trasnacionales. El comunicado cerraba denunciando la medida como parte de un programa más general que, al “asfixiar” al agro, atentaba contra el desarrollo nacional (La Nación, 11/4/1970). Un día después, SRA daba a conocer su respaldo al secretario de Agricultura (pronto a renunciar) y su rechazo a las medidas (La Nación, 12/4/1970). Señalaba que los problemas vigentes se debían a la insuficiente oferta de carne y que la única forma de remediarlos era incentivar la producción con mejores precios y aliviando la carga impositiva, y no con restricciones que históricamente habían fracasado.

En un intento por frenar la implementación de la veda, CRA, SRA, FAA y CONINAGRO enviaron una nota conjunta al presidente Onganía solicitándole una audiencia, y reclamando que no se firmase el decreto hasta no escuchar sus argumentos. Pero ya era tarde: el 14 de abril renunciaban el secretario de Agricultura y su segundo (Lorenzo Raggio y Tomás de Anchorena), y un día después se sancionaron las medidas (La Nación, 15/4/1970). Inmediatamente, en protesta, CRA y SRA retiraron a sus representantes en el Consejo Asesor de Política Agropecuaria. Ambas señalaron que la implantación de la veda era la última de una serie de medidas que afectaban profundamente los intereses del sector agropecuario, y que ninguna de ellas había sido discutida en el mentado Consejo Asesor (La Nación, 17/4/1970). Jorge Zorreguieta, dirigente de CRA y SRA, llamó a una “campaña de esclarecimiento público” y demandó la solidaridad de FAA y CONINAGRO, pidiendo que retirasen sus delegados del Consejo, cosa que hicieron algunos días después. Amenazó, a su vez, con recurrir a “una huelga ganadera como la que hubo en la época de Concepción” (citado por Giapparelli, 1993).

El editorial de La Tierra del 22 de abril fijaba la posición de FAA. Se señalaba allí que luego de que el gobierno se cansara de insistir en la necesidad de estimular la producción agropecuaria, una vez que la situación era propicia por los buenos precios, que eran apenas el resultado normal del juego de oferta y demanda, se intervino fijando límites a la capitalización de ese beneficio y reduciendo las posibilidades de recuperación del sector. Y ésta era apenas una de tantas “medidas adversas al fortalecimiento y desarrollo del agro”, lo que las elevaría a “la categoría de sistema”. Algunos días después, FAA retiraba sus representantes del Consejo Asesor, denunciando la inoperancia del organismo (La Tierra, 26/4/1970).

A poco más de un mes de este conflicto, se difundía un nuevo documento conjunto firmado por CRA, SRA, FAA y CONINAGRO, que evaluaba la política agropecuaria seguida por Onganía. Manifestaba “la profunda preocupación y el hondo descontento que existe en el campo respecto de la forma como se manejan los diversos mecanismos inherentes a la política agropecuaria.” Criticaba a las autoridades económicas, ya que

durante el año 1969 fue evidente la crisis y el desaliento general que se operó en todo el campo argentino […] Precios insuficientes, aumento permanente del valor de los insumos, incremento exagerado de las cargas impositivas y sociales, deprimieron el ingreso agropecuario hasta límites insostenibles que imposibilitaron las mínimas inversiones necesarias para el acceso a la tecnología” (La Nación, 28/5/1970).

Pero la intervención de las corporaciones agropecuarias no se limitó a denunciar la situación imperante sino que comenzó a desarrollarse, hacia 1970, un incipiente proceso de movilización de las bases. El primer impulso partió de FAA, que en marzo lanzó un Plan de Acción Gremial, consistente en una serie de actos y asambleas para denunciar la “crisis del campo” en distintos puntos del país. El primero de esos actos se realizó en Bolívar (Buenos Aires), en marzo, y le siguió una asamblea en Las Varillas (Córdoba) el 5 de abril. Entre junio y agosto, se registraron reuniones de productores en Veinticinco de Mayo y Coronel Suárez (Buenos Aires), Morrison, Las Rosas, Tancacha y Colonia Caroya (Córdoba) y en la ciudad de Santa Fe (La Tierra, 16/7/1970 y 6/8/1970). A fines de agosto, ante un millar de productores en Monte Buey (Córdoba), intervino Humberto Volando, vicepresidente primero de FAA. Luego de describir la situación de ahogo y desaliento que sufriría el agro, que sería producto de una concepción política que desde hacía décadas aplicaban todos los gobiernos, señaló que las cosas no cambiarían si los productores no encaraban una lucha frontal contra ello:

Es que no van a cambiar. Porque nosotros tenemos que ser actores de esta lucha. Tenemos que ser quienes impulsemos una determinada corriente. Si nos quedamos sentados esperando, vamos a seguir esperando otros 50 años, y no habrá solución […] Y no va a pasar nada. Vamos a estar hablando de los mismos problemas con otro color y otros matices si es que no tomamos el toro por las astas, si es que nosotros mismos no somos capaces de salir del otro lado de la tranquera y quitarles un poco de tiempo a nuestra labor para proyectarnos en la vida nacional. (La Tierra, 21/8/1970).

