Centro de Estudios de la Argentina Rural
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Centro de Estudios Históricos "Prof. Carlos S. A. Segreti"
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Los efectos sociales del modelo neoliberal aun vigente, son abordados por el conjunto de las ciencias sociales. Más allá de las diferencias en sus objetos de estudio, en sus metodologías y en sus ideologías, los cientistas sociales se enfrentan con un dato de la realidad: el capitalismo gobierna sobre la vasta mayoría de los seis mil millones de habitantes del planeta y solo mil doscientos millones de ciudadanos se benefician con él mientras una porción cada vez mayor de los otros cuatro mil ochocientos millones está condenada a la más indigna de las existencias, aquella que niega la condición humana (de Soto Polar, 2002). Este capitalismo financiero iniciado a mediados de los ´70, pero que alcanza su hegemonía a comienzos de los ´90, promueve en América Latina un proceso de desindustrialización, generando un mercado laboral informal muy amplio, precarizado y vulnerable, con desempleados y subocupados, protagonistas de aquello que podría denominarse “la nueva cuestión social”: la exclusión (Rosanvallon, 1995; Castel, 1995). Esta problemática pone de manifiesto la existencia de sectores de población cada vez más vastos que no tienen acceso a la educación, a la salud, a la justicia, a la cultura.
A diferencia del capitalismo industrial, welfarista y nacional, al modelo actual no le interesa reproducir la fuerza de trabajo pero sí promover la fragmentación, la descentralización y la despolitización, con los consiguientes resultados: erosión de la capacidad regulatoria de los Estados, cuestionamiento de la legitimidad de las representaciones políticas y fortalecimiento del mercado. En este esquema se ha priorizado la gobernabilidad sobre la resolución seria de las causas de la pobreza o de la inclusión, proliferando políticas compensatorias focalizadas de “efecto ambulancia” que emparchan aquello que el modelo inclemente genera (García Delgado, 2004: 49). Lamentablemente, la oscura definición formulada en 1651 por Thomas Hobbes “el hombre es lobo del hombre” mantiene una llamativa actualidad gracias al desarrollo de una globalización perversa y depredadora que gestiona y controla información, tiempo y capital (Santos, 2000). No obstante, desde algunos campos disciplinares del complejo y heterogéneo espectro de las ciencias sociales se insinúa la hipótesis de que una transformación es posible, ligada ésta a un conjunto de iniciativas que desde diferentes colectivos y organizaciones sociales, cuestionan las formas tradicionales de entender la economía y proponen a la vez una sociedad global, pero sustentada en el sincronismo entre desarrollo económico, balance ecológico y progreso social (Max-Neef, 1993; Rifkin, 1996; Sen, 2000; Klein, 2001; Kliksber, 2002; Östrom y Ahn, 2003; Galaz y Prieto, 2006; Cassar et alt, 2007).
La economía social fundacional o de primera generación -de las cooperativas y mutuales- a la que se agregan las nuevas y múltiples formas de economía solidaria o de segunda generación: microcréditos, huertas comunitarias, redes de trueque, microemprendimientos, ferias, fábricas recuperadas por los trabajadores, revela la actualidad de un modelo de organización que privilegia la solidaridad por sobre la competencia y el lucro, aún viviendo en ellos. Correlativamente, la producción escrita acerca de estas temáticas se ha expandido notablemente en los últimos años.
La economía social tiene una historia rica, vinculada en general a las luchas de los trabajadores en su confrontación con el capital. De ahí que al igual que en la conformación del movimiento obrero, en la de la economía social se reconocen diversas corrientes y matrices culturales y una pluralidad de fuentes político-partidarias. Sus raíces ideológicas se adentran en el pensamiento de Robert Owen (1771-1858), Saint Simon (1760-1825), Charles Fourier (1772-1837), Pierre Proudhon (1809-1865) y Philippe Bouchez (1796-1865), entre otros, es decir los precursores del socialismo utópico y asociacionista y del anarquismo, y hacedores a la vez del cooperativismo y mutualismo. Pero el concepto de economía social, de manera explícita comienza a ser utilizado a fines del primer tercio del siglo XIX en Francia por la obra de varios tratadistas, entre los que se destaca Charles Guide, titular de la cátedra de Economía Social creada en el año 1898 en la Facultad de Derecho de París. Su origen se vincula a la conmoción desatada por las graves consecuencias sociales producidas por la Revolución Industrial, y como respuesta a la omisión que la ciencia económica dominante hacía de la dimensión social. La economía social se manifiesta en las distintas escuelas de la época (socialista, social-cristiana, liberal, anarquista), aunque el uso de la expresión está más referido a una prolongación de la economía política. Como propuesta, esta primera economía social se proyecta en la solidaridad de los trabajadores como un modelo alternativo de sociedad y construye la representación de sectores sociales obreros o postergados para la mejora de sus condiciones de vida.
