ARTICULO/ARTICLE
Luis Fernando De Matheus e Silva
Centro
Internacional
de Estudios de La Patagonia - Universidad de La Frontera, Chile
luisfernandomatheus@gmail.com
Cita sugerida: De Matheus e Silva, L. F. (2016). Desposeer para acumular: reflexiones sobre las contradicciones del proceso de modernización neoliberal de la agricultura chilena. Mundo Agrario, 17(34), e007. Recuperado de http://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/view/MAv17n34a07
Resumen
La
intención del presente trabajo es presentar una lectura
crítica y renovada sobre las contradicciones engendradas por
la modernización neoliberal de la agricultura chilena. Esta
tarea es realizada por medio de los lentes del “materialismo
histórico-geográfico”, desarrollado
principalmente por el geógrafo británico David Harvey,
y también de los estudios agrarios vinculados al pensamiento
crítico, especialmente marxistas. Como principal substrato
empírico, son utilizados las informaciones y los datos
suministrados por los documentos y los estudios que han buscado
comprender el caso específico del desarrollo capitalista
contemporáneo en Chile, así como sus consecuencias para
el campo y para el campesinado nacional. Se sustenta aquí que
los mecanismos de acumulación por desposesión fueron (y
aún son) de vital importancia en lo que se refiere a hacer del
país una potencia silvoagroexportadora mundial.
Palabras clave: Neoliberalismo; Modernización; Agricultura; Acumulación por desposesión.
Dispossess to accumulate: reflections on the contradictions of the process of neoliberal modernization of Chilean agriculture
Abstract
The
intention of this paper is to present a renewed and critical reading
about the contradictions engendered by the neoliberal modernization
of the Chilean agriculture. This task is carried out through the lens
of the "historical-geographical materialism" developed
mainly by the British geographer David Harvey, and also through
agrarian studies linked to the critical thinking, especially
Marxists.
As
the main empirical substrate, information and data supplied by
documents and studies that have sought to understand the specific
case of contemporary capitalist development in Chile as well as its
consequences for the countryside and national peasants are used. It
is sustained here that the mechanisms of “accumulation by
dispossession” were (and still are) of critical importance to
make Chile a world-wide agricultural and
food power.
Keywords: Neoliberalism; Modernization; Agriculture; Accumulation by dispossession.
“Cuando
sonó la trompeta, estuvo / todo preparado en la tierra, / y
Jehová repartió el mundo / a Coca-Cola Inc., Anaconda,
/ Ford Motors, y otras entidades: / la Compañía Frutera
Inc. / se reservó lo más jugoso, / la costa central de
mi tierra, / la dulce cintura de América”
Pablo
Neruda, “La United Fruit Co.”, Canto
general
A lo largo de las últimas cuatro décadas, la agricultura chilena ha pasado por diversos cambios que reflejan (y a la vez han colaborado para) la consolidación del país como una potencia agraria y forestal a nivel mundial. Ocurrida bajo el contexto neoliberal, la consagración del actual modelo productivo silvoagropecuario chilensis debió mucho de su éxito al poder de acción del Estado1, particularmente en lo que se refiere a la imposición de una serie de mecanismos de “acumulación por desposesión” que –sobre todo durante la dictadura de Augusto Pinochet (pero que de ningún modo estuvieron confinados únicamente a este período)– incidieron en contra de los campesinos, de los pueblos originarios y de los trabajadores rurales, lo que ayudó a crear las condiciones necesarias para que el capital pudiese territorializarse y también monopolizar el territorio al interior del espacio agrario nacional2.
A este respecto, es fundamental no perder de vista que, si en el período comprendido entre el final de los años 1950 y el comienzo de los años 1970 el proceso de modernización de la agricultura chilena buscó anexar y fortalecer el campesinado, que en aquel momento era considerado una pieza fundamental para el éxito de la implementación del modelo de “desarrollo hacia adentro” que guiaba la política económica nacional de entonces3, el golpe cívico-militar de 1973 y el consecuente giro neoliberal que lo acompañó conllevaron el abandono de esta política, y pasaron a brindar constantes ataques en contra de los pequeños agricultores. La contrarreforma agraria, la desmovilización política de los trabajadores rurales por medio del combate sistemático a los sindicatos y a las organizaciones campesinas, así como la privatización de las empresas estatales y de los bienes anteriormente públicos, como el agua y las tierras de uso común, pueden ser tomados como ejemplos de algunas de las tantas medidas puestas en marcha –a menudo a punta de fusil– con el objetivo de debilitar (tanto económica como social y políticamente) el campesinado y abrir camino para el establecimiento, sobre todo a partir de la década de 1980, de una agricultura altamente competitiva y dinamizada, volcada hacia el mercado exterior y estrechamente vinculada a los intereses del gran capital, tanto nacional como extranjero.
Asimismo, con la imposición de un modelo societario que santifica la propiedad privada, el individualismo y el mercado, el campesinado no sólo fue atacado en la práctica sino que también se convirtió en blanco del discurso hegemónico modernizador y liberal. En este sentido, hemos asistido en las últimas décadas a la promoción de una cultura individualista centrada en la figura del emprendedor, y al creciente estímulo para que los campesinos actúen según la racionalidad moderno-capitalista, en detrimento de los marcos de referencia y de las pautas de raciocinio que les son peculiares, tomadas superficialmente como sinónimos de atraso y/o ignorancia, pero que, en realidad, se adecuan perfectamente a sus necesidades reales (Shanin, 1983).
Es importante mencionar que la cruzada ideológica en contra de los campesinos ha sido corroborada por la teoría, en la medida en que el supuesto teórico que defiende el “fin del campesinado” fue ganando fuerza en el seno de las ciencias sociales y muchos teóricos pasaron a asumir como verdadera la tesis de que el avance de la urbanización y el del capitalismo serían incongruentes con la reproducción social del campesinado que estaría, así, necesariamente condenado a desaparecer, y a transformarse o en trabajador asalariado o en agricultor capitalista. Como resultado, el campesinado ha sido relegado a un segundo plano en los estudios agrarios chilenos, sobre todo después de los años 1990, y hoy son relativamente pocos quienes dedican sus atenciones a comprender esta “extraña clase social”4 en su complejidad y dinamismo, en especial dentro de la geografía.
Además de lo anterior, la falta de interés en discutir más profundamente lo que realmente es el campesinado y cuáles son sus particularidades hizo que, muchas veces, los análisis sobre el desarrollo de la agricultura contemporánea chilena acabasen reproduciendo (acríticamente) un entendimiento reduccionista sobre lo que es “ser campesino”, incorporando una definición simplificadora que: 1) ignora la cuestión de clase, 2) limita un modo de vida y una forma específica de practicar agricultura altamente complejos a cuestiones meramente economicistas y definidas a priori, tal como el tamaño de la propiedad y la renta generada anualmente5, y 3) insiste en analizar al campesinado como un elemento antediluviano, alejado del mundo moderno y condenado al subdesarrollo y a la miseria. La consecuencia de esta especie de “miopía intelectual” se traduce en teorizaciones reductoras de la realidad, que no sólo dificultan el entendimiento de la enredada trama de relaciones tejidas actualmente en el campo chileno sino que acaban influyendo negativamente en la formulación de políticas públicas y programas de desarrollo rural, con lo que contribuyen a potencializar y complejizar los diversos problemas experimentados hoy en el campo (van der Ploeg, 2008).
En vista de ello, se considera de vital interés construir una lectura renovada y crítica sobre la compleja realidad que ha sido diseñada en las últimas décadas al interior del espacio agrario chileno, de modo de develar de qué maneras las contradicciones y los conflictos inherentes a la actual dinámica de acumulación capitalista se reproducen en el campo, así como las múltiples y contradictorias relaciones que han sido establecidas entre el campesinado y el capital a lo largo de los últimos cuarenta años. Como punto de partida de este necesario esfuerzo intelectual, en el presente artículo serán presentadas, a grandes rasgos, las distintas etapas de la modernización neoliberal de la agricultura chilena –desde el golpe cívico-militar de 1973 hasta la actualidad–, poniendo especial atención en los diversos mecanismos de acumulación por desposesión desatados con la liberalización de la economía chilena, y algunas de sus consecuencias tanto para el espacio agrario como para la reproducción social del campesinado nacional, inserto este en un ambiente casi siempre hostil, marcado por la constante privación y la pauperización de sus condiciones de vida y de trabajo.
Aunque la apertura radical de la economía chilena y la aplicación del liberalismo económico más dogmático hayan sido verificados efectivamente a partir de 19756, cuando los llamados Chicago Boys7 finalmente asumieron el timón de la política económica nacional (Gárate, 2013), los orígenes de la “modernización neoliberal de la agricultura chilena” pueden ser rastreados casi desde el momento del bombardeo de la Moneda, en 1973, cuando a partir del restablecimiento del poder en las manos de las clases dominantes se buscó prontamente “generar un nuevo escenario de confianza a los productores medianos y grandes, y desarticular el movimiento campesino que se encontraba en un avanzado grado de consolidación” (Portilla, 2000, p. 11).
Para ello, durante los primeros años de la dictadura –bajo el contexto de “normalización” de la economía8 que marcó la transición hacia la construcción de un Estado Neoliberal9– fue puesto en marcha un amplio proceso de contrarreforma agraria (conocido como la “regularización de la Reforma Agraria”), que restituyó de forma inmediata cerca de una tercera parte de los 5.809 predios anteriormente expropiados; es decir, 3.800 propiedades que cubrían el 30% de las hectáreas que habían sido otorgadas a los campesinos durante los gobiernos de Frei Montalva y Allende. Al mismo tiempo, fueron derogadas las causales de expropiación vigentes con la Ley 16.64010 y se autorizó la venta de parcelas y de los derechos asignados a los campesinos entre 1965 y 1973, con lo que se permitió que a estas tierras accedieran empresarios no ligados tradicionalmente a la agricultura. Además, se estima que en el mismo período casi dos millones de hectáreas de tierras públicas fueron transferidas a instituciones oficiales y/o rematadas a particulares (Portilla, 2000).