Una asamblea de particular importancia se desarrolló en Tres Arroyos (Buenos Aires), el 8 de agosto de 1970. La misma fue convocada por FAA y CARBAP, junto a otras corporaciones regionales. Es decir, por corporaciones pertenecientes a los dos bloques agrarios que hasta poco antes habían actuado por separado. Sin duda, constituyó un hito en el proceso de unidad que se venía desarrollando y que terminaría dando forma a la Comisión de Enlace algunos meses después. El encuentro se preparó con tiempo. A fines de junio se conformó una comisión organizadora, y se dispuso que todas las instituciones comprometidas llevaran adelante actividades de difusión y reuniones preparatorias en su zona de influencia (La Nación, 29/6/1970). De la asamblea participaron finalmente 1.200 delegados de más de un centenar de entidades gremiales y cooperativas de primer grado, e intervinieron, entre otros, los máximos dirigentes de CARBAP y FAA. La asamblea votó solicitar a las “entidades madres del movimiento agropecuario” la convocatoria a una reunión nacional en Capital Federal, para demostrar al gobierno la unidad de propósitos del campo. A su vez, se resolvió que la comisión organizadora elaborara un memorial para entregar al gobierno con sus reclamos (La Nación, 9/8/1970). En dicho memorial exigieron: a) jerarquizar la Secretaría de Agricultura asignándole rango ministerial; b) eliminar las retenciones al trigo y a la lana, dos producciones que estaban pasando por un momento de crisis; c) suprimir el impuesto a la tierra; d) reemplazar el sistema impositivo vigente por un “impuesto único que elimine la burocracia, aliente la producción y promueva un mejor aprovechamiento de la tierra”; e) asignar créditos a largo plazo para retención de vientres y para adquisición de tierra por parte de los hijos de productores; f) establecer desgravaciones impositivas para tecnificar las unidades productivas; g) mantener el régimen de exención impositiva para cooperativas (La Nación, 24/8/1970).

En septiembre se realizaron nuevas asambleas en Sáenz Peña (Chaco), convocada por FAA y CGE, y en Pergamino (Buenos Aires), convocada por el movimiento Campo Unido, sobre el que volveremos más adelante. También se realizaron nuevas convocatorias conjuntas de FAA y CARBAP, como las de las localidades de Rivadavia y América (Buenos Aires) (La Tierra, 17/9/1970 y La Nación, 27/9/1970). En esta última, Antonio Di Rocco, presidente de FAA, resaltó “la coincidencia de ideas de todos los sectores gremiales” e instó a la “unidad de los productores, ya que el aislamiento y la incomunicación resultan ahora actitudes suicidas frente al panorama actual del campo y ante las sombrías perspectivas que presenta el futuro” (La Nación, 19/9/1970).

La multiplicación de actos y asambleas, en especial aquellas en las que entidades otrora enfrentadas confluían, estaba dando cuenta de un vasto movimiento que apuntaba hacia la unificación de las corporaciones para enfrentar la política agropecuaria gubernamental. Ese movimiento ya se había insinuado en las reuniones celebradas durante 1968 y 1969 a nivel dirigencial, de las que habían brotado pronunciamientos conjuntos que objetaban medidas puntuales.

De una de estas asambleas, convocada por la Sociedad Rural de Veinticinco de Mayo (Buenos Aires), surgió el Movimiento de Opinión Campo Unido, que abogó fuertemente en pos de la confluencia de las corporaciones en una acción común contra el gobierno. Su fundador fue Carlos Manuel Acuña, presidente de la mentada sociedad rural y dirigente de SRA y CARBAP. Campo Unido, desde su nacimiento, estuvo íntimamente vinculada a las aspiraciones políticas de quienes en ese entonces fungían como secretario y subsecretario de Agricultura y Ganadería de la Nación, Lorenzo Raggio y Tomás de Anchorena. Ambos, al igual que Acuña, tenían una trayectoria gremial dentro de CRA y SRA. A su vez, eran miembros fundadores y dirigentes de los Grupos CREA (Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola), que abogaban por la tecnificación de las explotaciones agropecuarias. En consonancia con esta pertenencia, los gabinetes de las dos gestiones de Raggio al frente de la Secretaría de Agricultura y Ganadería estuvieron plagados de técnicos provenientes de CREA, entre ellos Pablo Hary, su máximo dirigente. A su vez, el secretario habría expresado en más de una oportunidad su intención de convertir las explotaciones en “empresas agrarias”, y se lo sindicó como partidario del impuesto a la renta normal potencial, un instrumento fiscal considerado idóneo para tal fin (Cronista Comercial, 7/7/1966, 26/7/1966, 4/9/1967 y 30/6/1970).