A lo largo de su trayectoria es antagónica y tiende a moverse entre el mercado y el Estado, según las mutaciones de los contextos históricos. El desmedido empleo del término “social”, el triunfo del Estado en el debate entre éste y la sociedad civil, y la fragmentación de los movimientos asociativos, se mencionan como los factores que provocan el desuso del concepto por cierto tiempo (Fernández, 1992). La fórmula resurge a partir de la crisis de comienzos de la década de 1970, atendiendo a una doble motivación: como reacción ante las carencias del capitalismo y de la gestión pública, y como desconfianza y ruptura frente a los valores hegemónicos. Sin embargo, el modelo de economía social de 1970 no pretende sustituir el sistema, por cuanto se erige como una de sus instituciones, cuyo objetivo es impulsar la descentralización y adaptación de la producción, mediante la potenciación de los niveles locales y el desarrollo de tecnologías intermedias y nuevas formas de trabajo. Las últimas décadas asisten al renacimiento y reformulación de la expresión economía social y de sus contenidos. Su trascendencia, tratamiento y pretensiones difieren según los países, pero no cabe duda que es un tema de actualidad práctica, doctrinal y obviamente política, de acuerdo con su creciente status legislativo, proceso iniciado en Francia a partir de la década de 1980 (Martínez Catherina, 1990: 67). No caben dudas que la economía social “vino para quedarse pero de otra manera y empieza a recorrer un camino que la define como más global y menos contestataria en relación al tipo original para ser alternativa en la coexistencia mercado, estado, sociedad” (Forni y Roldán, 2004: 29).
La literatura especializada da cuenta de la evolución histórica que ha experimentado este concepto polisémico de economía social y de las prácticas que avalan su vigencia. Designa tanto una disciplina que pretende dar cuenta de todas las dimensiones de la economía, incluida las sociales, como a una corriente de pensamiento atravesada por el debate de los socialistas utópicos. Pero también comprende un campo de investigación más contemporáneo –desarrollado particularmente en Europa y Canadá– que enfatiza el análisis en un subsector de la economía, integrado por asociaciones cooperativas, asociaciones de voluntarios, empresas de carácter social, empresas mixtas y organizaciones con fines sociales.
El campo de la economía social en el debate contemporáneo está tensionado entre un enfoque que hace hincapié en los valores/proyectos que sustentan las organizaciones sociales, y una segunda vertiente que prioriza el análisis de las reglas de funcionamiento de dichas organizaciones y sus vínculos con la economía de mercado. En la primera línea de abordaje, la economía social se compone fundamentalmente de cooperativas, mutuales y asociaciones, que tienen como objetivo la satisfacción de necesidades sociales, recurriendo a variadas formas de producción e intercambio monetario y no monetario a partir del carácter colectivo de la propiedad y sustentadas en valores democráticos. La segunda línea, propone entender a la economía social como un subsistema, en el que se combinan el agrupamiento de las personas y la existencia de una empresa. Esta concepción destaca el carácter social de la empresa, en su doble papel de agente de adaptación de las actividades de los miembros a las reglas de la economía de mercado pero también de agente de transformación de los miembros haciéndolos acceder colectivamente al poder del empresariado (Merlinsky y Rofman, 2004:168). En los últimos años, se ha intentado concebir a la economía social como una síntesis de ambos enfoques: por un lado, la producción concreta de bienes y servicios, plural en sus formas mercantiles y no mercantiles (redistribución) y no monetarias (reciprocidad y don). Por otro lado, el reconocimiento de su dimensión social, aclarado por las reglas (estatutos jurídicos diversos: organizaciones sin fines de lucro, cooperativas, mutuales), por los valores (servicio a los miembros y a la comunidad más que beneficios, autonomía de gestión, para diferenciarla de organizaciones políticas o religiosas, por el proceso de decisión democrática, la primacía de las personas y el trabajo sobre el capital, la distribución de las utilidades) y por las prácticas cuya base está dada por la combinación de una asociación y de una organización productiva entendida en sentido amplio (Lavesque y Mendell, 2003).