Esta primera ola de desposesión del período neoliberal tuvo como una de sus principales consecuencias la generación de las bases para la creación de un dinámico mercado de tierras en Chile, lo que sin duda apaciguó los ánimos de los terratenientes y abrió el apetito de los especuladores y de los grandes capitalistas, quienes al final fueron los mayores beneficiarios del desarme del proceso de reforma agraria. La tabla 1 ayuda a comprender mejor la dimensión de los cambios producidos en la estructura agraria nacional entre el final de los años 1960 y mediados de los años 1980, período que, conforme aseveran Echenique y Gómez (1988), presentó uno de los más profundos y amplios conjuntos de trasformaciones en la tenencia de tierras que ha sido verificado en Chile desde los albores de su formación territorial.
Tabla
1. Cambios en la estructura de tenencia de las explotaciones
(1965-1973-1987)
Fuente: Adaptado de Echenique y Gómez (1988)
Como se puede apreciar en la tabla 1, en un lapso corto, de poco más de 20 años, se generó la eclosión de dos períodos que sacudieron, transformaron y retransformaron radicalmente la estructura agraria del país. El primero, verificado entre 1965 y 1973, más precisamente después de 1967, con la promulgación de la Ley 16.640 de reforma agraria, estuvo marcado por una serie de medidas que, de cierta forma, rompieron con la gran propiedad, pues se logró expropiar un total de 9,9 millones de hectáreas que beneficiaron a cerca de 60 mil familias campesinas. En este sentido, resulta impresionante la reducción del porcentaje de la superficie ocupada por las explotaciones mayores de 80 hectáreas –el límite máximo establecido a partir de 1967–, que en apenas 8 años pasó de 55,4% al 2,7%. Ahora, si bien es cierto que hubo un avance considerable durante el gobierno de Frei Montalva, es importante mencionar que fue durante los años de la Unidad Popular que se concentró el grueso de estas expropiaciones de tierra, como bien deja claro Chonchol (2004), uno de los principales artificies de este proceso12:
Si, durante el sexenio del presidente Frei, se habían expropiado 1.319 predios con 3,4 millones de hectáreas, durante los 34 meses que duró el gobierno de Allende se expropiaron 4.490 predios con 6,6 millones de hectáreas. Al terminar dicho gobierno, la mayor parte de los latifundios que existían anteriormente en Chile habían sido expropiados, así como un cierto número de predios de tamaño medio que se consideraban mal explotados (p. 295).
No obstante, como queda en evidencia, después del golpe de 1973 la situación cambia de modo drástico y se interrumpe violentamente un proceso que ni siquiera tuvo tiempo de afirmarse. Así, dentro de los marcos de la llamada “regularización de la Reforma Agraria”, la devolución de tierras a sus “antiguos propietarios”, juntamente con la venta de las parcelas de reforma agraria (incluyendo aquellas que fueron ejecutadas por las instituciones financieras debido al sobreendeudamiento de los campesinos), el remate de las tierras públicas y la fragmentación de las comunidades indígenas13 dinamizaron el mercado libre de tierras y llevaron a una nítida reconcentración fundiaria en el país, definitivamente consolidada a mediados de la década de 2000, como revela el análisis intercensal 1976-1997-2006 sobre los cambios estructurales en la agricultura chilena realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE). De acuerdo con dicho documento, en 2006 las propiedades con más de 100 hectáreas, que correspondían al 6,6% del total de explotaciones agropecuarias con tierra en el país, controlaban el 89,1% de la superficie total del suelo. Sólo las propiedades con más de 1000 hectáreas, que representaban menos del 1% de número de explotaciones, concentraban cerca del 75% de la superficie de las tierras del país14.
Este proceso siguió de manera concomitante con el abandono del modelo de Estado de compromiso y economía protegida –basado en una especie de “alianza” entre el Estado, el capital industrial y el trabajo– y el consecuente redireccionamiento de la política económica nacional que, sobre todo a partir de 1975, rompió con el modelo de desarrollo volcado hacia adentro y pasó a depender cada vez más de la integración al mercado internacional por medio de la exportación de commodities, como bien señala Gárate (2013):
La industria fue desplazada como motor dinámico del proceso de acumulación en beneficio de aquellos sectores en los cuales el país podía competir en los mercados mundiales, es decir, la minería, la agricultura, la silvicultura y la pesca. En otras palabras, en aquellos rubros intensivos en el uso de recursos básicos (p. 203).
Tal vez uno de los más ilustrativos ejemplos acerca de cómo se desarrolló esta primera fase de la modernización neoliberal de la agricultura chilena –marcada sobre todo por la fragmentación y desterritorialización del campesinado, por la privatización de activos, bienes y recursos públicos, y por la territorialización del capital monopolista en el espacio agrario nacional– resida en el agronegocio forestal, una actividad que sufrió una radical transformación desde la llegada de los militares al poder, y que actualmente aporta el 3,5% del PIB y el 13% de las exportaciones nacionales, según cifras entregadas por la CEPAL/OCDE en 2005.
La conversión del agronegocio forestal en uno de los sectores icónicos del país tiene inicio en los primeros años de la dictadura, con la privatización de las grandes compañías forestales creadas y mantenidas directamente por el Estado en momentos anteriores, como la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC), la Celulosa Arauco S.A y la Celulosa Constitución15. Juntamente con las privatizaciones, la aprobación de los decretos de ley DL 701 de 1974, y su substituto, el DL 2.565 de 1979 –que además de estipular la “inexpropiabilidad” de los terrenos forestales, otorga subsidios que cubren la casi totalidad de los costos de producción y del mantenimiento de la primera rotación– fueron de vital importancia para el espantoso incremento de la superficie plantada con monocultivos forestales en el país, que, de acuerdo con datos de la CEPAL/OCDE (2005), pasó de cerca de 400 mil hectáreas en 1974 a aproximadamente 2,2 millones a mediados de los años 2000 (74% de ellos plantados con pinus radiata y 18%, con eucaliptus glubulus).
Para garantizar la plena integración al comercio internacional y el libre flujo de capitales fueron introducidas una serie de reformas estructurales con el objetivo de desregularizar el mercado y promover la “retirada” del Estado en determinadas áreas estratégicas, de modo de crear nuevos y lucrativos “espacios de acumulación” en cada una de las áreas que fueron intervenidas, como la salud, la educación, el sistema de pensiones, etc. No obstante, por detrás de estos cambios de naturaleza económica se escondía un importante componente político-ideológico que no debe ser menospreciado. En relación con ello, es posible afirmar que las reformas estructurales diseñadas por los economistas ligados a la Escuela de Chicago y promovidas a puño de hierro por los militares formaban parte de un conjunto mucho más amplio de transformaciones que buscaban, en última instancia, redefinir radicalmente las relaciones entre el Estado y la sociedad y, es claro, las propias relaciones sociales. Al final, como solía decir orgullosamente Margaret Thatcher, la economía era el método, pero el objetivo era cambiar el espíritu.
Evidentemente, una transformación tan profunda y radical no habría sido posible sin el respaldo de un fuerte aparato represor. En este sentido, el brazo coercitivo del Estado –estimulado por el contexto dictatorial– fue utilizado sin mesura para proteger los intereses corporativos y anular cualquier tipo de disensión. Paralelamente a la violencia, la construcción de la hegemonía neoliberal dependió en igual medida de la creación de un marco institucional que no sólo validase los cambios que estaban siendo promovidos sino también asegurase, a lo largo del tiempo, la continuidad del modelo liberal de economía abierta y de “democracia restringida”16. “Si el régimen aspiraba a un verdadero cambio revolucionario que impidiera cualquier intento de retorno al modelo anterior, entonces debía planificar el futuro, sus instituciones y especialmente el funcionamiento de la democracia” (Gárate, 2013, p. 228). Esto se pudo concretar en 1980, cuando se aprobó el texto constitucional tejido por Jaime Guzmán, de carácter altamente ideológico y vigente hasta la actualidad.
De este modo, guiada por la razón de la ortodoxia neoliberal y sustentada por la fuerza de las armas, se produjo en Chile, durante buena parte de las décadas de 1970 y 1980, una gran marejada de desposesión, que se inicia con la contrarreforma agraria y sigue su curso con la privatización de empresas y activos públicos17, así como con la mercantilización de los derechos sociales. “Con la privatización y la liberalización del mercado como divisa, el movimiento neoliberal logró convertir en objetivo de la política estatal una nueva ronda de ‘cercamiento de los bienes comunales’” (Harvey, 2004, p. 125). Probablemente, uno de los casos más emblemáticos de este nuevo cercamiento de los bienes comunes haya ocurrido en 1981 con la aplicación del DL 1.122, que –amparado por el artículo 19, no 24, de la Constitución de 1980, cuyo texto transforma la propiedad privada en una garantía constitucional– entregó los derechos de aprovechamiento del agua de manera gratuita, ilimitada y “a perpetuidad” a agentes privados, y les permitió comercializarlos sin tener en consideración las prioridades de uso, como explican Molina y Yañez (2011):
El Código de Aguas en Chile instaura un derecho real perpetuo y no condicionado. Este derecho se constituye por un acto de autoridad, independiente de si el solicitante es dueño o no de la tierra en que se ubica el agua, o de si hace o no uso efectivo / beneficioso del recurso, y se reasigna mediante la enajenación, habiéndose dispuesto en la legislación que el derecho es transferible, transmisible y prescriptible (p. 152).
Al pasar a las manos de unas pocas personas el dominio sobre aquello que debería ser de todos, el Código de Aguas de 1981 promovió la apropiación de las tierras disponibles, con el objetivo de controlar el derecho sobre las aguas en Chile. Esto ha conllevado un incremento de los procesos de especulación inmobiliaria y de reconcentración fundiaria en el país, particularmente en aquellas zonas de escasos recursos hídricos y alta disponibilidad de suelos con condiciones geográficas privilegiadas para la producción frutícola.
Como no podría dejar de ser, el proceso de acaparamiento del agua incidió negativamente sobre la agricultura campesina y produjo la pauperización de gran parte del campesinado nacional, sobre todo en virtud de la desigualdad en términos de asignación de derechos y el favorecimiento de los intereses especulativos y del gran capital, en detrimento de la producción de alimentos para la población. Asimismo, es preciso mencionar que la situación de privación y vulnerabilidad experimentada por los campesinos al interior del espacio agrario chileno se puso todavía más compleja cuando el Estado se retiró de la labor de construcción de obras públicas de regadío y traspasó esta responsabilidad a la iniciativa privada18. Esto, evidentemente, trajo enormes perjuicios a los pequeños agricultores que aún insistían en la labranza agrícola, particularmente a aquellos más pobres y que vivían en áreas sujetas a las sequías, los cuales, apartados del agua y sin capacidad de invertir en infraestructuras de regadío, se vieron en serios problemas para garantizar la reproducción de su existencia como pequeños propietarios durante las décadas de 1970 y 1980. En virtud de ello, muchos no tuvieron otra alternativa que abandonar sus tierras y migrar para las ciudades, donde acabaron por engrosar las filas del ejército industrial de reserva. Es importante subrayar que esta legión de campesinos “libres” y desposeídos configura uno de los principales pilares sobre los cuales se irguió, y que actualmente sustenta, el modernísimo agronegocio chileno.