Este nucleamiento, que se postulaba para dirigir y orientar el movimiento agropecuario que brotaba en oposición a la Revolución Argentina, surgió de una convocatoria lanzada por Acuña en enero de 1970, en la cual llamaba “a todos los sectores y movimientos que caracterizan al sector rural” para “enfrentar una profunda y palpable crisis” que “hace peligrar el futuro de la base económica de la Argentina”. El movimiento se lanzó finalmente al ruedo público con un manifiesto, que se dio a conocer en abril de 1970, pocos días después de las renuncias de Raggio y de Anchorena por el escándalo de la veda al comercio de carne. En los meses siguientes, insistieron con el llamado a la unidad de todas las corporaciones gremiales del agro, impulsando y participando activamente de las asambleas en las que la unificación se selló (La Tierra, 16/7/1970; La Nación, 26/9/1970).

Las tendencias a la unidad eran cada vez más palpables. En los primeros días de agosto de 1970, los dirigentes de CRA, SRA, FAA y CONINAGRO concurrieron juntos a una audiencia con el presidente Levingston, en la que entregaron un memorial con sus reclamos. El comunicado de prensa emitido por las entidades destacaba que “esto indica hasta qué punto el campo está unido, unión que se ha evidenciado en muchas oportunidades y que sigue vigente” (La Nación, 4/8/1970). En sintonía con el proceso en marcha, uno de los ejes del discurso inaugural de Antonio Di Rocco, presidente de FAA, en el 58º Congreso Anual de la entidad de fines de septiembre, fue la unidad del campo. Esta fue presentada como una necesidad imperiosa dictada por las circunstancias, y como única alternativa para enfrentar y derrotar a una política agropecuaria divorciada de la realidad:

El campo, señores, va a unirse definitivamente y son las cruciales circunstancias por las que atraviesa, las que acelerarán el proceso. Hoy el pequeño, el mediano y el grande productor, están igualmente desorientados, por cuanto no vislumbran ninguna posibilidad que se revierta el proceso actual, sobre la base de una verdadera política agraria que se ha venido reclamando constantemente, sin que jamás se pasara de enunciados y de los consabidos planes, proyectos, estudios y ríos de tinta, verdaderos monumentos a la letra muerta; o del nivel de las aspirinas para el tratamiento de un enfermo tan grave que su mal lo ha transmitido a todo el país y a todos sus sectores, sin que se reflexione que es imperioso curarlo para salvar al conjunto nacional.

Sólo unido el campo podrá hacer cambiar la mentalidad de muchos de nuestros economistas de turno, que han estado errando constantemente el enfoque de la conducción por desconocimiento del agro; por la falta de comunicación y de diálogo con el sector, al que sólo se recuerda para aplicarle impuestos, tasas, retenciones y establecerle o manejarle precios deprimidos a su producción, obligándolo –pese a mencionarlo como ineficiente y antiguo- a subsidiar todas las verdaderas ineficiencias estructurales argentinas […] Si el campo no se une, porque los intereses antagónicos logran hacer fracasar el intento, lamentablemente será muy difícil predecir qué habrá de ocurrir en el país. (58º Congreso Anual de FAA. Conclusiones).

La referencia fue saludada por el presidente de CARCLO (Confederación de Asociaciones Rurales del Centro y Litoral Oeste, adherida a CRA), quien pronunció un discurso en la inauguración del congreso de FAA, lo que de por sí ya era una muestra de lo avanzadas que estaban las tratativas de unificación. En él destacó el “gran movimiento de unidad” que se estaba gestando:

[…] Quiero hacer referencia a algo que nos atañe a todos. Se está gestando en el país un gran movimiento de unidad de los productores agropecuarios. El paso principal se está dando: existe conciencia en el productor agropecuario sobre la necesidad de unirse. En primer término es necesario que esa conciencia se concrete en los hechos, reafirmando y apuntando las organizaciones primarias.

He recorrido en función de dirigente gremial distintos ámbitos del país y vi una cosa saludable: los productores se sienten ya una sola familia. Ya ese viejo esquema de la división de los productores agropecuarios se ha echado por la borda. Se habla con mucha insistencia de la necesidad de crear y fortalecer nuestras organizaciones de 2º y 3º grado (La Tierra, 24/9/1970).

Finalmente, el 5 de octubre se anunció en conferencia de prensa la convocatoria a una asamblea nacional conjunta por parte de SRA, FAA, CONINAGRO y CRA. Se realizaría el 26 y 27 de octubre de 1970 en Rosario y, como señalaron en la conferencia, era la conclusión de un largo esfuerzo unitario. El mismo se habría iniciado, según sostuvieron, en 1968, y su hito principal era la “acción conjunta frente al Plan Económico puesto en vigencia en 1967”. La confluencia estaba motivada por una serie de factores que fueron destacados en la conferencia:

a) Incomprensión de la importancia de la producción agropecuaria dentro de la economía nacional y la gravitación del sector dentro de la sociedad argentina […]; b) Desconocimiento por parte de todos los sectores nacionales y en especial de los responsables de la conducción económica, de cuáles son los reales problemas y necesidades del agro […] El agravamiento de dichos problemas obliga a las entidades madres a estrechar filas y hacer un gran esfuerzo para encontrar en la discusión y el entendimiento las bases de una política agropecuaria definida. Coinciden en que dicha política agropecuaria no puede ser considerada como un departamento estanco dentro de la política económica general y por lo tanto entienden que deben realizarse las correcciones profundas en la política económica que hagan posible el desarrollo del sector agrario y por lo tanto de todos los demás sectores económicos del país (La Tierra, 8/10/1970).