A pesar de la ambigüedad de la expresión economía social y de la falta de un acuerdo general sobre su significado académico y alcances, el término se ha adoptado en Francia, Bélgica y España, mientras que en otros países se emplean expresiones análogas: economía participativa, economía alternativa, sector voluntario, sector no lucrativo, tercera vía. En América Latina se ha generalizado la denominación de economía solidaria, a partir del argumento que estas empresas nacen, al menos teóricamente, de una voluntad de practicar la solidaridad (1). El otro gran enfoque de importancia que comienza a difundirse hace aproximadamente dos décadas en Estados Unidos, para aludir a un sector que se desarrolla fuera del ámbito público y del capitalista tradicional, es el de non-profit organizations (NPO) o non profit sector, cuyo equivalente sería para algunos autores tercer sector. Equiparar economía social y tercer sector resulta natural, ya que ambos se dedican al campo de la economía que no es pública ni privada capitalista.
La proliferación de variadas expresiones obedece a razones históricas, estructurales, culturales y políticas de cada país, especialmente al rol que asume cada una de las instituciones vinculadas y el modo y el momento en que aparecen en el escenario público. Como ninguna de las numerosas definiciones propuestas es unánimemente aceptada, se prefiere referir los caracteres distintivos que aparecen con mayor regularidad en las empresas o entidades de la Economía Social:
En definitiva, los factores distintivos de las entidades de la Economía Social radican, en general, en que la propiedad y la gestión corresponden a los propios trabajadores, con una atribución de resultados y un proceso de toma de decisiones democrática, no vinculados directamente con el capital aportado por cada socio. Estas son las herramientas genuinas que posibilitan en el sistema interno de la empresa, plantear un arbitraje entre el capital y el trabajo distinto al reinante en el mercado (Rocard, 1997: 4).
El cooperativismo es el que aparece como uno de los componentes más significativos de la economía social, en particular cuando se trata de generar productos, trabajo y/o empleo o prestar servicios públicos. Este cooperativismo se erige como un movimiento plural, de impacto transversal, que hace pie en todos los sectores sociales. Tiene sus propios valores y principios pero adapta su práctica a las diversas franjas productivas y laborales de las cuales se nutre. Es una organización democrática policlasista, que integra en un solo ente la dimensión asociativa y la dimensión empresaria. Estas dos dimensiones deben interactuar a fin de integrar armónicamente el interés económico y el social (2). Puertas adentro, priva el control de sus asociados (un hombre-un voto en las entidades de primer grado), pero hacia fuera se impone la competitividad que exige la economía global.
Este tipo de asociacionismo que nace en la Europa de mediados del siglo XIX, como una reacción constructiva frente a los efectos negativos de la industrialización, es asumido luego por el liberalismo como instrumento de desarrollo económico. Durante este proceso de largo plazo se traslada a América Latina, donde los primeros promotores conforman tres corrientes sucesivas: la corriente inicial, que desde el punto de vista fáctico la introducen los inmigrantes europeos, principalmente, italianos, franceses, ingleses y alemanes. La corriente sindical y mutualista que organiza las primeras experiencias de asociación solidaria para satisfacer necesidades de consumo, ahorro y crédito. La corriente social de pensadores y políticos latinoamericanos que promueve organizaciones cooperativas para establecer condiciones de justicia social.
“El cooperativismo es a la vez una doctrina, un movimiento inspirado por corrientes políticas y sociológicas, una forma jurídica de empresa y una realidad con varios miles de sociedades” (Ballestero, 1983: 17). Esta definición revela la amplitud y complejidad que caracterizan al cooperativismo, cuya pluridimensionalidad (Salminis, 2010) –no siempre reconocida– ya está implícita en los Estatutos de la ACI de 1895 y de la Sociedad de los Probos Pioneros de Rochdale.
