Mundo Agrario, diciembre 2023-marzo 2024, vol. 24, núm. 57, e222. ISSN 1515-5994
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Historia Argentina y Americana

Artículos

Agroecología periurbana en la Argentina del siglo XXI: de los márgenes a la estatalidad

Julián Monkes
Facultad de Agronomía, Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina
Marcos Horacio Easdale
Instituto de Investigaciones Forestales y Agropecuarias (CONICET-INTA), Argentina
Cita sugerida: Monkes, J. y Easdale, M. H. (2023). Agroecología periurbana en la Argentina del siglo XXI: de los márgenes a la estatalidad. Mundo Agrario, 24(57), e222. https://doi.org/10.24215/15155994e222

Resumen: La agroecología surge en el seno de los movimientos sociales como una forma de producción frutihortícola, pero también como una denuncia del modelo hegemónico. Este ensayo propone realizar un breve recorrido por las diferentes formas de exclusión que ha sufrido la agroecología y por su incipiente reconocimiento estatal como una alternativa viable para la producción de alimentos, a través de una revisión bibliográfica y documental. Luego, se analizarán las propuestas que vienen desarrollando algunos movimientos sociales en pos de institucionalizar sus reclamos para tener mayor reconocimiento por parte del Estado. Las conclusiones de este análisis se centran en la reflexión acerca de las tensiones e hibridaciones de las miradas sobre el concepto de agroecología y el posible devenir de su estatalización: la dicotomía escalamiento/cooptación.

Palabras clave: Agroecología, Periurbano, Argentina, Estado, Movimientos sociales.

Peri-urban agroecology in Argentina in the 21st century: from the edge to statehood

Abstract: Agroecology emerges within social movements as a form of fruit and vegetable production, but also as a denunciation of the hegemonic model. This essay proposes a brief tour of the different forms of exclusion that agroecology has suffered and the incipient state recognition of it as a viable alternative for food production, through a bibliographical and documentary review. Then, the proposals that some social movements have been developing in pursuit of institutionalizing their claims to have greater recognition by the State will be analyzed. The conclusions of this analysis focus on the reflection on the tensions and hybridizations of the views on the concept of agroecology and the possible future of its nationalization: the scaling/cooptation dichotomy.

Keywords: Agroecology, Peri-urban, Argentina, State, Social movements.

Introducción

En América Latina, se ha visibilizado la insustentabilidad del modelo de producción intensivo a raíz del creciente impacto negativo de ciertas prácticas de la agricultura moderna e industrial (Gazzano et al, 2021). En el caso particular de la producción frutihortícola, la elevada dependencia de insumos y la alta tecnificación de los sistemas de producción hace que estos sean económicamente viables a corto plazo para los productores más capitalizados, pero insustentables ecológica y socialmente en el largo plazo (Marasas, 2012). Las unidades productivas que trabajan bajo el paradigma de la agricultura moderna conllevan la pérdida de ciertas funciones ecosistémicas, que son importantes para mantener la resiliencia y reducir la vulnerabilidad ante diferentes factores de disturbios (Tittonell, 2020). Esta situación cobra aún mayor relevancia considerando que las principales zonas de producción frutihortícola se concentran en los cinturones periurbanos (Goites et al, 2020), que son fundamentales para garantizar el acceso a alimentos sanos, saludables y de cercanía. Ante este escenario, la producción agroecológica se constituye como un modelo alternativo para la producción saludable de frutas y hortalizas, en diseños de agroecosistemas más complejos (Altieri y Nichols, 2012).

La agroecología tiene dimensiones diferentes: práctica, ciencia y movimiento (Wezel et al, 2009). Dentro de esas tres, hay múltiples acepciones que conviven bajo la idea de la agroecología (Hecht, 1996 [1987]; Sarandón, 2002; Marasas, 2012; Altieri y Nichols, 2012; RENAMA, s. f.). Todas estas definiciones comparten el espíritu crítico y la necesidad de un abordaje interdisciplinar y holístico de los sistemas productivos para constituir una alternativa ante la crisis de la modernidad (Sevilla Guzmán y Woodgate, 1997) a través del diálogo entre el conocimiento científico y el conocimiento popular (Sevilla Guzmán, 2011). Por su parte, Porto Gonçalves (2009) plantea la necesidad de profundizar la dimensión contrahegemónica de la agroecología para revalorizar las cosmovisiones de los pueblos.