Para la preparación del encuentro nacional se decidió impulsar una serie de asambleas regionales en distintos puntos del país, como Bahía Blanca y Rosario (La Nación, 17/10/1970). Se proyectaba, a su vez, que, luego de las deliberaciones de la denominada “Primera Reunión Nacional de Entidades Agropecuarias” de Rosario, una comisión especialmente designada se abocaría a la redacción de las conclusiones de la asamblea. Un verdadero programa común, que sería presentado y refrendado en una nueva asamblea nacional a desarrollarse en noviembre en la Capital Federal (La Nación, 26/10/1970).

La “Reunión Nacional” comenzó con un posicionamiento fuerte. Se leyó una declaración conjunta que resaltó el “franco deterioro que impera en el sector rural, como consecuencia de un largo proceso caracterizado, en lo que se refiere al sector agrario, por los reiterados errores de la conducción oficial, imprevisora, estatizante y burocrática en exceso” (La Nación, 27/10/1970). A continuación, se debatieron en detalle todos los problemas del sector, y se destacó la intervención de los máximos dirigentes de las entidades convocantes: Humberto Volando (vicepresidente primero de FAA); Horacio Bernaudo (presidente de CARBAP); Tomás J. de Anchorena (Sociedad Rural de Chacabuco y Movimiento de Opinión Campo Unido); Carlos Manuel Acuña (Sociedad Rural de Veinticinco de Mayo y Campo Unido); Lorenzo Raggio (Sociedad Rural de Coronel Moldes y Campo Unido); Jorge Zorreguieta (dirigente de CRA y SRA); Gabriel Perren (SanCor-CONINAGRO), Jorge Leyro Díaz (Secretario de CRA), entre otros. Se objetaron con dureza las medidas que regulaban el comercio de carnes y las retenciones. La política impositiva en su conjunto fue criticada por todos los sectores. Exigieron mayor participación de las entidades en la elaboración de las políticas y llamaron a recurrir a la movilización para imponer a las autoridades sus reclamos. Uno a uno, los tópicos y las demandas que desde hacía meses se reiteraban fueron expuestos una vez más. Finalmente, el encuentro se cerró con la lectura de un documento que ofició de síntesis de la jornada, que fue aprobado por aclamación. El documento coronaba la voluntad de confluencia que se expresó a lo largo de los dos días de deliberaciones:

Han estado presentes y expuesto sus opiniones representantes de todos los sectores gremiales y cooperativos, que han venido desde todas las regiones de nuestro extenso país […] En ella se ha demostrado la gran coincidencia en el planteo y las soluciones de los problemas básicos que afectan al campo argentino y la unidad de pensar y de sentir de los productores […] [Se expresó la necesidad] de luchar con la mayor voluntad y firmeza, y estrechamente unidos, por lo que podría llamarse una justicia agropecuaria [...]

Las jornadas de ayer y de hoy son […] evidencia de la necesidad impostergable de que el gobierno escuche los reclamos del campo y tome las medidas generales y particulares que son imprescindibles para la formulación de una política agropecuaria inteligente, agresiva, eficaz y estable que asegure la ejecución de programas de largo plazo, restablezca la confianza y fortalezca la fe en el porvenir argentino.

Esta mesa ha de recoger los fundamentos expuestos por los señores delegados y habrá de coordinar las conclusiones que se volcarán en el documento final a producir, el que se elevará a las autoridades nacionales […] Para que este programa tenga la fuerza que lo torne de ineludible cumplimiento, debemos comprometernos a efectuar una acción permanente para la obtención de los fines propuestos, ya iniciada hoy, y cuyo próximo gran paso será el acto a realizarse en Buenos Aires.

Todos estamos obligados a concurrir para demostrar que la unión es real, sólida y vigorosa y que en adelante la gravitación de nuestro sector, colocado en su justa perspectiva dentro del contexto nacional, logrará por nuestra actitud firme y solidaria el necesario marco de influencia en el momento de las grandes decisiones (La Nación, 28/10/1970).

El programa del frente agropecuario

Las semanas siguientes estuvieron destinadas a la elaboración del documento programático, que fue presentado y aprobado en un multitudinario acto realizado el 17 de noviembre de 1970 en el local de la SRA en Palermo, Capital Federal. Allí se dieron cita 10.000 productores de diferentes puntos del país, y estuvieron presentes las máximas autoridades del gobierno nacional y de las provincias, entre ellas el ministro de Economía Aldo Ferrer y el secretario de Agricultura Walter Kluger. Además de refrendar el programa, se decidió constituir la Comisión de Enlace, el frente conformado por las entidades que habían impulsado el encuentro (La Nación, 18 y 19/10/1970).