Para abordar un objeto de estudio tan vasto y complejo se requiere una visión multidisciplinar, que permita hacer un análisis realista y no apologético o utópico, frecuente a la hora de reflexionar sobre esta temática. Parecería entonces que las disciplinas que están en mejores condiciones para llevar adelante ese estudio, son la Economía, que interroga a las cooperativas en tanto empresas que toman decisiones sobre la producción y distribución de bienes y servicios, analizando su elección frente a otras alternativas. La Sociología que estudia al cooperativismo como forma de acción colectiva, señalando las estructuras sociales que lo configuran. No obstante un enfoque multidisciplinar debe contener los aportes del Derecho, por cuanto las cooperativas están reguladas por estatutos jurídicos especiales; de la Administración de empresas (procesos de planificación y organización en que se manifiestan sus realidades); de la Psicología (motivaciones que lo explican). Empero, no es fácil comprender muchos procesos cooperativos actuales sin acudir a la Antropología y a la Historia.
Si se habla de movimiento cooperativo no debe olvidarse la cuestión doctrinaria (3) que lleva implícita una ideología, difícil disociarla o erróneo desvalorizarla a la hora de resaltar las múltiples dimensiones del cooperativismo. No puede olvidarse que el cooperativismo nace apoyándose en determinados ideales que, interactuando con la realidad, originan la experiencia de Rochdale y la doctrina, que adopta como principios o reglas de funcionamiento las normas que los llamados Pioneros concretaron en sus Estatutos. Con el paso del tiempo se desarrolla una serie de construcciones jurídicas para formalizar sus actividades, y la suma de estos elementos, como impulsores y condicionantes, definen al movimiento cooperativo moderno. Para algunos estudiosos, esta doctrina cooperativa sumada al marco legal, se han constituido en el primer obstáculo que debe sortear la sociedad cooperativa para ser una empresa “exitosa”, por cuanto persiste un exceso de ideología decimonónica que deriva en dogma o mesianismo; y un exceso de requerimientos legales que les impone deberes y obligaciones de las que están exentas otras sociedades mercantiles (Rosembuj, 1993: 32).
Un análisis del cooperativismo debe tener en cuenta el marco económico y social en el que se insertan las empresas cooperativas. En este sentido la CEPAL señala: “Ya sea que el entorno fomente o no estimule el desarrollo cooperativo, necesariamente le imprimirá al proceso ciertas características propias, con lo cual las cooperativas adquirirán matices del ambiente en el cual están localizadas” (CEPAL, 1989: 27). Los agentes económicos –y las cooperativas lo son– operan y deciden en un escenario caracterizado por una vasta red de instituciones y prácticas sociales que conjuntamente con las condiciones estructurales influyen en las decisiones de inversión y en el proceso de acumulación de capital en el plano microeconómico. Desde la ciencia económica se han formulado construcciones teóricas para abordar la complejidad de ese escenario, surgiendo así el concepto de “régimen social de acumulación” (RSA), que logra superar el reduccionismo económico de otro de los conceptos, como el de “estadio capitalista”. Todo RSA conlleva un complejo proceso histórico de mediano y largo plazo, recorrido por fuerzas contradictorias. En un escenario como el actual, caracterizado por las transformaciones del Estado, el modelo neoliberal triunfante arroja índices alarmantes de desempleo, subocupación, salarios en baja y caída general de ingresos; impone ajustes estructurales que conllevan desregulación y apertura de los mercados, rasgos esenciales del nuevo régimen social de acumulación, en el que se hace patente el descrédito de los gobiernos nacionales ante el abandono que hicieron de sus responsabilidades sociales (Nun, 1987).
En este ambiente las formas asociativas cobran una importancia significativa en cuanto alternativas de organización económica viables. El asociacionismo económico se caracteriza por la defensa de intereses no integrales, generalmente económicos e incluye una lista cerrada de temas o cuestiones estatutarias: la comercialización o elaboración de insumos y productos, o la prestación de determinados servicios a sus asociados. Otros dos rasgos diferencian a las asociaciones económicas de las de carácter reivindicativo: la naturaleza exclusivista de los efectos de sus acciones que benefician sólo a los asociados, y un discurso no necesariamente ideológico ya que estas organizaciones no intentan poseer una determinada visión del mundo ni una forma de interpretar los problemas de su base social, sino simplemente acotar su actuación a un fin específico, como es el económico. En este tipo de asociacionismo se incluyen las cooperativas de producción, comercialización o transformación de primer y segundo grado. No obstante entre los referentes empíricos del cooperativismo agrario, se encuentran numerosos ejemplos de sincretismo, ya que tanto las cooperativas primarias como las federaciones sostienen un discurso fuertemente ideológico que sustenta su distinción con las empresas de capital y participan de reclamos o realizan acciones que benefician directa o indirectamente a un universo más amplio que el de los socios. A lo expuesto debe sumarse el hecho de que la presencia cooperativa en mercados específicos puede considerarse un bien público, ya que evita la formación de mercados oligopólicos, y en este sentido se benefician tanto los productores asociados como los que no lo están, relativizándose entonces el rasgo exclusivo de los beneficios generados en pro de los socios (Bauger, 1996: 34).