El propósito de la agroecología es fortalecer las propiedades emergentes de los agroecosistemas: resiliencia socio-ecológica, productividad y equidad (Caporal et al, 2009). A su vez, realiza especial foco en la sustentabilidad y enfatiza las interrelaciones entre sus componentes y la dinámica compleja de los procesos ecológicos (Vandermeer, 1995), en conjunto con los procesos socioculturales, para adoptar formas técnicas específicas y estrategias de acción y participación adaptadas localmente, partiendo del reconocimiento de la coevolución sociedad-naturaleza (Norgaard, 1994; Altieri, 2007; Gliessman et al, 2007; Caporal, 2013). Este punto es central ya que permite ahondar sobre lo que de Molina y Caporal (2013) denominan la patología ecosistémica: la desigualdad. Estos autores plantean que la desigualdad genera inestabilidad y estimula el conflicto socioecológico. Más aún: diversos autores alertan que es necesario dar una discusión de la tenencia de la tierra para avanzar hacia agroecosistemas más sustentables (Lawry et al, 2014; Calo, 2020). Por ello, tanto la búsqueda de la sustentabilidad como las condiciones que sustentan el modelo actual que se impuso hegemónicamente son, también, una expresión de las relaciones de poder que atraviesan ese campo. En ese sentido, debatir técnicamente cómo adaptar los sistemas o cómo favorecer la transición hacia producciones más amigables con el ambiente, sin discutir las injusticias subyacentes al modelo, afianza las lógicas neoliberales que responsabilizan individualmente a los productores y delegan en ellos la responsabilidad de la transformación (Calo, 2020).

Gliessman (2013) rastrea las raíces de la agroecología hasta su constitución como disciplina. Si bien se plantea que emerge en los años setenta, recién en la última década se ha masificado en la agenda pública y política dicho término. Parte de este proceso se debe a la creciente demanda de alimentos saludables, sin químicos y cuya producción tenga en cuenta la conservación de los recursos naturales. Dicha demanda incita a los productores agropecuarios a la adaptación de sus sistemas (Lund et al, 2013). En la misma línea, Mier et al (2019) plantean que una de las formas de escalar la agroecología es mediante aliados externos, los cuales, en este caso, serían los habitantes de las zonas urbanas que apuestan a estas formas de producción y que consumen sus alimentos.

De esta forma, la agricultura periurbana tiene un carácter estratégico para la dieta de los consumidores urbanos y para el desarrollo socioeconómico de las familias productoras rurales (Mitidieri, 2015), con lo que cobra una especial relevancia en términos de garantizar, en la construcción de la seguridad y soberanía alimentaria, producción hortícola en estos territorios (Manzanal y González, 2010; FAO, 2019). El periurbano se entiende como un territorio productivo, residencial y de servicios, desarrollado en el contorno de las ciudades con diferentes usos del suelo y formas de vida rurales y urbanas (Barsky, 2005). Este territorio también se puede denominar como “rururbano” (Castro y Reboratti, 2007): aquel territorio donde el encanto rural sigue existiendo a pesar de que las formas de vida son predominantemente urbanas (Claval, 1980).

Así como se hibridizan los territorios, también lo hacen las agendas de los actores que los habitan. Esto genera un campo en el cual las críticas al modelo hegemónico de producción, distribución y consumo de alimentos empiezan a ser compartidas por actores que habitan diferentes territorios, desde lo urbano -como consumidores- hasta lo rural -como productores-. De esta forma, se observa que la constitución de estos márgenes periurbanos entre ambos territorios -rural y urbano- genera un escenario que puede explicar la creciente difusión y masificación de las críticas al modelo hegemónico y la alternativa contrahegemónica: la agroecología.1 A su vez, la idea del surgimiento de la agroecología desde los márgenes tiene otros sentidos: se hace referencia a los márgenes epistemológicos y ontológicos, pero también desde la marginalidad social y discursiva.

En este artículo nos proponemos hacer un racconto sobre las diferentes formas de exclusión que ha tenido la agroecología y sobre su incipiente reconocimiento como una alternativa viable para la producción de alimentos que, mayoritariamente, sucede en el periurbano. Luego, se analizarán las propuestas que vienen desarrollando algunos movimientos sociales en pos de institucionalizar sus reclamos para tener mayor reconocimiento por parte del Estado. Cabe destacar que nos centraremos en analizar a los actores de la producción frutihortícola periurbana de la Argentina. El recorte de los actores analizados se debe a que son los que, principalmente, se han movilizado en pos de instalar en la agenda mediática y política la agroecología como una bandera de resistencia; mientras que el recorte geográfico se da porque en el país existe una creciente institucionalización de la agroecología en los diferentes estratos del Estado. Por último, habiendo realizado un repaso por las formas de exclusión y las propuestas para su reconocimiento, se harán algunas consideraciones acerca de la tensión que existe entre la necesidad de escalar la agroecología y la amenaza de su cooptación.

Desarrollo y resultados

Los diferentes tipos de marginalidad: la agroecología desde los márgenes

En términos epistemológicos, la ciencia occidental moderna construye conocimiento al compartimentalizar la realidad a partir de una mirada dicotómica entre sociedad y naturaleza (Descola y Pálsson, 2001) y propone establecer reglas universales y objetivas, con lo que desacredita toda forma de conocimiento localizado, subjetivo y/o que tenga una concepción monista (Norgaard, 1994). Al situarnos dentro de la Modernidad Ecológica, el conocimiento occidental se erige como el único discurso legitimante, en un contexto donde la conservación ambiental y el desarrollo sustentable se convierten en principios que guían acciones individuales y colectivas a través del Estado (Muñoz Gaviria, 2008).