El acto comenzó con la lectura del documento conjunto, aprobado nuevamente por aclamación. El texto se iniciaba con un balance general (negativo) de la situación económica, política y social del país, cuyo estancamiento se atribuía a la desidia expresada por los distintos gobiernos frente a la cuestión agraria. Señalaba que la evolución económica y social de la Argentina, especialmente desde la posguerra, no resultaba satisfactoria para ningún sector social. Ello sería el resultado de un grave error en la concepción del desarrollo y de la aplicación de políticas que, en todos los casos, habían contribuido a deteriorar progresivamente al sector agropecuario, estrangulando sus ingresos. Esto llevó al estancamiento del agro, que a su vez era la causa del estancamiento nacional. Esta concepción errada del desarrollo nacional se basaba en el criterio de que éste podría alcanzarse “mediante un fuerte proteccionismo, que posibilitara un rápido proceso de sustitución de importaciones”. Este diagnóstico, basado en la experiencia que siguió a la crisis del ’30, debió haber sido revisado en los años subsiguientes, y en particular a partir de la última posguerra. Pero la política económica siguió fundada en estas concepciones:

En base a ellas, se protegió al desarrollo industrial con aranceles que llegaron a significar efectivas prohibiciones para la importación. Al amparo de dicha protección, se desarrollaron algunas industrias con niveles de eficiencia relativamente bajos en comparación con los internacionales y con notorios defectos en el orden de la dimensión de las empresas […] Se deprimieron las posibilidades de exportación, mediante la aplicación de tipos de cambio desfavorables o la imposición de altos tributos. Estas medidas, tenían un efecto indirecto de subsidio al consumo y al desarrollo industrial, mediante la artificial depresión de los precios de los productos agrarios […] Las sucesivas devaluaciones monetarias, que acompañaban tardíamente al proceso inflacionario, sólo compensaron un deterioro ya existente, y sus efectos sobre los precios agrarios, fueron rápidamente absorbidos por los aumentos de costos que provocaron (El agro y el desarrollo nacional. Conclusiones).

A pesar de la sucesión de gobiernos de distintos signos políticos, el esquema se mantuvo, a excepción de períodos cortos que no modificaron la tendencia. Destacaban que su objeción no era hacia la industria en general sino a la “falta de racionalidad en la concepción de la política industrial, así como los instrumentos puestos en ejecución para concretarla”:

[…] La República Argentina debe orientarse hacia un modelo de economía que cuente con un nivel de protección para la industria nacional, establecido en el límite adecuado para que empresas debidamente dimensionadas, con una asistencia técnica correcta y bien administradas, puedan superar algunas desventajas que eventualmente el país pueda presentar para enfrentar la competencia de la industria extranjera en pie de igualdad, trabajando simultáneamente para removerlas (Ídem).

En este mismo sentido, se objetaba el alto costo de los insumos agropecuarios, derivados de niveles de protección “irracionales” que condenaban al sector a pagar precios muy por encima de los internacionales, subsidiando la industria nacional. Exigían que esas industrias fueran adquiriendo una “capacidad competitiva que produzca la liberación de recursos actualmente transferidos por el agro como subsidios”. Que el Estado, mediante la aplicación de herramientas promocionales (como el crédito o los impuestos), obligara a la modernización de estos sectores, “desechando una estrategia de simple e irracional transferencia de ingresos”.

Durante los cuatro años de la Revolución Argentina, sostenía el documento, se deprimieron los ingresos del agro a fin de lograr una estabilidad que no se consiguió. El Estado absorbía un tercio del PBI, con el agravante de una deficiente devolución en obras y servicios para la comunidad. La gestión estatal de empresas resultaba ineficiente, por ausencia de “responsabilidad empresarial y por la inevitable politización y burocratización de la administración”. “En lugar de reducir el gasto público, se lo ha aumentado con nuevos organismos burocráticos y nuevas aventuras de empresario que, en última instancia, siempre pagan los sectores productivos más eficientes de la población”, señalaban. La reducción del gasto público debía ser el eje de toda política de estabilización, para liberar recursos de los sectores improductivos hacia los más productivos (especialmente el agro), lo que generaría un verdadero desarrollo económico.

En consonancia, se expresó una fuerte crítica a la política fiscal, señalando que no debía tener una finalidad recaudadora como hasta ahora sino estimular una mayor productividad. Demandaban una profunda reforma fiscal, discutida con los productores, que además de simplificar y evitar superposiciones de cargas generara estímulos a la producción. En concreto, exigieron la eliminación del impuesto a las tierras aptas y las retenciones, aumento de los mínimos no imponibles y deducciones en réditos, entre otras cuestiones que apuntaban en la misma dirección: reducir sustancialmente la carga fiscal sobre la producción agropecuaria.

Señalaron también que cualquier política de estabilización estaba condenada al fracaso si no se apoyaba en exportaciones crecientes que alejaran el peligro de la crisis de balanza de pagos. Esto implicaba una mayor producción de aquellos bienes que la Argentina elaboraba a costos internacionales y que podía colocar en mayores cantidades en el mercado mundial. Casi en su totalidad, este tipo de productos eran agropecuarios. Y la única forma de conseguir estas metas era estimular al sector. Por ello pedían elevar sus precios relativos: “siendo el precio el incentivo inmediato de toda actividad económica, lo lógico es que para obtener una mayor producción agropecuaria exportable, deban mejorarse los precios relativos de dichos productos”. Sin mejores ingresos, no habría estímulo a la inversión y a la incorporación de tecnología que permitiera elevar la producción. Hasta el momento, señalaban, se había hecho todo lo contrario: el agro habría llegado a una situación de gran deterioro por las políticas aplicadas, muchas de ellas sin coherencia y como reacciones coyunturales frente a ciertos problemas. Demandaban, por tanto, una política de desarrollo agropecuario, basada en la rentabilidad de las explotaciones, la participación de las entidades en la elaboración de tal política y la jerarquización de la Secretaría de Agricultura convirtiéndola en Ministerio.