Resulta esencial relacionar la empresa con su entorno, al formular una estrategia competitiva, por la influencia que ejerce sobre las acciones y estrategias desarrolladas por los agentes. Esta premisa también debe ser tenida en cuenta para orientar el análisis de los factores estructurales determinantes del desenvolvimiento de un sector cooperativo en particular.
En definitiva la cooperativa es una empresa formada por un grupo de personas, motivadas por sus propios intereses y necesidades, sujeta a unas normas jurídicas concretas y a unas normas específicas, los principios y valores cooperativos. Su actividad está sujeta a una multitud de fuerzas de un entorno que la condicionan con distinta intensidad y resultado. Un entorno que se vuelve hostil y turbulento por su complejidad (sobre la empresa influyen cada vez más factores), su incertidumbre (la dificultad de predecir su comportamiento es cada vez mayor), y su dinamismo (el grado de variabilidad de los factores estratégicos es cada vez más intenso) (Sanchis Palacio, 1995: 24).
Del conjunto de factores presentes deriva entonces la problemática del cooperativismo, que adquiere matices propios según cada región o país donde se desarrolla, de cada rubro o sector que abarque, de cada legislación que lo regule y de las políticas públicas que por acción u omisión se apliquen en torno al sector. Es precisamente esa complejidad y heterogeneidad del cooperativismo la que pretende reflejar el presente dossier integrado por seis artículos.
En el artículo Los periódicos cooperativos y la educación cooperativa en la provincia de Córdoba (Argentina). El caso de “El Cooperativista” se resalta la llamada “regla de oro” del cooperativismo: la educación y la capacitación. Asimismo se destaca el importante papel que juegan los periódicos o boletines cooperativos en tanto órganos de difusión y vehículos para la formación de la conciencia cooperativa entre asociados, dirigentes y público en general. Con ese fin Beatriz Solveira analiza el boletín publicado durante varias décadas por “La Caroyense”, Cooperativa Vini-Frutícola Agrícola Federal Ltda. de Colonia Caroya, surgida en 1930 por impulso de la sección local de la Federación Agraria Argentina en una zona con fuerte presencia de colonos friulanos. El artículo recoge a partir del análisis de la fuente, las características de la localidad y de la cooperativa, destacando su constante prédica cooperativa y especialmente su objetivo básico: educar al cooperador.
Jesús Méndez Reyes en su trabajo El cooperativismo y la financiación agrícola en Baja California, México (1930-1950). Una aproximación inicial, indaga acerca de las peculiaridades del cooperativismo como una de las formas más genuinas de la llamada economía social. El ejercicio comunitario se patentizó para la producción, la comercialización y la organización de los productores agrícolas de Baja California entre las décadas de 1930 y 1950. Para llevar adelante su análisis, el autor elige, entre otros, el modelo de la politóloga Elinor Ostrom. Confiabilidad, redes, normas e instituciones formales e informales se erigen en formas de capital social, que realzan la confianza y fortalecen los lazos de cooperación en el proceso de acción colectiva que llevan adelante diversos actores de la región en estudio. La evidencia histórica la rescata de los archivos públicos que evidencian cómo uno de los territorios más alejados del centro del poder político, el Distrito Federal, debió enfrentar las carencias económicas a través de la organización social.
En Agroindustria láctea, regulación estatal y cooperativismo, 1930-1955, Gabriela Olivera indaga sobre las estrategias institucionales desplegadas por el sector lácteo cooperativo y su injerencia en el diseño de las políticas sectoriales. A través de un variado repertorio de fuentes editas e inéditas producidas por el Estado y por diversos actores del cooperativismo lácteo, la autora problematiza la cuestión de la lógica corporativa entre actores estatales y cooperativos. Estos últimos reclaman frente a una política estatal crecientemente intervencionista, de ampliación de las agendas gubernamentales en el tratamiento de la temática agropecuaria y en el diseño de nuevos marcos regulatorios. También aparecen en el artículo los procesos de agregación de intereses en el espacio público que se dan a partir de los debates y las experiencias de organización, acción y alianzas entre las entidades cooperativas lácteas.