Como plantea Sevilla Guzmán (2006), la agroecología abraza la diversidad epistemológica y los conocimientos históricos, ecológicos y culturales, así como la cosmovisión y los valores que empujan a generar ese conocimiento (Van der Ploeg, 2008). Para estos autores, no se debe rechazar la ciencia occidental moderna, sino entenderla como una forma más de generar conocimiento que no debe ser confundida con la sabiduría, ya que “la sabiduría, además de una forma de acceso al conocimiento incorpora un componente ético esencial, aportado por la identidad sociocultural de donde surge” (Sevilla Guzmán y Soler Montiel, 2010, p. 198). En la misma línea, Giraldo (2013) plantea que la forma de salir de la crisis civilizatoria es retornando a los conocimientos y las prácticas que son congruentes con los principios ecológicos, lo cual denota que la crisis social y ecológica se ve reflejada en la crisis epistemológica (Sevilla Guzmán y Soler Montiel, 2010). Por ello, estos mismos autores plantean que hay que avanzar a una epistemología participativa que incluya a todos los actores sociales interesados para generar una “comunidad extendida de evaluadores" (Martínez Alier, 1999, p. 9; en Sevilla Guzmán y Soler Montiel, 2010). Más aún: de Souza Santos (2017) plantea que la injusticia social global está relacionada a la injusticia cognitiva global, de modo que la lucha por la justicia social requiere de la construcción de estos enfoques epistemológicos, de una ecología del conocimiento.

En la misma línea, otros autores plantean que la crisis ecológica es el puntapié para discutir cualquiera de los marcos de desarrollo existentes y que las naciones periféricas deben quitar el discurso del desarrollo como eje ordenador de la organización social (Escobar, 2012). En este sentido, varios investigadores en agroecología que se inscriben en esta corriente de pensamiento proponen que el desarrollo no debería ser el horizonte, sino la articulación armónica entre seres humanos y naturaleza -entendiendo ambos como una unidad- para avanzar hacia niveles de mayor justicia social o, en otras palabras, “el buen vivir”2 (Sevilla Guzmán y Soler Montiel, 2010; Gudynas, 2011; Acosta, 2013; Toledo, 2013). La agroecología entendida de esta forma es una alternativa al paradigma desarrollista, ya que se orienta al bienestar, no al crecimiento; a la salud, no al capital; a la vida digna en todas sus dimensiones, no a la sostenibilidad ecológica. Como afirma Quijano (2010): “de esta manera la defensa de la vida humana, y las condiciones de vida en el planeta, puede convertirse en el nuevo horizonte de sentido de las luchas de resistencia de la mayoría de la población mundial” (p. 7).

Diversos autores plantean que la agroecología es una nueva ontología (Giraldo, 2013, Lugo Perea, 2019) y resulta pertinente analizarla considerando su relación conflictiva con la modernidad. Esta última actúa invisibilizando la emergencia de otras ontologías de tipos relacionales (Blaser, 2019). Desde esta perspectiva, la agroecología se halla por fuera de lo instituido y de lo pensable. En otras palabras, se halla en los márgenes de la dominancia ontológica moderna. Por ello, desde un abordaje político es necesario abordar la disputa entre estas perspectivas, para pasar del universo al “pluriverso” a partir del diálogo que se da desde un entendimiento ecológico y político compartido (de Souza Santos, 2007; cf. Escobar, 2012). Esto abre una posibilidad para constituir la agroecología como una transdisciplina holística e inclusiva de todas las personas que no han podido acceder a las instituciones que legitiman ese saber (Sevilla Guzmán y Soler Montiel, 2010).

Por otra parte, se debe mencionar la constitución de la agroecología desde la marginalidad social. Las comunidades indígenas y campesinas siempre han sido excluidas de la agenda pública, mediática y política (Vázquez, 2000; Rubio, 2002; Vargas, 2007; Ulloa, 2015; Alba-Maldonado, 2015). Hasta principios de este siglo, en la Argentina imperaba un modelo neoliberal que implicó el desplazamiento de las actividades agropecuarias y el corrimiento de comunidades indígenas y campesinas (Feito, 2014). En este contexto, la “Revolución verde” y la sojización profundizaron aún más este proceso y redujeron el 24,5 % de las explotaciones agropecuarias (Feito, 2014; Baldini y Mendizábal, 2019).

En este contexto, empiezan a visibilizarse las principales organizaciones campesinas e indígenas que retoman la agroecología como una herramienta de disputa, tanto a nivel internacional (Toledo, 2011) como a nivel nacional (Sarandón y Marasas, 2015; Domínguez, 2019; Dellavale, 2021). Sin dudas, uno de los movimientos más icónicos es La Vía Campesina (LVC), fundada en 1993 (Martínez-Torres y Rosset, 2010) para enfrentar la concentración de las tierras, la expulsión de campesinos e indígenas de sus territorios, la apropiación de la vida a través del patentamiento de las semillas, entre otros objetivos. Sus formas de resistencia pasan por la asociación en los territorios, el armado de cooperativas de producción y distribución, y la transición a la agroecología como forma de producción de alimentos sanos, saludables y sostenibles, pero también herramienta para la emancipación. La misma idea surge en el seno de los movimientos rurales campesinos e indígenas (Altieri y Nichols, 2010; Rosset y Martínez Torres, 2013), y resulta pertinente destacar la posición de LVC con respecto a la difusión del concepto: “La agroecología es nuestra y no está a la venta. La agricultura campesina es parte de la solución a la crisis actual del sistema. En este contexto, reafirmamos que la agricultura agroecológica indígena, campesina y familiar puede alimentar al mundo y enfriar el planeta” (LVC, 2011, p. 1).