Este programa sintetizaba los planteos que las cuatro entidades venían expresando desde hacía por lo menos cuatro años. El corazón del mismo era la defensa de la renta agraria frente a la apropiación por otros sectores. En su concepción, una política que sustrajera parte de los ingresos del agro para destinarlos a subsidiar el desarrollo industrial o el consumo de las masas urbanas terminaría liquidando al único sector capaz de impulsar el desarrollo nacional, condenándolo al estancamiento, y con él, a todo el país. La política que postulaban apuntaba a evitar este tipo de transferencias del agro a la industria, haciendo que los productores agrarios percibieran el precio lleno por la exportación de sus productos, que los impuestos se redujeran al mínimo y fueran iguales para todos los sectores (sin “discriminaciones”). Por eso exigían una mayor racionalización del aparato estatal y el saneamiento de la industria nacional, eliminando progresivamente a los sectores ineficientes. Esa era la forma concreta que adquiriría el “restablecimiento de la rentabilidad de la explotaciones agropecuarias”: concentración y centralización del entramado industrial, achicamiento del Estado, desocupación y bajos salarios. Ese programa era el que se venía expresando en cada intervención pública y en cada demanda de las corporaciones agropecuarias por lo menos desde 1966. Y era el programa implícito de cada una de las intervenciones futuras, que a partir de este momento, y hasta 1973, serían formuladas conjuntamente, y con fluida periodicidad, a través de la flamante Comisión de Enlace.

Se trataba del programa que mejor expresa aquello que aquí se dio en llamar “liberalismo”, que el paradigma dominante ha asociado a SRA o CARBAP (la “oligarquía”), pero que, como vimos, en ciertas coyunturas al menos, también es expresado por los representantes de los pequeños productores, FAA y CONINAGRO. Un programa profundamente impopular, que demandaba no sólo avanzar sobre las conquistas que la clase obrera obtuvo bajo el peronismo sino también sobre el entramado industrial creado al calor de la protección estatal. Imposible de aplicar, no sólo porque resultaría económicamente inviable sino también porque difícilmente encontraría apoyos por fuera del sector rural y, por lo tanto, imponerlo demandaría altas dosis de represión.

Reflexiones finales

La Comisión de Enlace se mantuvo funcionando hasta su disolución en 1973. El punto más alto en su breve trayectoria fue sin duda el momento en el que, merced a la presión ejercida sobre el poder político, logró imponer a uno de sus dirigentes al frente de la cartera de Agricultura y Ganadería de la Nación. Antonio Di Rocco, presidente de FAA y uno de los impulsores de la unidad corporativa, asumió ese cargo, al que se le devolvió el rango ministerial a mediados de 1971, bajo la presidencia de Lanusse. Los dirigentes corporativos del agro vivieron la designación como un triunfo de su línea política, aunque no tardaron mucho en comenzar a desilusionarse. Es que más allá de los cargos, existían determinaciones más generales que volvían imposible llevar adelante las aspiraciones de los agropecuarios. La economía argentina no podía funcionar sin las transferencias de renta que aceitaban el entramado industrial y contenían la activación de la clase obrera. Por esa razón, ni las retenciones, ni los impuestos, ni los controles de precios se acabaron con Di Rocco. El fracaso de su gestión, que quedó de manifiesto con su renuncia a los pocos meses de haber asumido, fue una dura derrota de la que la Comisión de Enlace no pudo recuperarse. A su vez, la profundización de la crisis del régimen y la apertura democrática que se puso en marcha, en una coyuntura económica más prometedora por la tendencia al aumento de los precios internacionales de las mercancías agropecuarias, comenzaron a bifurcar los caminos de las corporaciones agrarias. Las diferencias, que se insinuaron hacia 1972, terminaron en la ruptura del bloque agrario y la disolución de la Comisión de Enlace luego de las elecciones que pusieron al peronismo al frente de los destinos del país.