Tampoco se puede ignorar la represión a los sindicatos de los trabajadores rurales y el debilitamiento de las diversas organizaciones campesinas actuantes hasta 1973. Como ejemplo, basta señalar que antes del golpe cívico militar el movimiento campesino organizado contaba con 280.000 trabajadores agrícolas, afiliados en 800 sindicatos comunales, que se agrupaban en 85 federaciones y 5 confederaciones nacionales campesinas. En 1982, casi diez años después, estos números eran muy distintos: quedaban solamente 25.000 trabajadores afiliados a los sindicatos, mientras que los trabajadores con contratos negociados disminuyeron de 90.000 a 25.000. Por su parte, las cooperativas campesinas, estimuladas durante todo el proceso de reforma agraria, pasaron de 90.000 a 12.000 en el mismo período (Portilla, 2000).
Esta represión al trabajo organizado vino de la mano con la imposición, a fines de los años 1970, de una nueva legislación laboral cuyo objetivo fue, justamente, flexibilizar el mercado de trabajo y disminuir el costo de la mano de obra, lo que favoreció enormemente al capital en desmedro de los trabajadores. “Sin duda, la nueva legislación laboral incide sobre la baja de los salarios generando las bases para un nuevo patrón de empleo agrícola, en el cual se disminuye la contratación permanente, se incrementa el trabajo de temporeros y la incorporación de mujeres y niños a las distintas faenas, muchas veces al margen de toda previsión social” (Ibíd., p. 13). Asimismo, la (relativa) “gran” oferta de empleos19 generada por el sector acaba de cierta forma obliterando la discusión en torno a la baja calidad del trabajo que es ofrecido, así como la gran fragilidad experimentada por los trabajadores rurales, particularmente los temporeros, los cuales –desmovilizados y muy poco amparados legalmente– suelen sufrir con la superexplotación de su fuerza de trabajo, con los bajos sueldos y con la debilísima asistencia en términos de salud y seguridad social20.
Finalmente, para complementar el (nada romántico) cuadro campestre bosquejado durante la primera etapa de la modernización neoliberal de la agricultura chilena, es importante mencionar que las medidas de carácter ortodoxo aplicadas, sobre todo entre 1975 y 1981, aunque sin duda hayan recaído con más firmeza sobre los campesinos y los trabajadores rurales también fueron perjudiciales para la gran mayoría de los agricultores cuya producción se destinaba a atender a la demanda interna. Tal como recuerdan Echenique y Gómez (1988), en ese entonces, la apertura de las fronteras al capital financiero y la disminución considerable de los aranceles de importación de los alimentos básicos, sumados a un mercado nacional deprimido debido a la fuerte recesión económica y a las altas tasas de desempleo, hicieron que sólo un pequeño grupo de exportadores y de productores orientado al mercado interno, altamente capitalizado, actuase con éxito.
Sin embargo, las condiciones adversas que recayeron sobre el conjunto de la agricultura chilena durante los años del llamado “choque neoliberal” que, incluso, afectaron a muchos de los sectores rurales tradicionales que apoyaban a Pinochet, llevaron a la necesidad de corregir los rumbos de la política agrícola nacional, especialmente después de la grave crisis económica que golpeó al país entre 1981 y 1984, y que obligó al abandono del monetarismo económico más extremo en pro de un liberalismo económico de carácter más pragmático. Así, al paso en que la postura ortodoxa característica de los años 1975-1981 fue siendo sustituida por otra más pragmática, la producción agrícola volcada al mercado nacional recuperó fuerza gradualmente, en gran medida debido a la intervención estatal en los mercados agropecuarios por medio del establecimiento de bandas de precios y poderes compradores, así como de subsidios y mecanismos de protección y fomento a la producción de cultivos tradicionales, como el trigo, el azúcar y el aceite, y las sobretasas a los productos lácteos (Portilla, 2000).
De acuerdo con Kay (1988), estas medidas “dieron un nuevo soplo de vida al moribundo sector agrícola tradicional, soplo que devino crucial para su modernización y, por lo tanto, su sobrevivencia” (p. 83). Como reflejo de esta política centrada en la modernización y la “transformación capitalista” de parte de la agricultura “tradicional” (particularmente los medianos agricultores y empresarios agrícolas), la importación de productos agropecuarios se redujo de casi 800 millones de dólares en 1981 a menos de 200 millones en 1986. No obstante, es importante tener en cuenta que esta reducción de las importaciones de alimentos no sólo se debió a la recuperación de la producción agrícola nacional sino también a la disminución del consumo promedio por habitante, como consecuencia del empobrecimiento de una parte considerable de la población (Chonchol, 1994). Además de esto, es preciso subrayar que la gran mayoría de los campesinos, considerada por la tecnocracia y por la intelligentsia como “atrasada”, “irracional” y sin posibilidades de sobrevivir en un mercado cada vez más competitivo, se vio apartada de las políticas de incentivo agrícola, y cada vez más arrastrada a una situación de extrema pobreza y fragilidad.
Sea como fuere, no se puede perder de vista que, aunque a partir de este momento haya habido una mayor preocupación por estimular la producción agropecuaria volcada al mercado interno, la necesidad de enfrentar la crisis económica y de generar un superávit comercial para servir al pago de la elevada deuda externa que marcó los primeros años de la década de 1980 hizo que la estrategia de desarrollo basada en la exportación de commodities siguiese en el centro de la atención. Para ello, el gobierno ejerció un papel bastante activo en el sentido de fortalecer el modelo agroexportador nacional trazado durante los años 1970, ajustándolo a las nuevas necesidades y condiciones engendradas por el naciente proceso de globalización del capitalismo neoliberal. “Lo que se produjo fue una mayor diversificación de los productos exportados, disminuyendo la importancia del cobre en el total del valor exportado desde un 75% en 1970 a un 46% en 1990. Fue así como la silvicultura, la pesca y los productos agropecuarios han adquirido mayor relevancia desde principios de la década de 1980” (Gárate, 2013, p. 380). Con esto, la reprimarización de la economía chilena fue definitivamente consolidada, y las exportaciones agrícolas y forestales:
Se multiplicaron más de veinte veces durante el gobierno militar de 1973-89 y han crecido a una tasa promedio anual de 14,5% entre 1990 y 1996. En el período 1986-1996 el producto bruto interno creció a una tasa promedio anual de 7,0%, la agricultura a 5,9% y las exportaciones agrícolas (incluyendo las forestales) a 16,9%. En 1995 las exportaciones forestales eran la mitad del total de exportaciones agrícolas, mientras las de fruta eran un tercio. Ese dinamismo de las exportaciones impulsó el crecimiento de la agricultura y provocó una importante transformación de su estructura productiva (Kay, 1998, p. 90).
El extraordinario incremento experimentado por el agronegocio nacional en las últimas décadas es frecuentemente naturalizado, pues se lo relaciona casi exclusivamente con determinadas características geográficas específicas del país, como su localización, el clima, las barreras fitosanitarias naturales existentes, etc., que conformarían una especie de “terroir chileno”. No obstante, una mirada más atenta y crítica sobre cómo operó el proceso de conformación del modelo de producción agrícola chileno en las últimas cuatro décadas permite comprender que las ventajas competitivas tan celebradas por la ideología dominante, y que permitieron al país tener una posición destacada en el mercado mundial, no provinieron solamente de una “naturaleza privilegiada” que hace de Chile una “isla fitosanitaria”21, sino que más bien fueron inducidas políticamente, muchas veces por medio de la violencia, de la desposesión y de la pauperización de las condiciones de vida de los campesinos, pueblos originarios y trabajadores rurales.
Justamente por esto, es posible trazar un paralelo entre algunos de los elementos constituyentes de la primera etapa de la modernización neoliberal de la agricultura chilena con los mecanismos vinculados al proceso de acumulación originaria estudiados de forma magistral por Karl Marx en el Tomo I de El Capital. Obviamente, esta semejanza no ocurre por obra del azar y tampoco se trata de una “coincidencia cósmica”. Como dilucida David Harvey (2004), la geografía histórica del capitalismo viene siendo moldeada por medio de una relación orgánica entre la reproducción expandida y los violentos mecanismos de desposesión. En virtud de ello, el geógrafo británico realiza una importante observación acerca del análisis de Marx, señalando que no se puede limitar la acumulación basada en el fraude, en la violencia y en la expropiación a la etapa “primitiva” del capitalismo.
Según su punto de vista, esta forma de acumular no es algo exclusivo del pasado o de cuando las fuerzas productivas capitalistas no se encuentran plenamente desarrolladas, como imaginaba Marx, sino que continúa en funcionamiento y en constante renovación, y se torna especialmente importante en los momentos de crisis de sobreacumulación por los cuales pasa necesariamente el capitalismo. Por esta razón, en lugar de acumulación originaria (o primitiva) él prefiere utilizar el término “acumulación por desposesión”. De acuerdo con su análisis, a partir de mediados de los años 1970 las contradicciones internas del capitalismo lo llevaron a experimentar, en escala global, una grave (e incontrolable) crisis de sobreacumulación. Así, bajo un contexto crítico que marcó el giro hacia el neoliberalismo, los mecanismos de acumulación por desposesión pasaron a desempeñar un papel cada vez más central en el proceso de reproducción capitalista, liberando activos (como tierras, recursos naturales, fuerza de trabajo, etc.) a costos muy bajos para que el capital sobreacumulado pudiese apoderarse de ellos y darles un uso lucrativo.
Sin embargo, siendo parte integrante y fundamental de la dinámica capitalista, especialmente en su etapa neoliberal, los mecanismos de acumulación por desposesión que tanto han contribuido al éxito del agronegocio chileno no se restringieron sólo al periodo dictatorial, mucho menos a los gobiernos abiertamente de “derecha”. En este punto se hace necesario recordar que la apertura política verificada en los años 1990 –ocurrida en un momento en que buena parte de los países latinoamericanos experimentaba el gusto amargo de las medidas de ajuste estructural del “Consenso de Washington”– no representó necesariamente un quiebre con el modelo socioeconómico que había sido impuesto en la década de 1970, sino más bien su continuidad o, mejor dicho, su perfeccionamiento.