En los últimos tiempos, se reconocieron algunos derechos, en especial en los países andinos de nuestra región (Fajardo, 2006), y se han abierto diversos espacios de participación. Sin embargo, algunos autores alertan que no es una participación efectiva. Lagarde (1999), desde una perspectiva feminista, asegura que las mujeres y cualquier grupo excluido saben lo que es estar en un “no lugar”, participando como si estuvieran adentro, pero en realidad estando afuera. Sea efectiva o no la participación, se destaca que este reconocimiento a la participación de actores previamente excluidos abre un intersticio para que puedan amplificar sus reclamos en la agenda pública y política.

Por último, y asociada a la dimensión anterior, se debe mencionar el desplazamiento de la agroecología del discurso público. Desde la emergencia de la Revolución verde, la agroecología fue descartada como una propuesta viable en el discurso hegemónico. Esto se debe a que realiza una crítica nodal al modelo agropecuario vigente, y los actores que de él se benefician negaban dicha crítica. Haciendo un paralelismo con el negacionismo climático (Heras, 2018), las diversas negaciones (i.e., del hecho, de las causas, de las consecuencias y/o de las implicaciones prácticas) permiten blindar el sistema y facilitar que se reproduzca el statu quo. En la misma línea, se puede plantear que quienes enarbolan las banderas de la agroecología se encontraban en diversas etapas de un proceso de invisibilización (Bastidas y Torrealba, 2014). Estas incluyen la estereotipación con calificativos como luditas, pobristas o “hippies” (e. g., Bichos de campo, 2021). Luego, sucede la violencia simbólica que sufren los pequeños productores, campesinos e indígenas, y que se evidencia al excluir sus conocimientos, como se observa en el siguiente fragmento: “el progresismo latinoamericano compró entusiastamente y convirtió una ciencia seria (la agroecología) en una pseudociencia nivelando, por ejemplo, el conocimiento científico con el `conocimiento ancestral´ de los pueblos rurales” (del Solar, 2017). A medida que la magnitud del negacionismo aumenta, llegamos a la deslegitimación, que plantea que la agroecología se puede realizar en una superficie pequeña o que, directamente, es inviable: “Pero la orgánica la hacés en tu patio de 20 metros cuadrados y sacás la maleza agachada, una por una, a la mañana. Si tenés un campo de 500 hectáreas no podés sacar eso a mano a menos que tengas esclavos” (Roffo, 2021).

A nivel internacional, según Giraldo y Rosset (2016), la disputa por la definición de la agroecología empezó desde que la FAO comenzó a incorporar a esta disciplina. Esta disputa se refleja, por ejemplo, en la eliminación de la referencia a la soberanía alimentaria. En definitiva, la agroecología pasó a ser un enfoque despolitizado que se suma a otros vinculados a la sustentabilidad, como la intensificación ecológica (Nicholls, 2014; Tittonell, 2014; Petersen, 2017). En ese sentido, Giraldo y Rosset (2016) alertan sobre la posible cooptación del término al formar parte del debate de las diferentes instituciones del Estado. En el siguiente apartado, se indagará en el proceso -vigente- de estatalización de la agroecología desde la perspectiva de algunos movimientos de productores campesinos e indígenas. Se ha elegido analizar el caso de la Argentina ya que se considera relevante debido a la creciente institucionalización de la agroecología, la sanción de normativas para su fomento y su emergencia en el discurso público y político.

De la protesta a la propuesta. La agroecología como resistencia

Según datos de la ONU (2018), el 55 % de la población mundial vive en ciudades y se proyecta que alcance el 68 % para 2050. En el caso de la Argentina, ese porcentaje es en la actualidad del 92 %. El aumento poblacional y de la demanda de productos agrícolas implica cambios en los hábitos dietarios y una fuerte presión sobre la producción agrícola, lo que promueve fenómenos de expansión e intensificación de los ecosistemas naturales (Hasegawa et al, 2019). A su vez, el modelo agroalimentario hegemónico profundiza los impactos en la salud por la imposibilidad de acceder a una alimentación saludable. En América Latina hay 42, 5 millones de personas con hambre y más de 250 millones con sobrepeso u obesidad (FAO et al, 2019); estos números representan, respectivamente, casi un 7 % y un 40 % del total de la población.

Esta expansión del modelo hegemónico se ha mantenido a través de los diferentes ciclos de gobiernos, lo que sugiere que se trata de una política de Estado. Según Cáceres (2015), las políticas gubernamentales después de la crisis de 2001 son muy distintas de las políticas neoliberales de los noventa, pero, en particular, la agenda vinculada al sector agropecuario no fue muy diferente. Por ello, el autor plantea que dichos gobiernos son “neoextractivistas” y que se dio la mayor transformación de capital natural en capital económico de la historia de la región. De esta forma, este proceso se asienta sobre las fuerzas políticas que propician cambios institucionales en el Estado para ajustar marcos jurídicos y tener bases legales e institucionales para un nuevo ciclo de acumulación por desposesión (Cáceres, 2015).