El propósito de Leandro Moglia en su trabajo Conflicto en el Territorio Nacional del Chaco. Las Cooperativas agrícolas frente al Estatuto del Peón Rural, es poner en tensión las cooperativas agrícolas chaqueñas y el Estado nacional, en este caso ante la de la aplicación del Estatuto del Peón Rural. Su sanción en 1944, evidencia la preocupación del Estado por llenar el vacío legislativo en esta materia, pero también muestra la búsqueda de control del sector. A partir de artículos aparecidos en la prensa local, encargada de difundir el texto del Estatuto, el autor infiere el desconocimiento de los técnicos con respecto al trabajo que demanda la producción algodonera. Su análisis, que contempla elementos cuali-cuantitativos, evidencia que la aplicación de esta norma elaborada desde Buenos Aires, es resistida por las cooperativas por la forma y el momento en que se impone.
El estudio de Gustavo Aguilar Aguilar y Ana Isabel Grijalva Díaz Estado, Banca y Crédito Agrícola en Sinaloa y Sonora: el Banco de Sinaloa y el Banco Agrícola Sonorense, 1933-1976, presenta otro escenario, en dos de las principales provincias (entidades federativas) agrícolas de México. En este caso el análisis se focaliza en la intervención que el Estado Nacional tuvo en la creación de instituciones crediticias y cuya vocación, en distintas épocas de la historia mexicana, han apoyado al sector de pequeños productores agrícolas, tanto parvifundistas como ejidatarios, a través del Banco Nacional de Crédito Agrícola (1926), el Banco Nacional de Crédito Ejidal (1935), el Banco Nacional de Comercio Exterior (1937) y el Banco Nacional Agropecuario (1965). El núcleo del estudio, sin embargo, se centra en dos entidades bancarias privadas fundadas por agricultores en 1933: el Banco de Sinaloa y el Banco Agrícola Sonorense. En ambos casos el gobierno federal ha desempeñado un rol decisivo en su organización, y los autores del artículo explican el impacto provocado por el arraigo de estas instituciones en el crédito agrícola de sendas entidades federativas.
El artículo La Cooperativa Arroceros Villa Elisa, un buen ejemplo de la tradición cooperativista de Entre Ríos (Argentina) se enmarca dentro de los estudios de caso, ya que su autora realiza un estudio de la evolución de la cooperativa- fundada en la década de 1970- en sus facetas empresaria e institucional. El análisis de Graciela Mateo muestra una experiencia particularmente interesante. Se trata de una entidad que en mayor o menor medida ha cumplido con los objetivos del cooperativismo agrario. Es una empresa exitosa, con un modelo de gestión que potencia la reapropiación de la cooperativa por parte de sus socios, y presta atención a la articulación interinstitucional, en particular con el Estado municipal y su Plan de Desarrollo local.
(1) Solidaridad según el diccionario: de sólido, de totalidad; acuerdo entre y apoyo a los miembros de un grupo; conciencia de pertenencia a una clase social; lazos de interdependencia recíproca de las partes con relación al todo.
(2) Un modelo organizacional que garantiza esta articulación entre “lo económico” y “lo social” es el esquema monista, en el que todos los participantes (presidente, consejo de administración, socios, empleados técnicos, gerentes), y aun las partes interesadas o stakeholders (clientes, proveedores, entornos varios) están imbuidos de los mismos valores y principios para encontrar las soluciones más adecuadas que preserven la originalidad de la cooperativa: su carácter de empresa asociativa y de asociación empresaria (Davis y Donaldson, 2005).
(3) Tal como sostiene Georges Laserre, la empresa cooperativa fue inventada por obreros y no por intelectuales, y “no ha contado desde sus orígenes con un caudal de doctrinarios como los que ya, en ese entonces, disponía el capitalismo liberal” (Cracogna, 1968: 161).
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Fecha de recibido: 3 de julio de 2011.
Fecha de aceptado: 19 de mayo de 2011.
Fecha de publicado: 25 de julio de 2011.
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