En Chile, según la aseveración del historiador Manuel Gárate (2013), la vuelta de la democracia vino inmediatamente acompañada de la ascensión de una nueva élite tecnocrática –vinculada sobre todo al centro de estudios CIEPLAN22– que sustituyó a los “Chicago Boys” en el comando de la política económica nacional y tomó para sí la misión de disminuir la desigualdad social sin poner un freno al crecimiento económico. Durante el período dictatorial, los intelectuales vinculados a este centro de estudios desempeñaron un importante papel de crítica al modelo socioeconómico vigente (aun cuando era un punto de vista tecnicista y supuestamente neutral). No obstante, una vez en el gobierno, frente a las cifras macroeconómicas positivas presentadas al final de la dictadura y a la necesidad de consolidar el proceso de transición democrática, empezaron a buscar soluciones capaces de seguir con la expansión económica de rasgo neoliberal pero buscando equilibrarla con políticas sociales.
Se esperaba con esto que el “camino del medio”, ubicado entre el libre mercado y la preocupación por cuestiones sociales, fuese capaz de evitar conflictos que pusiesen en riesgo la recién conquistada y tan anhelada democracia.
La cautela del gobierno quedó de manifiesto al evitar roces con las élites socioeconómicas, impidiendo una mejor política de distribución del ingreso por medio de nuevas reformas impositivas y laborales, o bien postergando otras relacionadas con los sistemas privados de salud, educación y pensiones. La contención de las demandas estuvo en el centro de la estrategia del primer equipo económico concertacionista, por lo que los cambios de política social sólo pudieron realizarse dentro de las reglas del modelo, es decir, mediante un enfoque gradualista, focalizado y no redistributivo. Los temas controvertidos debieron o bien postergarse o definitivamente negociarse en todos sus detalles con la oposición y el empresariado en lo que se llamó la política de los consensos” y más tarde “la democracia de los acuerdos” (Gárate, 2012, p. 376).
Bajo las condiciones engendradas por la “política de los consensos”23, la opción por mantener más o menos inalterada la estrategia de crecimiento heredada de la dictadura llevó al país a navegar aún más firme en la tarea de consolidar su posición como potencia silvoagroexportadora mundial. Para esto, un conjunto de políticas públicas fue puesto en marcha, entre las que se destacan: a) el retomado y el fortalecimiento de los programas de riego, que han concentrado cerca del 30% de las transferencias públicas al sector agropecuario y silvícola, con un promedio de 68 millones de dólares anuales; b) el incremento técnico-científico, por medio del aporte público y privado a los institutos y empresas de investigación agropecuaria y de innovación tecnológica; c) la protección al patrimonio fito y zoosanitario nacional, tarea que es de responsabilidad del Servicio Agrícola Ganadero (SAG), cuyo presupuesto fiscal ha sido del orden de 80 millones de dólares anuales en el último período; d) el apoyo a la competitividad del sector agrícola, tanto para aquellos rubros más vulnerables ante la competencia externa (cereales, carnes, leche y derivados, etc.), como para aquellos cuya inserción internacional, o era vista con gran potencialidad o ya estaba en franca expansión; e) la promoción de las exportaciones nacionales en el exterior, a través de instituciones como PROCHILE; y f) el fomento a las plantaciones forestales (Echenique, 2012). Gracias a todo esto, el aumento de la participación de los bienes agrícolas en el total de las exportaciones nacionales saltó de un 3,2% en 1970 hacia un 8,3% en 2007 (Cuevas, 2011)24.
Sin embargo, siguiendo la orientación que pasó a guiar la política económica chilena desde el comienzo de los años 1990 –en la cual fueron conservados los rasgos esenciales del modelo liberal, pero con una mayor preocupación y sensibilidad en lo que se refiere a las temáticas sociales–, los incentivos al sector silvoagropecuario de exportación, a los sectores agrícolas tradicionales más capitalizados y a la agroindustria, a diferencia del momento anterior, vinieron acompañados (aunque no necesariamente en la misma medida) por una serie de políticas públicas y subsidios volcados especialmente a los campesinos y a las parcelas más empobrecidas de la población rural. En realidad, se buscó dar continuidad al proceso de fortalecimiento y modernización de la agricultura nacional iniciado a mediados de los años 1980, pero esta vez incorporando al campesinado, un sector social que había quedado prácticamente marginado de las políticas agrícolas en el período precedente, y que durante los gobiernos de la Concertación pasó a recibir un poco más de atención por parte del Estado.
En este sentido, fueron adoptadas una serie de medidas concretas, como: 1) la ampliación de la cobertura de los poderes compradores de COTRISA25 hacia las zonas de secano más lejanas (en las cuales la producción campesina cerealera es importante y donde los compradores son pocos); 2) el programa de recuperación de la productividad de los suelos en las zonas ganaderas; y 3) el establecimiento de políticas específicas destinadas a modernizar e incrementar la productividad del campesinado, en especial aquella porción considerada “viable” o potencialmente “viable”; es decir, los pequeños agricultores que habían “podido acumular capacidades técnicas y de gestión, y niveles de capital que permitían su inserción en las nuevas condiciones de mercado” (Portilla, 2000, p. 30).
Respecto a este último punto, el gobierno, a través del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), fortaleció los programas de crédito agrícola, además de transformar las bases y ampliar la cobertura del programa de transferencia de tecnología (PTT) iniciado en 1984, y que se había tornado el principal instrumento público dirigido hacia el sector campesino durante la dictadura. Tal como explica Sotomayor (1994), a partir de 1990 los programas heredados del gobierno anterior no fueron sustituidos por las nuevas autoridades sino que fueron transformados progresivamente. Por su importancia, el programa de transferencia tecnológica ocupó un lugar central en este proceso, pero se buscó ir más allá de un simple programa de capacitación pues se lo convirtió en una plataforma que sirviera de soporte para proyectos integrados de desarrollo rural.
Pese a lo anterior, siguiendo la lógica tercerizadora propia de los tiempos de acumulación flexible, es importante mencionar que el sector privado ejerció un papel fundamental en lo que se refiere al diseño y a la implementación de los programas de fortalecimiento y modernización de la pequeña agricultura, al asumir funciones que hasta antes del golpe cívico-militar eran de responsabilidad única del Estado26. Como revelan Portilla (2000) y Sotomayor (1994), la tercerización de los servicios de extensión rural destinados a la producción campesina tuvo inicio en los años 1980, cuando empresas y consultoras ligadas exclusivamente al sector agrícola fueron contratadas para llevar adelante el programa de transferencia tecnológica. Sin embargo, a partir de la década de 1990, con la transformación y la ampliación de dicho programa, otros actores fueron incorporados al proceso, como universidades y, sobre todo, ONGs.
En principio, es posible reconocer algunas posibles ventajas de este modelo, especialmente porque su carácter flexible permite, al menos en teoría desarrollar programas heterogéneos y capaces de ajustarse mejor a las diferentes necesidades y características locales, además de abrir espacio a otros actores aparte del Estado, que muy bien pueden aportar con la elaboración de nuevas ideas y la promoción de estrategias descentralizadas y creativas para un desarrollo alternativo y “sostenible” del medio rural27. No obstante, no se puede ignorar el riesgo de que los servicios de extensión rural basados en la asociación público-privada acaben transformándose en un instrumento de implementación y legitimización de una forma de practicar agricultura industrializada y “artificial”, basada en técnicas, insumos y padrones productivos hegemónicos que representan básicamente los intereses de los grandes grupos económicos, como las instituciones financieras, las agroindustrias y las transnacionales productoras de semillas, insumos químicos, pesticidas, etc.
Como era de esperar, una vez que el país se encuentra umbilicalmente vinculado a las directrices del Consenso de Washington, y es signatario de más de veinte tratados de libre comercio, los programas y servicios de extensión rural orientados a favorecer la inversión extranjera y asegurar el dinamismo y la competitividad del agronegocio nacional acabaron tornándose dominantes, y circunscribiendo la mayor parte de las políticas de desarrollo rural volcadas al campesinado, a la lógica del mercado y al paradigma de la modernización. Éstas, de un modo general, “han endeudado a los productores, además de establecer vínculos dependientes que no han logrado éxito de generación de desarrollo autónomo de las organizaciones usuarias” (Pezo, 2007, p. 98). Con respecto a los habitantes rurales más pobres, fueron creadas políticas focalizadas, asistencialistas y de carácter compensatorio, que buscaban mantener la “gobernabilidad” y la “imagen país”, evitar crisis sociales y salvaguardar “el equilibrio monetario en una economía cada vez más abierta que privilegia el crecimiento económico como principal indicador y propulsor de desarrollo” (Ibíd.).
De ese modo, lejos de potenciar la creación de un espacio agrario más “equilibrado”, tanto en términos sociales como ecológicos, lo que se vio fue la reproducción (a menudo encubierta) de las asimétricas relaciones de poder y la complejización de los problemas socioambientales. Este camino de desarrollo rural fue cimentado a lo largo de los gobiernos de la Concertación, lo que generó una serie de críticas por parte del movimiento campesino chileno que, reorganizado con la democracia, a menudo viene mostrando su inconformidad e incluso su rechazo a los programas diseñados de acuerdo con el modelo neoliberal. Un ejemplo de esto puede verse en la declaración emitida en abril de 2007 por las asociaciones y organizaciones vinculadas a la Vía Campesina Chile, en contra del acuerdo firmado entre el ministro de agricultura chileno de entonces, Álvaro Rojas, y la transnacional Monsanto, para la implementación de 20 mil hectáreas de soja transgénica en la zona central del país. En este documento, los campesinos organizados afirman:
Los actuales programas de INDAP y del Ministerio de Agricultura continúan embarcando a las familias campesinas en aventuras productivas en función de los intereses de las transnacionales, ejerciendo presión para eliminar la diversidad de la producción campesina y encadenarla a las grandes empresas agroexportadoras, agravando así el endeudamiento y pérdida de la tierra por parte de los campesinos. La producción agroexportadora continúa basándose en la explotación extrema de trabajadores y especialmente trabajadoras temporeras, y en la contaminación del ambiente y las personas28.