Sin embargo, la unidad corporativa era un horizonte que seguía latente. En 1975, como en 1966, las corporaciones volvieron a unirse para enfrentar a un gobierno democrático y azuzar la salida golpista. Así lo atestiguan los cinco paros agrarios que ese año protagonizaron FAA, CONINAGRO, CRA y SRA. Como vemos, las tendencias que llevaron a la unidad de grandes y chicos no son anecdóticas. Una serie de elementos, que han pasado por alto quienes estudiaron la acción corporativa de la burguesía agraria, operaban generando una tendencia a la confluencia que periódicamente reaparecía. No queremos decir, desde ya, que los pequeños productores agropecuarios sean exactamente lo mismo, en términos sociales, políticos o económicos, que la gran burguesía terrateniente. Muchos son los elementos que los separan, y estos han sido profusamente documentados en la bibliografía existente. Sin embargo, también hay elementos que los unen, y son los que terminaron primando en coyunturas como las de 1966, 1970, 1975, 1998 o 2008. En primer lugar, ambas capas son parte de la burguesía. Este elemento da lugar a una tendencia a la unidad cuando las aspiraciones de los trabajadores amenazan socavar sus posiciones económicas. Por eso, tanto FAA como SRA se unieron para enfrentar las huelgas de peones en 1928 y pedir la intervención represiva del Estado (Bonaudo y Godoy, 1984-1985; Sartelli, 1993), y para oponerse al “Estatuto del Peón Rural” en los ’40 (Mateo, 2005). Cuando a la activación sindical del proletariado rural se suma el temor de la clase dominante a un movimiento que amenaza destruir las relaciones de producción capitalista o avanzar sobre la propiedad privada de los medios de producción, como en 1966 o 1975, la confluencia se hace más acentuada.

Sin embargo, no es este el único elemento que los une. Otro factor que lleva a la unidad es la defensa de una ganancia extraordinaria que la burguesía agraria (grande o chica) considera propia: la renta de la tierra. Durante la primera mitad del siglo XX, el peso del arrendamiento como vía para el acceso a la tierra y a la producción de la burguesía de menor tamaño circunscribió la disputa por la renta al interior de la fracción agropecuaria de la clase dominante. Así, ante las coyunturas de crisis, vemos a los arrendatarios enfrentar a los dueños de la tierra, como en el Grito de Alcorta. Pero desde los años ’50, cuando el arrendamiento comienza a perder peso como vía de acceso a la producción (por la desaparición del arriendo tradicional, la expulsión de las capas más débiles de la producción y el acceso a la propiedad de los que lograron sortear exitosamente el proceso de concentración), el conflicto por la renta se redirige. A partir de estas transformaciones, el conjunto de la burguesía agropecuaria, chica y grande, que ya era mayormente propietaria, comienza a dirigir sus cañones hacia el Estado, que aparece como el “gran terrateniente” que, mediante mecanismos impositivos o cambiaros, se apropia de la renta diferencial de la tierra para dirigirla hacia los sectores urbanos. En los momentos de crisis, cuando la exacción estatal supera los límites tolerables para la burguesía agropecuaria, aparecen estas tendencias unitarias, que se manifestaron tanto en 1970 como en 1975 y 2008. Como hemos visto en este artículo, el elemento que sella la unidad es la lucha contra una política agropecuaria que avanza más allá de lo tolerable, con mecanismos impositivos, cambiarios y controles de precios, sobre la renta diferencial. El programa de unidad, en estas coyunturas, toma la forma de lo que vulgarmente se conoce como “liberalismo”, con el que comulgan tanto los chacareros de FAA como la “oligarquía” de SRA. Es un programa profundamente antipopular y reaccionario, que postula eliminar todo tipo de transferencias del agro a una industria ineficiente, incapaz de competir sin la protección estatal. De esta manera, la industria protegida entraría en una crisis en la que las quiebras y el aumento de la desocupación serían moneda corriente. A su vez, la burguesía agropecuaria postula recortar al mínimo los gastos estatales, sin importar el despido de empleados públicos y el consecuente aumento de la desocupación. Por último, y en sintonía con este planteo, se combaten las políticas sociales destinadas a sostener un determinado nivel de vida de la clase obrera, que el Estado financia con transferencias de renta. Por eso, en sus documentos aparece como objetivo el combate contra la “demagogia” o el “populismo”, y que suele ir acompañado del pedido de represión hacia las tendencias más combativas del proletariado.

Notas

(1) La caída de las superficies bajo arriendo y el crecimiento del número de propietarios entre las décadas de 1940 y 1960 fue señalada tempranamente por Slutzsky (1968). El mismo proceso fue analizado posteriormente por Barsky (1997), quien postuló, como vimos, el “fin del sistema de arriendo tradicional”. Según datos censales, entre 1947 y 1969, en la Región Pampeana, los propietarios que explotaban su parcela pasaron del 52,1 al 73,1%, y los arrendatarios del 37,5 al 18%. Para 1988, los datos censales indican que eran propietarios de las tierras que explotaban el 77,9% de los productores pampeanos. A su vez, mucha de la superficie arrendada correspondería a propietarios que aumentaban su escala incorporando parcelas en arriendo. La caída de los arrendamientos fue producto, en primer lugar, del acceso a la propiedad por compra de algunos arrendatarios, que pudieron aprovechar las facilidades crediticias y la caída de los precios de la tierra por efecto de la intervención estatal. Sin embargo, el fenómeno también sería resultado de la expulsión de la producción de las capas más débiles del agro, ya sea por las maniobras de los terratenientes para burlar las leyes que congelaban los contratos, o como resultado de la concentración de la producción que acompañó los procesos de mecanización.