En este sentido, la expansión del modelo hegemónico no sólo propició una profunda transformación productiva y tecnológica, sino que modificó la arquitectura legal, con lo que generó tierra fértil para el avance sobre modelos de producción que tienen otras lógicas, que son intensivos en términos de mano de obra y en los cuales la unidad familiar y la unidad productiva están integradas. En este contexto, la producción agroecológica familiar se erige como una forma de proveer de alimentos frescos necesarios para la alimentación saludable, pero también como mecanismo para evitar la migración rural-urbana y para frenar el avance del modelo hegemónico de producción (Feito, 2014). En los últimos años, los diferentes territorios productivos periurbanos se están reduciendo en superficie y número de productores, y/o relocalizando a mayores distancias de sus mercados naturales de proximidad en zonas que pueden tener mayor fragilidad ecológica por estar fuera de las infraestructuras disponibles de regadío o rodeadas de producciones extensivas con monocultivo y uso intensivo de agroquímicos. En gran medida, dicho fenómeno se debe a la expansión dispersa de la frontera urbana con fines especulativos e inmobiliarios (Cordara et al, 2017). Como proponen Baldini y Mendizábal (2019), es urgente la necesidad de escalar la agroecología, para lo cual el aporte de las políticas públicas es fundamental.

En este contexto, muchas familias productoras comienzan a organizarse para defender sus territorios frente al avance de otras fronteras productivas, en un escenario de constante retroceso. Con el pasar del tiempo, esas familias empiezan a mejorar sus condiciones de producción al asociarse entre grupos de familias, acceden a diferentes programas de incentivo de los gobiernos provinciales y nacionales, gestionan sus propias vías de comercialización para evitar intermediarios y emprenden una transición a la agroecología. Estos movimientos despliegan diferentes tipos de acciones contenciosas para visibilizar sus reclamos, que se pueden analizar desde la perspectiva de la acción colectiva (Olson, 2009). Generalmente, esas acciones se encuadran en la alteración del orden público (Tarrow, 1997) mediante manifestaciones o “verdurazos”.

A lo largo de las últimas décadas, hubo varios programas y políticas públicos que han fortalecido y visibilizado la figura de la agricultura familiar, y que han permitido abrir una discusión acerca de los impactos del modelo hegemónico. Entre ellos, pueden nombrarse el programa ProHuerta, la reivindicación de comunidades indígenas en el cambio de la constitución de 1994, el PROINDER, la Ley caprina 26.141, la Ley de extranjerización de tierras 26.737, la Ley de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena 27.118, las ordenanzas municipales que limitan el área fumigada y, más recientemente, el Foro Agrario, Soberano y Popular, uno de los hechos políticos más importantes del sector, que permitió aglutinar a todos los movimientos de la agricultura familiar, campesina e indígena en la denuncia de los impactos del modelo hegemónico y en las reivindicaciones del sector por un modelo más justo, sano y saludable (Pérez y Urcola, 2020). A su vez, en los últimos tiempos la agroecología empieza a ser considerada y retomada por actores de peso político y funcionarios públicos. Se creó la Dirección Nacional de Agroecología, se lanzó un sello agroecológico en 2021 y desde el Ministerio de Ambiente se han generado diversos programas que incentivan su desarrollo. Si bien el impacto efectivo de cada medida debería ser analizado en particular, se considera que el reconocimiento es un paso en la estatalidad. Cabe destacar que todas estas experiencias suelen reducir la agroecología a su dimensión práctica. Es decir, lejos de las definiciones que se trabajan en las discusiones académicas y en el seno de los movimientos sociales, en el discurso público y en muchas de las políticas públicas, la agroecología suele ser considerada como un conjunto de técnicas agronómicas de bajo impacto ambiental, que no cuestiona los patrones de desigualdad que sustentan el modelo agropecuario.

La inclusión de la agroecología en el discurso y en las políticas públicas es una tendencia que se profundiza a partir del cambio de gobierno que se dio en la Argentina en el año 2019. Hubo una modificación en la estructura de oportunidades políticas (Tarrow, 1997), ya que el gobierno nacional fue más receptivo a los reclamos del sector, y algunas personas que pertenecen a los movimientos sociales empezaron a ocupar espacios de gestión. De esta forma, el reposicionamiento que se dio en el campo social del Estado habilitó la realización de otro tipo de acciones colectivas, como la presentación de un proyecto de ley.

En Monkes et al, 2020, hemos analizado el proyecto de ley presentado por el diputado Fagioli en conjunto con el Movimiento de Trabajadores Excluidos-Rama Rural: presupuestos mínimos de protección y fortalecimiento de los territorios periurbanos hortícolas: cinturones verdes, oasis y valles fruti-hortícolas. El objetivo de este proyecto de ley era la regulación, protección y promoción de estos territorios como estrategia para generar mejoras en las condiciones de vida y trabajo de las familias productoras que allí desarrollan diversas actividades. Por otro lado, la promoción de estos territorios buscaba contribuir a la satisfacción del derecho humano a una alimentación adecuada, y con ello, la integridad de los sistemas productivos para evitar su degradación y garantizar el acceso al agua, semillas y variedades (Monkes et al, 2020). Más allá de este proyecto en particular, se han presentado otros proyectos de ley. El mismo diputado ha presentado uno para el acceso a la tierra mediante un “PROCREAR Rural” perteneciente a la Unión de Trabajadores de la Tierra. A su vez, la Secretaría de Agricultura Familiar a cargo del Movimiento Nacional Campesino Indígena se encuentra elaborando un proyecto de ley para el fomento de la Agroecología.