El ingeniero agrónomo y secretario del Movimiento por la Defensa del Agua, Protección a la Tierra y Respeto al Medio Ambiente (MODATIMA), Rodrigo Mundaca (2014), refuerza este sentimiento de insatisfacción indicando que existe una deuda del Estado con aquellos agricultores que, a partir de los años 1980, fueron seducidos por el canto de la sirena y adquirieron el paquete tecnológico derivado de la revolución verde. Según sus palabras, el proceso de “artificialización de la agricultura chilena” (estimulado por la tercerización de los servicios de extensión rural) trajo consigo una serie de consecuencias negativas, no sólo a los campesinos y a los trabajadores rurales sino a la sociedad como un todo, especialmente porque jamás fueron considerados “los efectos irreversibles que provocaría este tipo de modelo a nivel de suelos, agua y medio ambiente –entendiendo como tal todo lo que nos rodea– y, en especial, la vida de las generaciones presentes y futuras (p. 55).
Asimismo, dialogando con la perspectiva de desarrollo rural de sesgo neoliberal que se tornó hegemónica a partir de los años 1980-1990, se pasó a defender la integración del campesinado a la cadena productiva del agronegocio como una de las mejores formas para incrementar las condiciones de vida de los pequeños agricultores y superar la situación de pobreza rural, que a mediados de los años 1990 afligía a alrededor de dos millones de personas, unas ciento ochenta mil unidades productivas (Bengoa, 1996). Para ello, fueron creados –desde el INDAP– mecanismos para facilitar y estimular la comercialización de la producción campesina a las agroindustrias, como los convenios firmados entre esta institución y la Federación de Procesadores de Alimentos de Chile A.G. (FEPACH), con IANSA y con la empresa Berries La Unión (Sotomayor, 1994). Siguiendo más o menos esta misma política, es posible señalar, además, el programa de forestación campesina iniciado por el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS) en 1991, que logró expandir al campesinado los beneficios del DL No 701, estimulando la expansión de los monocultivos forestales con subsidios de hasta el 75% del valor de las plantaciones.
Confiar al capital la tarea de servir como motor para la promoción del bienestar social y de la superación de la pobreza rural es algo que se muestra bastante coherente con la política de los consensos preconizada por los gobiernos de la Concertación. No obstante, lo que llama la atención es su defensa por parte de algunos investigadores sociales serios y comprometidos, como por ejemplo José Bengoa, que en el ensayo titulado “Pobreza campesina y desarrollo rural” (1996), defendía efusivamente la “nueva complementariedad” entre la pequeña producción campesina y las actividades agroexportadoras y forestales. Según su punto de vista, la integración entre ambos sectores:
Debería plasmarse en marcos legales institucionales que establezcan beneficios de diferentes tipos a las empresas y conglomerados que provoquen esta relación de “arrastre”. Se debería estudiar un estatuto agroindustrial para apoyar con determinados beneficios y franquicias a las empresas que integren en sus sistemas productivos a los pequeños productores, que se instalen en zonas de pobreza rural, que se hagan cargo de la transferencia tecnológica. Por esta vía estaríamos protegiendo la agricultura pequeña (p. 6).
Aunque sea comprensible la preocupación por encontrar alternativas concretas para mejorar la vida del campesinado chileno, la defensa de la subordinación de los pequeños agricultores al capital como forma de solucionar las dificultades experimentadas en el campo es, en más de un sentido, problemática. Para comenzar, este tipo de planteamiento no pone en discusión el propio concepto de “desarrollo” y tampoco problematiza el sentido de la modernización tomada por la agricultura postrevolución verde. Al contrario, pasa a ser el único camino a seguir. ¡Es como si no hubiese otras alternativas! Más aún, ignora las contradicciones del desarrollo capitalista en el medio agrario, que en su movimiento de expansión acaba necesariamente creando y recreando relaciones no capitalistas de producción (Oliveira, 2001).
En este sentido, es importante tener en cuenta que, si bien es verdad que la integración al agronegocio abre la posibilidad de que el campesinado se reproduzca por medio del trabajo familiar, de la labranza en la tierra y de la mantención de su condición de pequeño propietario, también es cierto que tiende a mantenerlo atado a una dinámica impuesta y comandada por la acumulación del capital que, por medio de la apropiación de la renta de la tierra, suele mantener a los pequeños agricultores cada vez más dependientes y sometidos a sus crecientes (y cambiantes) necesidades. De este modo, lo que superficialmente aparece como una ventaja para el campesinado se muestra mucho más conveniente al capitalista, teniendo en cuenta que “la utilización de estas relaciones no capitalistas ahorra al capitalista inversiones en mano de obra. Al mismo tiempo, él recibe parte del trabajo de esos campesinos y lo convierte en capital”29 (Oliveira, 2001, p. 18).
Además de ello, la perspectiva de “complementariedad” de la agricultura campesina con el agronegocio deja a un lado otros aspectos igualmente problemáticos, como por ejemplo la pérdida de autonomía sobre la totalidad del proceso de trabajo que, dirigido desde afuera de la propiedad familiar e inserto dentro del sistema metabólico del capital30, se transforma en una actividad, de cierta forma, extrañada, empobrecida de significado y que huye del control directo del agricultor. Finalmente, y más complicado aún, esta perspectiva no es crítica respecto de los enormes perjuicios referentes a la salud del agricultor31, a la sustentabilidad del medio agrario y a la soberanía alimentaria del país32. Tal como advierte Polanyi (2007), abandonar el destino de los suelos y de los hombres a las leyes del mercado es lo mismo que aniquilarlos. Por esto, se considera que la subsunción al capital no puede ser encarada como objetivo final de las políticas públicas hacia el campesinado.
Por lo tanto, en vista de todo lo que fue expuesto hasta ahora, se puede afirmar que, aunque sea posible registrar algunos avances en relación con la dictadura, el hecho de que el éxito de la economía del país durante los años de la democracia siguiese cada vez más dependiente de la exportación de commodities llevó a que la situación del campesinado chileno, de un modo general, continuase siendo bastante precaria. A pesar de “la cuantiosa cantidad de recursos que el sector público ha canalizado a este amplio grupo en los últimos años” (Echenique, 2012, p. 149), la agricultura campesina –considerada atrasada y condenada a desaparecer– siguió relegada a un segundo plano. Así, al paso que han perdido las tierras que controlaban para las empresas capitalistas y agricultores empresariales, los campesinos han quedado alejados del boom agrícola exportador y vienen compitiendo con gran desventaja en los mercados internos más rentables. De esto resulta que en 2007, “la producción nacional dependiera de medianas y grandes unidades en un 70% en trigo, 79% en maíz y 76% en remolacha azucarera” (Echenique, 2012, p. 156).
Evidentemente, no se pueden abstraer los procesos desatados al interior del espacio agrario chileno contemporáneo de la dinámica más general que rige el funcionamiento actual del capital. De esa manera, el favorecimiento del modelo agroexportador nacional verificado desde los años 1990, más que por una simple “opción” por seguir adelante con un modelo heredado de la dictadura, se produjo por una “necesidad” del modo de producción vigente, obedeciendo a una lógica mucho más compleja de la reestructuración global del capitalismo, y del consecuente reordenamiento de los países en función de la nueva división internacional del trabajo diseñada por la globalización del capitalismo en su etapa neoliberal. En este sentido, los ajustes espacio-temporales promovidos por el capital a partir de los años 1990 hicieron que los países ubicados en la periferia del sistema-mundo, particularmente en Asia, África y América Latina, se transformasen en lucrativas fronteras para la expansión del agronegocio globalizado. Además de ello, es preciso considerar que en el mismo período la producción agroalimentaria mundial pasó por una profunda restructuración, potenciada por la transnacionalización y por la financiarización de la economía, y por la presencia cada vez más determinante de grandes (y pocos) complejos industriales.
Respecto de estas transformaciones, Luis Llambí (1995) señala dos tendencias generales. La primera es que las grandes empresas transnacionales agroalimentarias “tradicionales”, surgidas desde el final del siglo XIX –estimuladas por la desregulación de los mercados mundiales (especialmente en los países endeudados del tercer mundo y del ex bloque socialista) – modificaron su estrategia de acción con el objetivo de aumentar su participación en los mercados nacionales, regionales y mundiales. De acuerdo con el investigador, la fusión de empresas, la absorción de unas empresas por otras y la compra masiva de acciones mediante un “endeudamiento estratégico” se convirtieron en las principales herramientas utilizadas por estas firmas para crecer horizontalmente en las últimas décadas, de una manera diferente a momentos anteriores, cuando esto se hacía mediante inversiones foráneas directas. Y la segunda tendencia apuntada por Llambí es el surgimiento de formas sumamente flexibles y descentralizadas de organización empresarial que, a diferencia de las transnacionales tradicionales, utilizan otras alternativas a fin de penetrar nuevos mercados, específicamente por medio de la asociación con firmas nacionales (como las joint ventures).
Siguiendo más o menos la misma pista, Ariovaldo Umbelino de Oliveira (2007) señala que el actual momento del capitalismo se distingue por la presencia de monopolios formados en los países emergentes, al lado de los procesos de ascensión internacional de los sectores de las burguesías nacionales con apoyo de los Estados. Para el geógrafo brasileño, las asociaciones de empresas monopolistas internacionales con empresas nacionales transformaron a ambas en empresas mundiales, y así el capital se diseminó por los países emergentes, abarcó sectores de las burguesías nacionales y los transformó en capitalistas mundiales. Aun de acuerdo con él, bajo las condiciones impuestas por el capitalismo monopolista, el desarrollo de la agricultura y de los mercados alimentarios configura una realidad contradictoria, marcada por la expansión de sectores de alta rentabilidad, por la expansión de aquellos sectores donde el capitalista y el latifundista se convierten en un solo sujeto, y por la creación y la recreación del campesinado (ahora transformado en un agricultor altamente especializado y subordinado a los intereses del capital).
El sociólogo holandés Jan Douwe van der Ploeg (2008), a su vez, entiende los procesos de expansión del agronegocio y de transformación de los mercados agrícolas y alimentarios mundiales por medio de la noción de “Imperio” que, según su punto de vista, configura un modo de ordenamiento nuevo y poderoso, que reorganiza progresivamente los dominios del mundo social y del mundo natural, sujetándolos a nuevas formas de control centralizado y de apropiación masiva. El Imperio es personificado por una serie de expresiones específicas, como empresas transnacionales, grandes comercializadoras, mecanismos estatales, leyes, modelos científicos, tecnologías, etc., impulsados por una agenda bien definida, cuyos elementos clave son la liberalización de los mercados, la diseminación de los OGM´s, la privatización de las semillas y de los conocimientos, y, como no podría dejar de ser, la reproducción de un discurso técnico-ideológico que no sólo sustenta estas políticas sino que también busca amarrarlas a las perspectivas de los campesinos y de la población mundial (la generación de alimentos es por sí un potente argumento).