Dado que históricamente los arrendatarios se habían organizado en FAA, estos cambios no pueden haber dejado de afectar a su base social. La ausencia de estudios acabados sobre las características de los afiliados a FAA nos impide hacer aseveraciones tajantes, aunque varios autores han observado el impacto de la caída de los arrendamientos en esta corporación. Tanto Giberti (1970) como de Ímaz (1967) señalaron en la década de 1960 que el acceso a la propiedad de la tierra de algunos arrendatarios había llevado a que FAA se interesara por problemas que antes no aparecían en sus demandas, como la ganadería. Murmis (1979) hizo la misma observación en los ’70. De Ímaz fue más allá, señalando que los cambios estructurales habían llevado a una segmentación interna dentro de FAA, entre un sector terrateniente (muchos de ellos grandes), que incluía a la dirigencia, y un sector en retroceso, compuesto por arrendatarios. En un trabajo más específico sobre el problema, Martínez Nogueira (1985) destacó dos procesos que modificaron la base social de FAA en aquellos años: la conversión de los arrendatarios en propietarios y las tendencias a la desaparición de las explotaciones más pequeñas por el impacto de la mecanización.

La caída de los arrendamientos, que todos los autores citados ubican en los años previos a la sanción del instrumento que terminó con los arriendos congelados (la Ley Raggio, de 1967), afectó la forma en que fue recibida esa medida. Varios autores destacaron el rechazo que expresó FAA a dicha ley (Balsa, 2011; Lázaro, 2005). Sin embargo, FAA no logró estructurar un movimiento para resistir su implementación. Utilizando La Tierra como tribuna, FAA y CONINAGRO desplegaron una campaña que denunciaba los desalojos y juicios, enfrentando no sólo al gobierno sino también a las corporaciones que defendieron la ley, CRA y SRA (ver por ejemplo La Tierra, periódico oficial de FAA, 27/7/1967, 31/8/1967 y 18/4/1968, entre otros). La campaña de denuncias se extendió hasta el vencimiento del último plazo de prórroga, a fines de 1968. Incluso, se registraron intentos para organizar a los chacareros afectados, con algunas asambleas en localidades de Córdoba y amenazas de resistir los desalojos “con todos los medios lícitos” a su alcance (La Nación, 30/4/1968). Se apeló a los funcionarios públicos de todas las áreas vinculadas al asunto, enviando telegramas o participando de reuniones en las que se expuso el problema. Sin embargo, los desalojos no tuvieron ni la magnitud ni la espectacularidad prevista por FAA, y la campaña se fue extinguiendo sin que la entidad lograra poner en pie un movimiento de chacareros expulsados. Así lo reconocieron en la edición de La Tierra previa al último vencimiento, en la que aceptaron que no hubo desalojos masivos y violentos, ya que la mayoría de los chacareros optó por un arreglo (poco conveniente), o estaba en proceso judicial (La Tierra, 19/12/1968). Durante este mismo período, reclamos como los “precios retributivos” o la oposición a ciertos tributos, como las retenciones, donde la crítica de FAA al gobierno coincidía con la de los terratenientes medianos y grandes, fue ganando espacio en el discurso de la entidad, como veremos a lo largo de este artículo.

El tema volvió a aparecer a instancias de FAA en 1973, cuando el gobierno peronista sancionó la Ley 20.518, que establecía la suspensión de los desalojos o ejecución de sentencia a los arrendatarios afectados por la “Ley Raggio”. A diferencia de otras medidas para el agro impulsadas por el peronismo, no encontró ningún tipo de resistencia, lo que muestra hasta qué punto los arrendamientos ya eran, a esta altura, un problema secundario. Según la prensa de la época, la ley fue rápidamente sancionada porque “el arrendamiento era una figura poco común”. La ley “era una concesión a la FAA […] sin ninguna trascendencia práctica. Los arrendatarios beneficiados […] no pasarían del millar” (Clarín, 21/7/1973). El propio presidente de FAA, Humberto Volando, reconoció que el problema de la tenencia de la tierra no lo afectaba, ya que él era “un pequeño propietario”. En esa oportunidad, señaló que si FAA promovía este tipo de medidas era por el temor a verse desbordados por los sectores rurales no propietarios: “prefiero esta solución a que mañana me sorprenda una invasión de campos por parte de trabajadores sin tierras” (La Tierra, 20/7/1972).

(2) La posición de CARBAP y SRA sobre estos puntos ha sido suficientemente documentada (ver O’Donnell, 2009; Palomino, 1988 y 1989). No así los planteos de FAA, expuestos sin medias tintas en La Tierra. Allí expresaron el pedido de “mano dura” para evitar nuevas huelgas de peones rurales (La Tierra, 15/7/1966 y 9/9/1966); avalaron la intervención represiva del gobierno ante el conflicto con los trabajadores portuarios (La Tierra, 25/11/1966); manifestaron su oposición a regulaciones en favor de los obreros rurales (La Tierra, 31/3/1967) y exigieron avanzar decididamente en el saneamiento del déficit público y las empresas estatales, despidiendo empleados públicos (La Tierra, 17/3/1967).

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