Más allá de las políticas públicas, estos movimientos buscan institucionalizar su recorrido a través de la formalización de diferentes escuelas de formación, en consonancia con lo que sucede a nivel internacional (Rosset et al, 2021). Sin dudas, una de las pioneras en el tema es la Escuela de Agroecología del MoCaSE-VC (Figueroa et al, 2021), pero también se encuentran la Escuela Campesina de Agroecología de Mendoza (Peterle et al, 2017) y la Escuela Nacional de Agroecología de la Federación Rural, en Vieytes, cerca del cinturón hortícola de La Plata. Esta última, incluso, ha construido una Biofábrica Escuela, para producir bioinsumos y transmitir conocimientos sobre su uso, una semillera y una plantinera para las y los integrantes de su organización. Esto ha permitido generar instancias de diálogo y de ejecución de proyectos con diferentes instituciones, como el INTA y las Universidades circundantes. Por último, se destaca el Movimiento Nacional Campesino Indígena, que ha puesto en pie su propia Universidad UNICAM SURI –Universidad Campesina Sistemas Universitarios Rurales Indocampesinos– (Dellavale, 2021).

De esta forma, se observa que los movimientos emplean crecientemente otras acciones colectivas más allá de las protestas. Cada vez más apuestan a la institucionalización de sus reivindicaciones en espacios estatales o académicos, a la presentación de políticas públicas y a ocupar cargos en el Estado como una forma de legitimación. Ante esto, algunos autores plantean que la relación con los gobiernos “populares” por medio de la ocupación de diversos espacios del Estado deriva en una cooptación de los movimientos (Massetti, 2006; Svampa, 2006). El argumento se basa en que la inclusión de los movimientos, o sus “cuadros”, es tomada como forma de “adscribir la politización de la pobreza en la órbita de injerencia del Estado” (Masetti, 2006, p. 2), como una estrategia del Estado para responder al problema de la conflictividad social.

Este proceso creciente de estatalización de la agroecología se da en todas sus dimensiones. Tanto desde las políticas públicas que se empiezan a sancionar e implementar (Curto et al, 2021), como también desde su dimensión práctica y científica. Por un lado, empiezan a generarse sellos agroecológicos desde el Estado para estandarizar las prácticas agroecológicas, como, por ejemplo, el programa de alimentos bonaerenses en la Argentina, que se basa en un sistema participativo de garantías. A su vez, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria organiza cada vez más cursos y proyectos vinculados con la temática; por ejemplo, junto al Instituto Nacional de Educación Superior en Ciencias Agronómicas de Montpellier (SupAgro) de Francia, lanzó el programa “MOOC Agroecología” en 2019 y utiliza el marco metodológico de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, 2019).3

Por otro lado, en cuanto a la dimensión científica, el INTA ha publicado en su revista un artículo para el cual “la institucionalización de este enfoque en el INTA conlleva avances y desafíos para lograr un desarrollo territorial sostenible” (Migliorati, 2016, p. 2). En la misma línea, en el año 2020 el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas ha reconocido por primera vez a la Agroecología como área temática para la postulación de becas. Ahora bien, cabe destacar que la mera mención de la agroecología y la habilitación de líneas de trabajo no implica una decisión política institucional de aportar a la construcción de este modelo alternativo. Como en toda institución, conviven los diferentes modelos con sus respectivas tensiones. Incluso, si se analiza el panorama general, probablemente el INTA –así como otras instituciones del Estado– destine más recursos, humanos y económicos, a la investigación y desarrollo del modelo hegemónico. Sin embargo, debería hacerse un estudio en profundidad al respecto.

En el INTA en particular se destaca el aporte del Observatorio O-AUPA dirigido por Beatriz Giobellina, quien aborda temáticas de agricultura periurbana agroecológica en Córdoba (Giobellina, 2015). Este observatorio contribuye a generar modelos más sustentables de producción, comercialización y consumo de alimentos en el marco del INTA Córdoba. Desde este lugar, ha impulsado la conformación del “Encuentro de Periurbanos hacia el Consenso” en 2017 y 2022, junto a actores estatales -Organismos nacionales, provinciales y municipales, INA, SENASA, entre otros- y académicos -Universidades de todo el país, asociaciones académicas y colegios de profesionales-. Si bien no hacen referencia explícita a la agroecología en sus objetivos, los temas trabajados en dichos encuentros abordan la alimentación saludable y la soberanía alimentaria. A su vez, los actores que intervienen exponen la problemática del avance de la frontera urbana que atraviesan los periurbanos. Un integrante de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca afirmó: “Tenemos un desafío por delante: hay que seguir pensando en esa construcción de encontrar la identidad del periurbano en la Argentina como un gran territorio, en una gobernanza distinta, planteando los ejes de alimento, sustentabilidad, soberanía alimentaria y ciudadanía” (Encuentro de Periurbanos hacia el Consenso, 2022). Más aún: el presidente del INTA sostuvo: “Cuando hablamos de agricultura periurbana estamos hablando de conflicto (…) veo que los municipios van asumiendo muchas complejidades como el tema de la producción, los alimentos, la soberanía alimentaria y el acceso a los alimentos” (Encuentro de Periurbanos hacia el Consenso, 2022).