Sin embargo, lo que van der Ploeg deja claro es que más allá del discurso ideológico y fetichista, en el instante en que el Imperio pasa a actuar como el principio ordenador que gobierna la producción, el procesamiento, la distribución y el consumo de alimentos, la tendencia es que suceda la eclosión de una “crisis agrario-ecológica y alimentaria” sin precedentes. De acuerdo con su perspectiva, los actuales padrones de acumulación verificados en el medio agrario tienden a generar una serie de contradicciones nuevas e inmanentes, que perjudican enormemente la reproducción social campesina, además de degradar el paisaje, reducir la diversidad (social, cultural, biológica) e influir negativamente en la calidad y en la seguridad de la distribución de los alimentos. Todo esto sólo viene a confirmar lo que ya fue mencionado anteriormente: que bajo el dominio neoliberal, la lógica de la desposesión –ahora incrementada por formas completamente nuevas de desposeer, como los acuerdos de propiedad intelectual y las patentes de material genético– ha sido cada vez más crucial para consolidar el poder de clase, y abarca actualmente casi todo, desde la negación del derecho al acceso a la tierra, al agua y a la subsistencia hasta la privación de los derechos conquistados en el pasado por los movimientos de los trabajadores en feroces luchas de clases (Harvey, 2013).
Volviendo al caso específico de Chile, aunque sea cierto que la fase más “explícitamente violenta” del proceso de expoliación haya ocurrido entre 1973 y 1989, durante la dictadura militar, no se puede perder de vista que, después de 1990, las condiciones engendradas por la globalización del capitalismo neoliberal hicieron que una serie de nuevos mecanismos de acumulación por desposesión fuesen activados al interior del espacio agrario nacional, acompañando la adaptación del país según las reglas impuestas por instituciones como el Banco Mundial, el FMI y la OMC, y la consecuente necesidad de generar un ambiente favorable a las inversiones extranjeras y lograr mayor competitividad en el mercado globalizado.
Como ejemplos del más reciente capítulo de despojo en contra de los campesinos y de las poblaciones tradicionales, que está siendo escrito en los anales de la historia chilena contemporánea, es posible poner de relieve: 1) la privatización de las empresas sanitarias iniciada en 1997, con el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, que también fue responsable de firmar, junto con el presidente argentino Carlos Menem, el 2) “Tratado Binacional Minero”, que pasa las nacientes de las cuencas andinas a las manos de las transnacionales de la megaminería; 3) el proyecto de ley apodado por las organizaciones campesinas y por los ecologistas como “Ley Monsanto” –presentado originalmente en 2008 durante el primer gobierno de Michelle Bachelet–, que pretende regular los derechos sobre obtenciones vegetales, rescindiendo las disposiciones legales válidas desde 1994, con el objetivo de profundizar y garantizar aún más los derechos privados de los obtentores, adecuando la norma chilena al convenio de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales, revisado en 1991 (UPOV 91) 33; y 4) la aprobación, bajo el mandato de Sebastián Piñera, de la nueva Ley de Pesca vigente en el país, también conocida como “Ley Longueira”34, que viene siendo sistemáticamente acusada por organizaciones ambientalistas y pescadores artesanales de privatizar el mar chileno, “entregando los recursos marinos a perpetuidad a un cartel de siete familias”35.
Por otro lado, el recrudecimiento de los mecanismos de desposesión verificado a partir de los años 1990, en consonancia con la consolidación del proceso de globalización del capitalismo neoliberal, llevó, contradictoriamente, al incremento del movimiento campesino organizado, con el fortalecimiento de organizaciones como la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (ANAMURI), el Movimiento Unitario Campesinos y Etnias en Chile (MUCECH) y la Confederación Nacional Sindical Campesina y del Agro “Ranquil”. Estas entidades, en conjunto con otras organizaciones que desarrollan trabajos de extensión rural y de capacitación con el campesinado nacional, o que actúan políticamente en conjunto con él, como la Fundación Canelo de Nos, la Red Acción en Plaguicidas y sus alternativas para América latina (RAP-Chile), el Movimiento por el Agua, Protección a la Tierra y Respeto al Medio Ambiente (MODATIMA), y la Red de Agroecología de la Araucanía, entre otras, pasaron a poner en discusión la necesidad de construir posibles alternativas de desarrollo rural provenientes “desde abajo”, centradas en el fortalecimiento de la agricultura campesina y en las luchas contra los mecanismos de desposesión, y orientadas por los principios de la solidaridad, de la sustentabilidad (en su sentido lato, abarcando las esferas ecológica, social, cultural y económica), de la diversidad y de la soberanía alimentaria. Al final, como bien recuerda el sociólogo brasileño José de Souza Martins (1980), solamente una fuerza proveniente “desde afuera” y que afecte por igual a todos los campesinos puede llevar a que ellos se unan y pasen a verse como clase, como una fuerza social.
Después del golpe cívico-militar de 1973, y especialmente a partir de la década de 1980, la agricultura chilena pasó por un proceso de intensa modernización, y se volvió altamente dinámica y plenamente adecuada a la nueva configuración engendrada por la globalización del capitalismo neoliberal. Considerada actualmente una de las principales potencias silvoagroexportadoras mundiales, Chile figura en el escenario internacional como el mayor exportador de frutas frescas del hemisferio sur, además de participar con una importante parcela de la producción mundial de madera y celulosa, esto sin olvidar, claro, su industria vinícola, una de las más respetadas del mundo, y cuyas plantaciones ocupaban, en 2006, una superficie total de casi 117 mil hectáreas36. Juntamente con estos sectores, es posible sumar también la salmonicultura que, a pesar de no ser propiamente una actividad agrícola, se desarrolla en el espacio agrario y ha promovido una serie de impactos sobre el territorio y sobre las sociedades campesinas, particularmente en el sur del país37.
Frente a las cifras macroeconómicas positivas, el agronegocio chileno es visto como un ejemplo del éxito económico del modelo de desarrollo adoptado por el país a partir del “choque neoliberal”. Así, los conflictos engendrados a lo largo de la modernización neoliberal de la agricultura nacional tienden a ser obliterados en pro del discurso que afirma el progreso y la riqueza generada actualmente en el campo. Sin embargo, por debajo de la superficie, la realidad que se molda al interior del espacio agrario chileno se revela mucho más compleja y asimétrica, y se comprueba que el desarrollo capitalista se expresa territorialmente de modo contradictorio y desigual. De este modo, al paso en que el 6,6% del número de las explotaciones agropecuarias chilenas, pertenecientes a las propiedades con más de 100 hectáreas, controla hoy el casi 90% de la superficie total de las tierras (una concentración fundiaria tan grande o mayor de lo que se verificaba antes de la reforma agraria), se multiplican los minifundios generados a partir del desmembramiento y de las subdivisiones de la pequeña propiedad familiar, así como proliferan los trabajadores rurales sin tierra, muchos de los cuales son subproletarizados, errantes y viven en condiciones de pobreza o de indigencia.
Por lo tanto, lejos de ser un proceso armónico y equilibrado, la modernización neoliberal de la agricultura chilena vino acompañada de una serie de consecuencias negativas, en gran parte promovidas por el fortalecimiento y la complejización de los mecanismos de acumulación por desposesión. Como se buscó demostrar en esta ocasión, dichos mecanismos han tenido una importancia fundamental en lo que se refiere a modernizar el agro nacional, pues actuaron decisivamente para dinamizar el mercado libre de tierras y producir nuevas y fructíferas fuentes de lucro, como por ejemplo el agua y las semillas, además de generar una mano de obra libre, abundante, disciplinada y barata, que constituye un factor crucial para mantener los bajos costos de la producción y, consecuentemente, la alta competitividad presentada por el agronegocio nacional en los mercados mundiales.
Evidentemente, la ideología liberal-modernizadora dominante busca “esconder debajo de la alfombra” la historia de desposesión y de explotación que posibilitó y que hoy mantiene las grandes cifras generadas por el sector. Además de ello, deja a un lado (o enmascara) otras cuestiones fundamentales, sobre todo aquellas relacionadas con la soberanía alimentaria del país, con la salud de los trabajadores y de los consumidores, y con la sustentabilidad del medio rural, que se ven seriamente amenazadas con la ascensión y el dominio de un tipo de agricultura tecnificada e industrializada, dependiente de insumos y plaguicidas químicos (cuando no alterada genéticamente), altamente consumidora de recursos (agua, suelo, etc.), controlada por unas pocas instituciones financieras y empresas transnacionales, y orientada según las necesidades expansionistas del capital, en detrimento de los reales intereses de la sociedad.
Más aún, el discurso ideológico que glorifica la “riqueza del campo chileno” ha servido para encubrir la situación de marginación que es experimentada por buena parte de los habitantes rurales. Asimismo, basándose en una visión modernizante y muy poco sensible en lo que se refiere a comprender (y respetar) las particularidades del campesinado, la “superación de la pobreza rural” ha sido buscada por medio de la integración de los campesinos a la “modernidad”, traducida en políticas de estímulo a la reconversión productiva, a la defensa de la subordinación al agronegocio, o aun, a la proletarización de los pequeños agricultores. Sin embargo, en la práctica, muchas veces estas “soluciones” no sólo no alcanzan el resultado imaginado sino que acaban complejizando aún más la frágil situación del campesinado. Esto sucede porque se parte de una premisa equivocada, que fetichiza los orígenes de la pobreza de los pequeños agricultores, relacionándola casi siempre con un supuesto atraso en relación con la modernidad, o con una deficiencia técnica de la agricultura campesina, lo que justifica ideológicamente el empleo de técnicas y programas de desarrollo rural orientados por el paradigma de la modernización impuesto por la “revolución verde”. Así, se ignora que la actual situación de pauperización en el campo tiene mucho más que ver con las circunstancias impuestas por el desarrollo desigual del capital, particularmente con las diversas olas de desposesión desatadas con el giro neoliberal experimentado por el país a partir del golpe de 1973.