Por último, el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación ha conformado una mesa compuesta por académicas y académicos que trabajen sobre la temática para sistematizar las experiencias y las definiciones de la agroecología y pensar líneas de trabajo financiadas para fomentar su desarrollo. En términos educativos, se están creando carreras de pregrado, grado y posgrado en Agroecología -por ejemplo, en la Universidad Nacional de Río Negro-, lo que hace que dicha disciplina comience a incorporarse en la educación formal (Prola, 2023). De esta forma, se observa que el proceso endógeno de institucionalización de la agroecología que venía ocurriendo a través de las diferentes asociaciones –como, por ejemplo, Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología en 2016 y la Sociedad Argentina de Agroecología en 2018– se transforma en un proceso de estatalización y empieza a abrirse a múltiples actores con recorridos muy diferentes.

Sin dudas, estos procesos derivan en una mayor heterogeneidad e hibridación de las múltiples concepciones que coexisten bajo el término “agroecología”, un campo de disputa en sí mismo por su representación (Giraldo y Rosset, 2016). Como se ha mencionado anteriormente, en este proceso –al igual que cuando cualquier concepto se masifica y se instala en la agenda pública, política y mediática– existe el riesgo de la cooptación del término al diluir su contenido crítico (Giraldo y Rosset, 2016). De hecho, se ha observado en Curto et al (2021) que la mayoría de las políticas públicas que incluyen la agroecología la reduce como si fuera una práctica, sin mencionar la ciencia o a los movimientos (Wezel et al, 2009).

Teniendo en consideración estas preocupaciones, hay que destacar que no se puede plantear que este proceso vaya a tomar el mismo camino de cooptación terminológica que sufrieron la agricultura orgánica (Pizarro, 2012) o el desarrollo sustentable (Leff, 2011). Como se plantea en Curto et al (2021), el surgimiento “desde los márgenes” de la agroecología le otorga un bagaje político que los ejemplos anteriores no tienen. Esto podría permitir pensar que hay menos posibilidades de que suceda una cooptación institucional, debido a que la agroecología surge en el seno de los movimientos sociales, y son estos los que la reivindican como una perspectiva de transformación social. Sin embargo, para que eso suceda, la agroecología no debe ser desarrollada escindida del sujeto de cambio. Es decir, si se construye una perspectiva de la agroecología despersonalizada, en abstracto, existe la amenaza de que se corrobore dicha cooptación. De esta forma, la incorporación de los movimientos sociales que vienen construyendo la agroecología en sus territorios en la gestación de las políticas públicas no es un simple reconocimiento a su recorrido, sino que es una salvaguarda que permite que no pierda su carácter crítico hacia el modelo dominante. En la misma línea, de Molina y Caporal (2013) afirman que, para mantener su esencia, la agroecología debe tener como objetivo la persecución de la autonomía de los agroecosistemas y de quienes los manejan. Para ello, las políticas públicas y los movimientos sociales son imprescindibles, ya que cuentan con un alto potencial agroecológico al tener prácticas campesinas que presentan una racionalidad similar a la agroecológica (Altieri y Toledo, 2011). De esta forma, hay una retroalimentación entre el proceso social de disputa de la agroecología desde los movimientos sociales y su estatalización -en políticas públicas, prácticas agropecuarias y científicas-.

Como ejemplo de este punto, resulta interesante destacar que, de los múltiples proyectos de ley que se proponen fomentar la agroecología, el único que mantiene en su definición las tres dimensiones es el que impulsa el dirigente del Movimiento Nacional Campesino Indígena, Miguel Gómez (Curto et al, 2021). En la misma línea que Padilla y Guzmán (2009), se plantea que la lucha por la soberanía alimentaria es el puente entre los movimientos sociales y la agroecología. A pesar de esta consideración, es necesario reconocer que hay diferentes campos de disputa, y es probable que en ellos la conceptualización de la agroecología vaya modificándose con fines estratégicos y políticos (Curto et al, 2021).

Sin dudas, de todo este proceso resulta interesante destacar la ampliación de la estatalidad. En palabras de un dirigente social, “la economía popular se construye de la periferia al centro, de la marginalidad al centro”. Se observa como lo contrahegemónico, lo que proviene desde los márgenes, comienza a ser incluido dentro del Estado y, por lo tanto, gobernable. De esta forma, se observa que los movimientos buscan aprovechar la ventana de oportunidades políticas que se abre para institucionalizar sus reclamos como una forma de legitimación. Ahora bien, los movimientos sociales no pueden desentenderse de este proceso (Giraldo y Rosset, 2016), y es necesario adoptar la perspectiva de las políticas estatales desde el doble proceso que proponen Oszlack y O’Donnell (2007), reconociendo la existencia de una relación dialéctica entre la política institucionalizada y los procesos sociales. Por ello, para acompañar el proceso de estatalización de la agroecología manteniendo su esencia crítica, es imprescindible adoptar la perspectiva del gobierno abierto (Oszlack, 2013), para garantizar la participación de los movimientos campesinos e indígenas que vienen construyendo la agroecología desde los márgenes y que el proceso de estatalización redunde en una hibridación –de territorios y saberes–, mas no en una cooptación.