Esto pone de manifiesto la necesidad de repensar la orientación y los paradigmas de desarrollo rural que se tornaron hegemónicos en las últimas décadas, buscando caminos que, provenientes “desde abajo” y guiados por los principios de la autonomía, de la solidaridad y de la soberanía alimentaria, estimulen el surgimiento de formas alternativas de organización social, así como nuevos modelos de producción y de circulación (de ideas, tecnologías, mercancías, semillas, etc.), que potencien al campesinado, alejándose de las perspectivas vinculadas a la revolución verde, a la integración subordinada al agronegocio y, consecuentemente, a la sujeción al capital financiero (por medio de los créditos necesarios para modernizar la finca, adquirir insumos químicos, reconvertir la producción, etc., que, al final, acaban funcionando como especies de amarras que sofocan al pequeño agricultor y lo mantienen cada vez más dependiente).
Paralelamente, es urgente reforzar la lucha de los pueblos contra la desposesión, presionando por cambios institucionales que permitan que se retome el control popular sobre los bienes comunes, que garanticen la diversidad (social, cultural, biológica) y resguarden la sustentabilidad del medio rural. Esto, es claro, representa ir en contra de los intereses de las clases dominantes y de la propia dinámica actual de la acumulación capitalista, que, conforme fue visto, depende cada vez más de los mecanismos de desposesión para poder sobrevivir, lo que, obviamente, no configura tarea fácil. No obstante, sólo mirando más allá de los límites del capital será posible encontrar un camino que pueda llevar a la construcción de un espacio agrario sostenible, más igualitario y capaz de generar alimentos sanos para el conjunto de la sociedad, y no solamente para aquellas pocas personas privilegiadas que pueden pagar por ellos.
1 A diferencia de lo que defiende la teoría neoliberal, el Estado posee un papel vital en las practicas neoliberales, actuando sobre todo en el sentido de crear y/o garantizar un clima favorable a la acumulación. Esto puede ser verificado en diversos campos e instancias, desde el establecimiento y la imposición de leyes y acuerdos político-institucionales hasta el uso (y el abuso) de los medios de violencia y represión.
2 De acuerdo con la perspectiva del geógrafo brasileño Ariovaldo Umbelino de Oliveira (2001, 2007), el desarrollo contradictorio y desigual del capitalismo en la agricultura contemporánea se caracteriza básicamente por dos procesos: la territorialización del capital monopolista en el espacio agrario y la monopolización del territorio por parte del capital. El primero revela que las necesidades de expansión del capital lo llevaron a unificar dialécticamente aquellos polos que originalmente había separado; es decir, “campo y ciudad”, “industria y agricultura”. En otras palabras, la territorialización del capital monopolista en el espacio agrario significa la total industrialización de la agricultura, en la cual el capitalista se convierte también en propietario de tierras y se verifica el predominio de las relaciones específicamente capitalistas de producción. En este caso, las ganancias del capitalista provienen tanto de la renta de la tierra como de la plusvalía generada por la explotación de la fuerza de trabajo asalariada. No obstante, dado que el desarrollo capitalista es un proceso lleno de contradicciones, es importante no perder de vista que el movimiento de acumulación no se da solamente mediante la incorporación y la reproducción de relaciones específicamente capitalistas de producción sino también por medio de la creación, de la recreación y de la redefinición de relaciones no capitalistas de producción, como por ejemplo el campesinado. Cuando esto ocurre, el capital puede monopolizar el territorio sin territorializarse. Para ello, redefine y se apropia de la renta pre-capitalista existente en la agricultura, transformándola en renta capitalizada de la tierra. “Es bajo este contexto que se debe entender la producción campesina”, sentencia Umbelino de Oliveira (2007, p. 40).
3 Las políticas de reforma agraria llevadas a cabo entre los años 1960 e inicio de los años 1970, en especial durante los gobiernos de Eduardo Frei Montalva (1964 -1970) y Salvador Allende (1971 -1973) reflejan este modelo. Sin embargo, es importante tener en cuenta que no se trataba de una política de carácter eminentemente “izquierdista”. Al final, dentro del modo capitalista de producción, la reforma agraria emerge como parte de las propias necesidades contradictorias de la acumulación, sirviendo para dinamizar la economía y, al mismo tiempo, contener las tensiones sociales (Umbelino de Oliveira, 2007). Prueba de ello es que la primera ley de reforma agraria chilena (ley no 15.020, de 1962) fue promulgada durante el gobierno conservador de Jorge Alessandri. Por lo tanto, bajo un contexto de modernización guiado por la burguesía industrial nacional, la reforma agraria y las políticas volcadas hacia el fortalecimiento del campesinado deberían colaborar con la reducción de los precios de los productos agrícolas, lo que permitiría aumentar la capacidad de consumo de los trabajadores urbanos sin disminuir las ganancias del empresariado. En otros términos, la importancia de generar un campesinado nacional fuerte residía en su rol de “subsidiar” la urbanización y la industrialización, contribuyendo con la caída general de los precios de los alimentos, de modo de permitir la extracción de mayores tasas de plusvalía (relativa) por parte de los sectores industriales urbanos.
4 Termino empleado por el sociólogo ruso Theodor Shanin (1983), para quien el campesinado debe ser considerado tanto como una clase social como un modo de vida particular, que opera según una lógica y un racionamiento específicos. Según su punto de vista, la dualidad que caracteriza al campesinado (sociedad y clase) sirve para diferenciar esta entidad de agrupaciones más amplias y “amorfas”, como por ejemplo la “clase media” o aun el “proletariado”.
5 La conceptualización del campesinado realizada por el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP) es un ejemplo de esta simplificación y merece ser criticada y rediscutida, teniendo en cuenta que es a partir de ella que son definidas políticas públicas, otorgados créditos, etc. Para el organismo, el término “campesinado” se refiere específicamente a aquellos agricultores que explotan superficies menores de 12 hectáreas, con activos anuales inferiores a 3500 UF (aproximadamente 132.000 dólares) y que obtienen sus ingresos principalmente del trabajo directo con la tierra (cualquiera sea su régimen de tenencia).
6 De acuerdo con el historiador Manuel Gárate Chateau (2013), al momento del golpe los militares no tenían un proyecto económico consensuado, mucho menos un modelo fundacional de país. Esto sólo fue definido durante los primeros años de la dictadura.
7 Nombre dado a los economistas chilenos provenientes de la Pontificia Universidad Católica (PUC), que, gracias a un convenio firmado a mediados de los años 1950, fueron enviados a los Estados Unidos para estudiar junto a Milton Friedman en la escuela económica de la Universidad de Chicago. Al volver a Chile, este grupo –contando con el apoyo de gran parte de la élite de negocios nacional– conformó el principal núcleo defensor y articulador del pensamiento neoliberal en el país. En 1975, este grupo pasó a integrar el equipo económico del gobierno de Pinochet, y Chile se convirtió en la primera experiencia mundial de neoliberalismo.
8 Lo que se conoció como “normalización” de la economía fue un proceso que buscó romper con los cambios socioeconómicos promovidos por la Unidad Popular y controlar el alza inflacionaria que atravesaba el país. Dicho proceso estuvo marcado por la imposición de un conjunto de medidas antiinflacionarias, así como por la devolución de una serie de empresas estatizadas por CORFO durante el gobierno de Allende (Gárate, 2013).
9 Según David Harvey (2008), el Estado neoliberal es aquel tipo de aparato estatal cuya misión fundamental es facilitar las condiciones para una provechosa acumulación de capital (tanto doméstico como extranjero). Las libertades encarnadas por este tipo de Estado reflejan los intereses de la propiedad privada, de las multinacionales, del capital financiero, etc.
10 La ley 16.640 de Reforma Agraria, aprobada en 1967 durante el gobierno de Frei Montalva, establecía un límite para la acumulación de tierras en el país, con un máximo de 80 hectáreas de riego básico, calculadas conforme una tabla de conversión que consideraba las diferentes categorías de terrenos existentes en cada provincia, región y zona. Para los efectos de la reforma agraria, podían ser expropiadas todas las tierras que estuvieran en manos de corporaciones o sociedades, así como los predios que se considerara que estuvieran mal explotados o abandonados.
11 HRB: “Hectáreas de riego Básico”, calculadas según la tabla de equivalencias adoptada en Chile con la ley de Reforma Agraria 16.640. La HRB era la medida que definía los tamaños de predios mínimos y máximos, tanto para los campesinos asignatarios como para las reservas de tierras que podían conservar los antiguos dueños.
12 Dada la amplitud e importancia de este proceso, la reforma agraria chilena ocurrida entre 1967 y 1973 fue largamente estudiada y documentada. Para saber más al respecto, se sugiere la lectura de las obras de José Bengoa, Jacques Chonchol, Jorge Echenique y Sergio Gómez.
13 En 1979 se modificó la Ley 17.729 que protegía las tierras indígenas, con el objetivo de “terminar con la discriminación de que han sido objeto los indígenas” y estimular el régimen de propiedad privada entre los pueblos originarios. Obliterando los verdaderos propósitos y fetichizando los orígenes de esta modificación en la legislación, el texto del DL 2.568 argumenta que la eliminación de la “propiedad indígena” resultaría supuestamente de “la aspiración evidente de los indígenas de llegar a ser propietarios individuales de la tierra, comprobada por las divisiones de hecho que entre ellos han efectuado”. Recuperado de http://www.leychile.cl/Navegar?idNorma=6957&idVersion=1979-03-28.
14 Es preciso considerar que buena parte de las propiedades mayores de 1.000 hectáreas se localiza en regiones consideradas poco atractivas para la expansión de la silvicultura y el desarrollo de las actividades agrícolas “tradicionales”, con excepción de la ganaderia ovina, que es practicada en el extremo sur del país (Echenique 2012). En esos casos, el reciente proceso de reconcentración fundiaria tiene relación con las nuevas posibilidades de generar renta, engendradas por la diversificación de los valores de uso de aquellas tierras. En la Patagonia chilena, por ejemplo, la inversión en tierras por parte de capitalistas ha sido motivada por la transformación de sus espectaculares paisajes y de su rica biodiversidad en preciosas mercancías. Así, bajo el contexto de privatización y mercantilización de la naturaleza, enormes reservas privadas de protección natural fueron siendo creadas, generalmente vinculadas a proyectos turísticos y emprendimientos inmobiliarios, lo que trajo una serie de consecuencias socioespaciales. La conformación de estos nuevos “latifundios verdes” en el sur de Chile será blanco de un análisis más profundo en un momento posterior.