Desde ya, este proceso no estará exento de tensiones y de posibles cooptaciones, pero es fundamental analizarlo en profundidad diacrónicamente para evitar caer en conclusiones reduccionistas (Monkes et al, 2020). Las conclusiones acerca de la cooptación o la independencia de los términos y movimientos se deben desprender de un análisis a posteriori que dé cuenta de los procesos internos que ocurrieron en las organizaciones que dieron esa disputa y que identifique si sus agendas políticas continúan vigentes, como señala Longa (2019). Más aún, podemos pensar en diversos ejemplos de movimientos que han abogado por la estatalización de sus reclamos o incluso han formado parte de gobiernos, y han sabido mantener la radicalidad de aquellos. Podemos verlo en el Movimiento Nacional Campesino Indígena, que ha formado parte de la gestión de diferentes gobiernos y no ha dejado de bregar por una reforma agraria integral y popular, ni ha dejado de discutir el modelo agropecuario hegemónico.

Conclusiones

Como se ha revisado en este artículo, la agroecología se ha visto inmersa en un proceso de creciente estatalización en sus múltiples dimensiones. Su desarrollo puede tener dos caminos: la efectiva incorporación de la propuesta agroecológica en la agenda de la política pública y de las instituciones ejecutoras, o su cooptación mediante la quita de todo contenido crítico al sistema hegemónico de producción y a la fetichización del “desarrollo”. Por ello, lo que se desprende, por el momento, de la estatalización de la agroecología es una disputa por su significado y, a la vez, una hibridación de las diferentes corrientes de pensamiento. En palabras de Saussure, la agroecología, tanto en las políticas públicas como en los movimientos, se transforma en un significante cuyo significado se halla en disputa.

Para concluir, se considera que el escalamiento que se necesita para el desarrollo de la agroecología requiere de una ampliación de la democracia para permitir la irrupción de aquellos movimientos que vienen construyéndola en los territorios. No sólo para que haya una transformación en la forma de producir alimentos y en cómo se construye el conocimiento, sino que dicha ampliación es una condición de necesidad para que la agroecología se mantenga como una herramienta de disputa política, para discutir nuestro sistema agroalimentario. Para ello, es necesario generar masa crítica y profundizar articulaciones entre diferentes sujetos -como los grupos de consumidores responsables y los movimientos ambientales, entre otros-, para así desarrollar un movimiento amplio y diverso que interpele a una multiplicidad de actores. Como se ha mencionado, esto redundará indefectiblemente en una mayor hibridación del concepto y de las ideas que lo subyacen, lo que dará lugar a tensiones. En ese sentido, teniendo en consideración este creciente proceso de estatalización de la agroecología, y su hibridación, se considera que es necesario cambiar el enfoque, ya que no hay una única forma de entender la agroecología ni de diagramar cuál es el socioecosistema agroecológico ideal. Entonces, más que una transición hacia la agroecología se propone pensar en una transición agroecológica hacia un sistema agroalimentario más justo y soberano. Para hacerlo, se requiere adoptar la perspectiva de gobierno abierto para incorporar a los movimientos sociales en la construcción de las políticas públicas, dinamizar las experiencias existentes a través del apoyo estatal, fortalecer la alianza entre las familias productoras y otros grupos sociales con intereses en común, como los consumidores o ambientalistas, profundizar el reconocimiento académico formal para evitar su deslegitimación, reconocer los baches de conocimiento y apoyar la investigación y el desarrollo de la agroecología como una propuesta de ciencia aplicada, holística, transformadora y consciente de las relaciones de poder y de los sujetos de cambio.

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Notas

1 Cabe destacar que, a pesar de que se suele hacer referencia al modelo dominante como “agricultura industrial”, en este caso lo calificamos como hegemónico, debido a que no se considera atinada dicha denominación; de hecho, diversos movimientos, como el MST por medio de su referente João Pedro Stédile, hablan de la necesidad de industrializar la agroecología.
2 Este paradigma posdesarrollista recibió diferentes críticas. Las tres principales fueron que los proponentes del postdesarrollo pasaban por alto la pobreza y el capitalismo, que son los problemas reales del desarrollo; que presentaban una visión esencialista del desarrollo; y, por último, que romantizaban las tradiciones locales y los movimientos sociales.
3 Cabe recordar, en este punto, la alerta de Giraldo y Rosset (2016) acerca de la posible cooptación del término al adscribir a las definiciones de FAO que no postulan la agroecología como camino hacia la soberanía alimentaria.

Recepción: 31 Agosto 2023

Aprobación: 02 Noviembre 2023

Publicación: 01 Diciembre 2023

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