15 De un modo general, el agronegocio forestal chileno se caracteriza por ser un sector extremadamente centralizado y concentrado, dominado por un pequeño número de empresas altamente capitalizadas e integradas verticalmente, poseedoras de la enorme mayoría de las plantaciones, de las tierras cultivables y, obviamente, del control sobre el mercado de celulosa y de madera. En ese sentido, es importante anotar que las dos mayores empresas operantes en Chile – CMPC y Arauco (que incorpora la Arauco Celulosa y la Celulosa Constitución)– ostentan juntas más de la mitad de las plantaciones y generan el 60% de las exportaciones forestales del país (CEPAL/OCDE, 2005).
16 Modelo que convierte a la democracia en un mecanismo meramente instrumental al servicio de un poder altamente jerarquizado (Gárate, 2013).
17 Coherente con las transformaciones de carácter neoliberal que buscaban liberar la carga del Estado, se promovió en Chile a lo largo de los años 1970 un amplio remate de empresas públicas, incluyendo aquellas que tenían infraestructura y operaban en la regulación de mercados agrícolas, como la Empresa Nacional de Frigoríficos (ENAFRI), la Sociedad de Comercialización Agropecuaria (SOCOAGRO), la Sociedad de Comercialización de Reforma Agraria (SOCORA) y la Empresa Nacional de Semillas (ENDS). De esto resulta que “en 1980, quedaban bajo control público, solo 43 de las 500 empresas que se habían estatizado o intervenido en años previos” (Portilla, 2000, p. 14). Entre 1985 y 1989, se verificó un segundo proceso de privatización de empresas estatales, esta vez volcado hacia empresas de la Corporación de Fomento (CORFO) de sectores estratégicos y que no eran deficitarias, como por ejemplo la Industria Azucarera Nacional (IANSA).
18 De acuerdo con Portilla (2000), si entre 1965 y 1973 la inversión pública en riego alcanzaba los 60 millones de dólares anuales, durante el período 1974 y 1989 la superficie bajo riego se mantuvo prácticamente estancada. Sin embargo, es importante mencionar que entre 1983 y 1989 el gobierno chileno –por medio de subsidios a las obras intraprediales– inició un programa para incorporar nuevas superficies de riego y mejorar las ya existentes: asignó 34 millones de dólares, que beneficiaron a cerca de 900 agricultores y a una superficie equivalente a 300. 000 hectáreas.
19 A pesar de que la producción silvoagropecuaria ostenta hoy el tercer puesto en ocupación laboral dentro de la economía chilena, lo cierto es que desde los años 1970 ha sido observada una disminución del porcentaje total de trabajadores ocupados en dicho sector. Según datos entregados por Cuevas (2012), en términos porcentuales el total de mano de obra ocupada por las actividades agrícolas cayó de cerca del 20% a mediados de los años 1980, a aproximadamente 12% en 2007. De forma muy breve, es posible relacionar la disminución proporcional de la fuerza de trabajo con el incremento tecnológico, los cambios en la organización del trabajo y la mecanización de los cultivos de exportación.
20 Esta situación de superexplotación de la fuerza de trabajo es aún más grave en el caso de las mujeres temporeras, cuya jornada de trabajo suele ser doble (en casa y en las faenas); además, su descanso es casi nulo y su salario, más bajo. Las condiciones precarias experimentada por estas mujeres es muy bien analizada en algunos de los trabajos de la geógrafa chilena Ximena Valdés Subercaseaux.
21 Fuente: Asociación Chilena de Fruta Fresca. Recuperado de http://www.chileanfreshfruit.com
22 La Corporación de Investigaciones Económicas para Latinoamérica (CIEPLAN) es un Think Tank que tiene sus orígenes en la Facultad de Ciencias Económicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile. A lo largo del período dictatorial, los trabajos elaborados por la CIEPLAN representaron un importante contrapunto a las ideas vinculadas por el grupo de los “Chicago Boys”. De acuerdo con Gárate (2012), la “CIEPLAN cimentó una posición relativamente segura al enfrentar al grupo de Chicago en la única área donde ellos decían tolerar la crítica: la técnica especializada en economía. Justamente, esta crítica fue la única permitida por el régimen, la que abrió el camino para que otros intelectuales y profesionales de distintas corrientes políticas pudieran, por primera vez, comenzar a planificar una estrategia conjunta al gobernó militar. El liderazgo intelectual de este grupo se consolidó también en lo político, donde cada vez ganaron mayor credibilidad” (Ibíd., p, 353). En relación con lo anterior, basta con mencionar que durante el gobierno de Patricio Aylwin Azócar, el principal nombre de la CIEPLAN, Alejandro Foxley, ocupó el cargo de ministro de Hacienda.
23 La “política de los consensos” tiene relación con la búsqueda de fórmulas de transición pacíficas hacia la democracia que estaban centradas en una especie de acuerdo que había entre la dirigencia sindical, el empresariado y el gobierno. Aun cuando sea preciso ponderar que durante los primeros años de transición democrática la clase trabajadora haya experimentado mejoras considerables en sus condiciones de vida, sobre todo en lo que se refiere al aumento del salario mínimo y a las garantías de libertad sindical, lo cierto es que “la política de acuerdo social entre gobierno, sindicatos y empresarios no tuvo los resultados esperados por los trabajadores en términos de reparto más igualitario de los beneficios del crecimiento” (Gárate, 2012, p. 370).
24 Dentro de estos marcos es importante también mencionar la creación, en el año 2006, del programa “Chile Potencia Alimentaria 2020”, cuyo objetivo fue justamente el de posicionar al país como uno de los diez mayores exportadores de alimentos del mundo.
25 La Comercializadora de Trigo S.A (COTRISA) es una sociedad anónima cuyo principal accionista es la Corporación de Fomento – CORFO (con el 97,4% de las acciones).
26 De acuerdo con Portilla (2000), bajo el modelo de desarrollo rural implementado en Chile en el comienzo de la década de 1990, las consultoras externas (empresas, instituciones, fundaciones y ONGs) se responsabilizaban por la formulación y la gestión de programas de asistencia técnica, mientras que el INDAP asumía la mayor parte de los costos para su implementación (90%), y dejaba el restante (10%) a cargo de los agricultores interesados, generalmente organizados en asociaciones y sociedades comerciales. Es importantes señalar que este mecanismo fue diseñado de modo de cambiar gradualmente el porcentaje en los montos; es decir, con el pasar del tiempo el aporte de los agricultores aumenta y el subsidio de INDAP disminuye.
27 La promoción de un tipo alternativo de extensión rural puede ser ejemplificado por el trabajo realizado por la Fundación El Canelo de Nos, una entidad que desde hace más de veinte años viene desarrollando y promoviendo programas y cursos de capacitación en distintas técnicas de agroecología, agricultura urbana, bioconstrucción, cooperativismo, etc., volcados sobre todo a los pequeños agricultores y a los habitantes más vulnerables de las periferias de las ciudades y de las áreas rurales.
28 Recuperado de http://viacampesina.org/es/index.php/temas-principales-mainmenu-27/biodiversidad-y-recursos-gencos-mainmenu-37/214-monsanto-y-ministerio-de-agricultura-anuncian-nueva-agresion
29 Traducción libre del original en portugués: “a utilização dessas relações não capitalistas poupa ao capitalista investimentos em mão de obra. Ao mesmo tempo, ele recebe parte do fruto do trabalho desses parceiros e camponeses, que converte em dinheiro”.
30 Dicho sistema, de acuerdo con István Mészáros (2002), es el resultado de un proceso históricamente construido, formado por el trípode Capital, Trabajo y Estado, en el cual predomina una división social jerárquica que subsume el trabajo al capital, y las “mediaciones de segunda orden” (los “medios de producción enajenados” y sus personificaciones, subordinados a un conjunto de jerarquías estructurales de dominación y subordinación) asumen el control y pasan a comandar las “mediaciones de primer orden” (aquellas establecidas a partir del intercambio entre los seres humanos y la naturaleza, que son, por lo tanto, otorgadas por la ontología singularmente humana del trabajo).
31 De acuerdo con los datos entregados por Maria Elena Rozas, de la Red de Acción en Plaguicidas y sus alternativas de América latina (RAP – AL), la cantidad de plaguicidas usados en Chile saltó de 5.577 toneladas en 1984 a 32.545 toneladas en 2008, un aumento de casi 6 veces. Sólo para tener una idea, en 2005 fueron registradas 19 muertes y 785 casos de intoxicación debido al uso de plaguicidas. “La mayor parte de las intoxicaciones afectó a la población campesina, fundamentalmente temporeros y temporeras, ya sea como aplicadores de plaguicidas, por la preparación de plaguicidas o por ingreso a áreas fumigadas antes de cumplirse el período de reentrada”. Recuperado de http://sitios.upla.cl/contenidos/wp-content/uploads/2010/08/Mar%C3%ADa-Elena-Rozas.pdf
32 El concepto de soberanía alimentaria no sólo lleva en consideración la disponibilidad de alimentos sino que también pone énfasis en la forma como son producidos. Al utilizar el concepto de “soberanía alimentaria” en lugar del de “seguridad alimentaria”, se está priorizando, entre otras cosas: la sustentabilidad del medio rural, el acceso de los campesinos a la tierra, al agua, a las semillas y al crédito, el derecho de los campesinos a producir alimentos saludables, y el derecho de los consumidores a poder decidir lo que quieren consumir, cómo y quiénes se lo producen.
33 Gracias a la fuerte presión social, en marzo de 2014 el ejecutivo retiró el proyecto de ley del Congreso para mayores estudios.
34 Referencia al exministro de economía y militante del partido político Unión Demócrata Independiente (UDI) Pablo Longueira, quien impulsó dicha ley.
35 Recuperado de http://ecoceanos.cl/index.php?option=com_content&task=view&id=11875.
36 Fuente: Instituto Nacional de Estadísticas (INE). Catastro vitícola - informe anual 2006.
37 La piscicultura ganó dimensión en Chile a partir de los años 1980 y hoy el país es el segundo mayor productor de salmón y truchas del mundo, apenas detrás de Noruega.
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Fecha
de recibido: 14
de octubre de 2015
Fecha
de aceptado:
12 de abril de 2016
Fecha de publicado: 27 de abril de 2016
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